La muerte de Jaime Keller tiene un significado especial no sólo porque fue uno de los grandes músicos del rock mexicano, sino porque representa la punta del iceberg de una escena que fue despojada de su papel en la historia no sólo musical sino cultural de este país.
En memoria de René Peñaloza
…en tu casa todos sueñan despiertos
Por toda la ciudad te los vas a encontrar
Y si te quieres morir nadie te lo va impedir…
—“El Diablo en el cuerpo”, de SIZE
Aunque él no lo hiciera consciente, porque hay que decirlo directo, Jaime Keller se había adjudicado recientemente un papel que quizás no le correspondía, lo cierto es que Illy Bleeding es la resultante de una etapa del rock mexicano que por una parte quedó sepultada por la cultura rock oficial que se impuso luego del terremoto de 1985, pero por la otra lo que mantuvo bajo tierra a esta escena ha sido sobre todo la permanente impostura, la ignorancia y la imposición de un sector de promotores y empresarios que se erigieron por encima de aquélla, en el periodo inmediato posterior al 85, y que entre esa fecha y los inicios de los noventa se encargaron de “construir”, sobre un territorio llano que había quedado descampado por la operación de desmemoria y de exclusión, su propia jugada a través de la dinámica mercadológica del Rock en tu idioma.
Parece que todo lo que queda de memoria desde la prohibición after-Avándaro hasta los 25 años de Timbiriche es una historia equilibrada a la fuerza, en donde no caben ni cabrán ya los demás. La grave condición de enfermedad cultural que padecemos es más bien el olor del cadáver descompuesto de esa industria caníbal, que se devora a sí misma al tiempo que a los suyos y que por obvias razones se come primero siempre a los ajenos, a los que no comulgan con su predictibilidad y que no se repliegan en sus designios.
Lo curioso es que esa misma dinámica, por la misma ignorancia y culerez como principio, fracasó también al paso de las décadas, dejando una grosera simulación de rock nacional como fórmula para arribistas, trepadores y gangsterillos que se fueron sobreimponiendo por encima de sus propias criaturas, sin piedad alguna, aplastando según se les antoje ese mundo de juguete y marionetas que va de Caifanes a Zoé, de Mondragón a Mijangos y Camilo Lara y, como diría Lora, los que faaaltaaaan (aunque él opere de la misma manera como cuando vende en Estados Unidos las reediciones del Three Souls In My Mind bajo el nombre de El Tri, al cabo nadie se acuerda ya de nada y si se acuerda peor para ese nadie).
La muerte de Jaime Keller no nos remonta solamente a los ochenta, SIZE fue un grupo que reunió muchos contenidos y que sintetizó diversas referencias no solamente musicales anteriores a ellos; SIZE fue un artefacto cultural en el que venían a parar y a concentrarse varias de las iniciativas previas que se habían generado en una escena del rock nacional, que por principio se había deshecho de cierto atavismo nacionalista o exageradamente contextual y que apostaba por ser global antes de la llegada de ese concepto tan masticado.
Lo que hizo a SIZE una banda única, y que le valió el olvido, fue la decisión directa y sin ataduras de su trabajo en medio de una escena acartonada, acomplejada, revivalista, timorata…
SIZE fue un proyecto que recibió toda clase de desprecios y de vapuleadas del rock “normalizado” mexicano, que veía en ellos solamente a unos pequeñoburgueses o a unos “cosmopolitas de petatiux”. Ese rock normalizado dio paso al rock “autoinmune”, una especie de basura artística protegida detrás de pseudoprofesionales de la industria que operaron como guaruras mentales, que impusieron un cerco y trabajaron la mentira sobre la base de reglas del juego no escritas, que convirtieron en deber ser, y que a la postre se convirtieron en su propio atolladero, ante el que finalmente sucumbieron.
Lo que hizo a SIZE una banda única, y que le valió el olvido, fue la decisión directa y sin ataduras de su trabajo enmedio de una escena acartonada, acomplejada, revivalista, timorata. Aunque de cierta manera citaban la moda y presumían saber lo que sólo estaba en boca de pocos atentos, la columna vertebral que suponía el talento musical de Carlos Robledo y la inteligencia de un no-músico con todo el cerebro para saber cómo posicionarse desde la independencia cultural y sacarle cierto provecho, como lo hizo el siempre atento Walter Schmidt, los convirtieron en un hueso duro de roer; aunado a esto la radicalidad de vidas en exceso permanente y el atractivo de ser los clásicos rockers autodestructivos les dio cierto estatus en una escena que apenas balbuceaba algo similar y que a fin de cuentas se valió de ellos para justificar su ascenso posterior.
Walter Schmidt impulsaba un discurso sobre una escena musical mexicana previendo la manera en que se haría después pero desde la exclusion; Schmidt en cambio tomó una decisión editorial a través de las páginas de Sonido y Conecte que creó el acta de fundación de SIZE y se avaló integrando un mundo sónico relativo impulsando un contexto musical: Syntoma, Dangerous Rhythm, The Casuals, Volti y otras bandas también confeccionaron eso de “pertenecer a una escena”, desde un puzzle que los conectaba con su actualidad, como jugando en la misma liga que la música experimental de su tiempo, por eso los artículos sobre esas bandas en Sonido donde se ponían al lado de grupos de, por ejemplo, la nueva ola inglesa, Ultravox, Gary Numan, Bauhaus, Tuxedomoon.
De hecho, esta manera de crear un discurso sobre una escena nacional internacionalizada aunque no lo fuera en realidad, a partir de ese puzzle editorial, prefiguraba el uso de estrategias de conectividad que no se practicaron hasta que la gente de Tijuana como Nortec y similares se pasaron por el arco del triunfo el aparataje mediático y los métodos sobados de la industria nacional para convertirse realmente en globales, mientras que el discurso subsecuente, reconductivo del postnacionalismo de MTV Latino, engramaba todo dentro de los límites de un mercado etiquetado como global, de productos musicales destinados al consumo interno.
Por eso a los artistas desde el Rock en tu idioma a la Avanzada Regia los han engañado pagándoles la actividad promocional, poniéndolos en las pantallas de las televisiones de los ámbitos donde hay consumo de productos musicales latinos, discurso que no ha sido suficiente para vender discos, salvo excepciones, de tal forma que no han podido generar riqueza con su trabajo, excepto para pagar a quienes los definen y los trazan, quienes gastan en payola lo que les correspondería a los músicos y lucran con relaciones de poder desde donde obtienen otros beneficios. Recordemos que incluso les rescinden los contratos discográficos al antojo cuando encuentran una nueva víctima ansiosa por ascender a los cielos mediáticos.
Y aquí entra la precuela de nuestra historia: Hubo un tiempo en el rock mexicano post-Avándaro que trajo a la escena una camada de músicos que quisieron cambiar las cosas y las jugadas y hasta cierto punto lo lograron, porque a pesar de no existir en este país una industria discográfica y una industria promotorial que les diera verdadero acceso general a los medios y a la publicidad masiva, crearon proyectos y productos discográficos que se posicionaron entre los públicos interesados y que dieron lugar a varios fenómenos sociculturales y urbanos en el D.F. de los años ochenta, como el mismísimo Tianguis del Chopo.
En otro lugar sería bueno analizar el Chopo, pero lo cierto es que este tianguis basó mucho de su eficacia y de su importancia político-cultural por ser un foro para el rock mexicano independiente de ese periodo. El rock progresivo nacional vio ahí una oportunidad de fluir, de superar la carencia en la distribución de sus productos, de cohabitar con la historia de la música mundial; ahí se vendían y se cotizaban los discos de Iconoclasta, Flüght, Vía Lactea, Hi Fi Orchestra, Nazca, Decibel, La Banda Elástica, Oxomoxoma, Arturo Meza. Pero el Chopo y todos sus avatares políticos posteriores tuvieron también un trauma simbólico después del 85 cuando muere Rockdrigo, que podría decirse que nació en el tianguis, y que representa también otra más de las historias truncadas del rock mexicano, un músico al que comenzaron a valorar justamente cuando ya no existía.
Lo que nos da a entender esto es que estamos ante una escena nacional que produjo discos, que generó carreras musicales, que impactó el mundo social y cultural en cierto ámbito, pian pianito, creando personajes anónimos para la cultura rock mexicana pero que ahí están, que existieron y existen, como Arturo Romo, Víctor Méndez, Jesús González, Carlos Alvarado, Guillermo González, Zózimo Hernández, Xavier Baviera, Dr. Fanatik, Capitán Pijama, Carlo Nicolau, Tin Larín, Armando Velasco y más, quienes extrañamente no son considerados parte de la genealogía musical nacional, no suenan entre los nombres de Javier Bátiz o Guillermo Briseño, Lora o López, Cecilia Toussaint o Saúl Hernández, no están al lado de Roco y de Pacho ni de De Lozane y de Rita. Pero, a estas alturas, sale sobrando.
Existieron, existen, produjeron y producen, algunos de ellos varios discos, cosa que no se ha analizado a fondo. ¿Qué representa este campo cultural tan productivo, a fin de cuentas? ¿Qué representa la pérdida de referencia, el hecho por ejemplo de que no haya masters de muchas de estas grabaciones porque fueron hechas en tiempos e infraestructuras prestados? ¿Quién va a reconocer la calidad compositiva e instrumental de gente como Alejandro Sánchez, de Nazca, si aún al paso del tiempo la misma industria musical que impera en este país sigue viendo con desdén a Jorge Reyes a pesar de todo lo que se arriesgó a hacer musicalmente hablando?
Es extraño pero en aquellos tiempos a SIZE los que los integraron a su jugada invitándolos a abrir varios conciertos fueron ¡Sombrero Verde!, pero a Walter Schmidt y a Carlos Robledo jamás se les va a olvidar el día en que llegaron los gorilas de Venus Rey y les impidieron tocar para abrirle a The Police en el Hotel de México porque no estaban adscritos al Sindicato Nacional de Músicos. Aquella noche, lo intuían, comenzaba su difuminación respecto de la cultura rock “oficializada” a la más pura forma “soviética” de la foto alterada que te borra de la memoria histórica.
Lo que nos da a entender esto es que estamos ante una escena nacional que produjo discos, que generó carreras musicales, que impactó el mundo social y cultural en cierto ámbito, pian pianito, creando personajes anónimos para la cultura rock mexicana pero que ahí están, que existieron y existen.
Tengo la sensación de que Venus Rey encarna ahora en esa gente que controla la jugada del Vive Latino y que eleva a estrella nacional a una fotógrafa de conciertos patrocinada por Indio. Tengo la sensación de que ese grupúsculo que encabezan Sarquiz y Emmanuel Tacubo y la infame Lynn Fainchtein, una especie de Elba Esther Gordillo del rock latinoamericano, se ha esmerado poco en hacer desaparecer las huellas de la tortura, porque en el fondo lo operaron todo a la pendeja, creyeron que hacían tabula rasa e impulsaron músicos mediocres que a la postre fracasaron más evidentemente que la generación borrada a la que me refiero, se metieron no uno, sino varios autogoles al paso de los años.
No hay que olvidar que inmediatamente que construyeron la generación espontánea, y luego de sacar de ahí a Café Tacuba, Santa Sabina, Maldita y similares, luego de 1988, considerado el año cero del rock nacional y por cierto el año cero de México luego de la llegada de Salinas de Gortari a la presidencia, los mismos lugares que habían visto surgir la escena que alimentó el Rock en tu idioma fueron desapareciendo.
El Bar 9, el Tutti Frutti, LUCC y Rockotitlán dieron paso en los noventa al Hard Rock Café, Bulldog, Colmillo y similares, en donde ya se hacía otra cosa más reiterativa y que aceleró la “provincialización” que padece el D.F. desde entonces y de la que no se recupera en ese campo y en varios otros. ¿No es el “corredor Condesa-Roma” una especie de wasteland-neo-pueblerina, un post-Coyoacán suprematista habitado por trepadores y prostitutos culturales amateur que ya con sentarse en el Xel-Ha o en el Covadonga y hablar de su tienda de camisetas, su siguiente asistencia de dirección en algún filme o su próximo viaje a Londres, cubren la ruta?
En estos momentos en que escribo Rita Guerrero está siendo apoyada por una comunidad de músicos y gustosos de su música, porque no tiene dinero para pagar su tratamiento contra el cancer. ¿Dónde están los logros que les iba a traer a los artistas el Rock en tu idioma? ¿En qué quedaron los de la Maldita Vecindad después de aceptar cabizbajos cuando BMG no quiso editar el disco que les grabó Bill Lawsell? ¿Por qué El Gran Silencio no sabía que ese flaquito de lentes que estaba fascinado con su música, en el estudio donde grababan con Andrés Levín su segundo disco, era Arto Lindsay? ¿No terminaron desfalcados por el oficinista Camilo Lara los Plastilina Mosh, Los Titán, Los Miki Guadamur, cuando les robó imagen, estilo y forma para autoimponer su subproducto IMS?
Un ejemplo aún más cruel pero significativo lo representa el coma de Cerati, que lo ha puesto fuera de juego y hasta le impedirá seguir con esa indignificación que venía apuntalando año con año desde que se acabó Soda; porque Cerati cargó en sus hombros ser el pilar desmemoriado de la tabula rasa del rock latinoamericano, que sólo lo podía hacer jugar en el gueto, muy productivo económicamente, eso sí, que fue este continente para la cargada caníbal.
Pero hay que reconocer que Soda Stereo siempre jugó en la segunda respecto al rock español, y aquí nos los vendieron como la piedra de toque de lo “moderno”; a Caifanes les modelaron el primer disco por ahí y desarticularon la cierta ingeniosidad de Las Insólitas Imágenes de Aurora, que eran un poco menos obvias y ciertamente muy deudoras de SIZE, así luego al rock de los noventa en general lo hicieron descender de la genealogía “sodesca” y rendirle pleitesía al sacerdote Cerati.
La mercadología segundona que nos escamoteó a Sumo, si no hubiera sido por algunos puestos del Chopo y Rock 101, nos impuso a Cerati así como luego a Los Fabulosos Cadillacs, mientras cerraba la puerta con mil candados a pesar de que se los facilitaba la muerte de Luca Prodan, porque nos querían hacer pensar que Divididos Por La Felicidad era demasiado para nuestro subdesarrollo musical y sólo para las masas “entendidas” argentinas, un plusvalor intelectual que no sostienen desde hace décadas. Es decir, hasta nos protegieron de algo que supuestamente no íbamos a entender; el obvio chantaje para imponer su pequeñez.
¿Alguien se acuerda de la lección que dejaron clara los Radio Futura después de aquella primera y única gira promocional de 1987, cuando con dos sendos recitales gratuitos en D.F. y Monterrey nos mostraron humildemente que no teníamos nada, ni tenemos, con que siquiera emular ese nivel artístico y de compromiso como el de los Auserón? ¡No me vayan a salir con que Cerati sí! Radio Futura jamás volvió y a Alaska la cargaban en hombros en los bares gay de tercera categoría, mientras Carlos Berlanga bebía hasta caerse en el 9 sin que nadie supiera siquiera que las canciones que la otra impersonaba las había escrito ese dandy alcohólico demacrado que tenía la cara contra la mesa.
Pero volviendo al asunto, a Illy lo he criticado en otros lugares. Recientemente, un periodista latino de Nueva York y otro de Radio Global de Tijuana me han entrevistado sobre su muerte y en esas entrevistas he dicho, entre otras, cosas que a mí me parecía que Illy estaba operando una especie de traición, que su decisión de autocoverearse y su actitud poco autocrítica de cantar “El Diablo en el cuerpo” y otras canciones de SIZE con un grupo diferente lo hacían parecer un tipo ruin pero sobre todo débil frente a los mismos inescrupulosos de siempre, buscando treparse de nuevo en el carro de los herederos de esa misma vía que lo silenció en los ochenta.
Illy dijo en una entrevista reciente que todo fue porque cantaba en inglés, y lo decía con una ingenuidad pasmosa. No, Illy, no era porque cantabas en inglés, eso fue sólo parte nimia del meollo; todo tenía que ver con que desmentías desde aquel momento una jugada a la que no te iban a montar, porque por principio SIZE mostraba las carencias intelectuales de los otros que en el fondo eran sus seguidores y eso, qué extraño, algo importaba aún en este país y en el medio artístico; es decir, les envidiaban y mucho el bagaje que concentraban; lo que revelaba su pop inteligente era que los demás estaban destinados a venir a remolque, por eso jamás los subieron ni como teloneros a un escenario masivo o en una gira y ni siquiera hicieron lo que Cobain, ponerse una camiseta de las bandas que originaron su sonido, porque Saúl y Alfonso sólo se colgaban la de Maldita o Santa Sabina, alternando el papel de vedettes y servidoras por igual.
Es muy elusivo ese video que circula en YouTube donde los Jaguares hablan de la escena de los ochenta y André balbucea que “eran todos muy unidos porque se prestaban los instrumentos con los Mistus”, ahí donde Saúl casi le quita el micrófono y queriendo aparecer muy superado, para recordar que SIZE “era la neta, eran los que hicieron todo lo que posibilitó el futuro”, o sea, a él.
La muerte de Illy Bleeding no abre la caja de Pandora, destapa sin querer la cloaca del llamado rock mexicano.
Más patético es Sabo Romo, esa especie de “empleado”, no músico del rock nacional, cuando opina en el tráiler de la futura película Nadie puede vivir con un monstruo, el documental que se prepara de SIZE, que “le echaban ganas aunque no supieran tocar”. Pero de la misma manera ahí Ricardo Nicolayevski se atreve un poco más al sugerir que algo oscuro había mantenido hasta ahora esa escena en el anonimato.
Si Saúl se tardó 25 años en decirlo, tampoco hay que olvidar que los públicos se han tardado 25 años en aplaudir, de tal forma que todos aquellos que traen de modita a SIZE también son parte de la cargada caníbal, sólo que no les ha tocado ya carnita ni hueso, ¿por qué entonces querer esnifarse el polvo que queda si acaso de SIZE?
La verdad, Illy se murió en un momento en que quería revivir en sí y para sí un producto de hace 25 años, con lo que estaba asegurando hundirlo aún más, porque vivir del pasado va en detrimento de la fuerza presente pero, sobre todo, una forma de traicionar aquello que se hizo… Por suerte no todo está destinado a permanecer o reactualizarse, también hay que saber perder… y morir.
La muerte de Illy Bleeding no abre la caja de Pandora, destapa sin querer la cloaca del llamado rock mexicano. En los próximos meses veremos quizás una rapiña poco común con respecto a SIZE, no se nos haga extraño que por ahí ya alguien esté listo para adjudicarse las reediciones e incluso que vaya detrás del regiomontano Mario Mendoza por los materiales preciados que suponen los cortes de su documental sobre la banda.
Mendoza en este momento está agazapado, debilitado porque sin Illy no tiene ya guía para saber qué hacer con ese material; se hundió en su propia herida al dejar en manos de la ambición de Jaime Keller lo que debía ser un retrato autónomo, que trazara los pros y los contras, que hablara de la importancia de la banda pero también de la ruta de un proyecto que quedó a medias por la misa decisión de sus actors; en suma, un documental o reportaje o lo que sea, que no quisiera dignificar a la fuerza una historia que se había consumado entre el sabotaje y el autosabotaje.
A SIZE y a Illy Bleeding hay que dejarlos morir en paz, invocar sus fantasmas puede estarle haciendo el trabajo sucio a los viejos asesinos, además de caer de manera previsible en la trampa del tiempo. ®