Aquí se cuenta de cómo un agencia de publicidad en Argentina emprende la usurpación de prácticas políticas y otras ambigüedades para la campaña “Fútbol Deporte Nacional”.
A la hora de la siesta, en la ciudad de Buenos Aires, un taxista maldice, para variar, porque un tramo de la 9 de Julio está cortada. No importa si es por los festejos del Bicentenario, un reclamo salarial o un evento de marketing como éste. El signo arquetípico de la porteñidad ampara esta vez una cancha de fútbol de once, una carpa y puestitos con un libro grande para dejar una firma. Hay dos equipos: se distinguen por las pecheras Topper en dos colores. Debajo de las pecheras hay trajes, jeans y camisas; cuerpos altos, cuerpos macizos, cuerpos infantiles; incluso algún que otro cuerpo de mujer. Oficinistas, cadetes, abogados, cocineros, mozos, estudiantes y pensionados que vinieron al centro a hacer un trámite dejan por un momento las responsabilidades para patear un rato y escuchar sus jugadas en el relato de Tití Fernández. Los “motiva” a participar la modelo Pamela David, bajo la mirada de los creativos de la Agencia Keppel y Mata y el equipo de Marketing de Topper, liderado por Diego Mohabed, pero también por una agencia de prensa, otra de “implementación” y otra que se encarga de la estrategia web. La empresa y la agencia dicen poco sobre la consultora de marketing.
El Deporte Nacional es el Pato (que es de origen argentino), por un decreto del Poder Ejecutivo de 1953. Topper propuso, antes de que empezara el Mundial, recolectar un millón de firmas para trocar pato por fútbol. La campaña usurpa herramientas nacidas en la política y la participación cívica para servir a la marca. También se vale de ciertos equívocos sobre parte de la legislación actual y un uso afable y tendencioso del derecho a la consulta popular.
La única condición para poder jugar en esta cancha recién armada es dejar una firma para que el “Fútbol sea Deporte Nacional”. Esta campaña que Topper lanzó antes del Mundial se diferenció de la competencia por sus recursos, tan solapados como extremos; aunque hay antecedentes y algunas semejanzas. El Mundial fue delicioso como delator de mecanismos comerciarles y simbólicos que siempre están presentes. Hace tiempo que las instituciones tradicionales perdieron su eficacia para generar sentimiento patriótico; el proselitismo futbolístico y nacionalista cobija en los medios su morfología más extrema. Periodismo y publicidad sostienen ese pilar en mutua dependencia. Y si la “Publicidad No Tradicional” altera desde hace tiempo los códigos conocidos, la campaña de Topper ofrece nuevas peripecias que incitan a aventurarnos en las líneas argumentativas de los ideólogos del claim “El corazón manda” (claim es “concepto”, pero aquí se usan palabras en inglés). Y de lo que vino luego: prácticas y lógicas robadas desde el marketing a otras disciplinas y esferas.
En el 2000 fui por primera vez a una agencia de publicidad. Quedaba en el Palermo Miami de Puerto Madero. Apenas bajo del ascensor mis All Stars pisan una placa de metal en la que se lee “Nada es imposible”. La frase, en apariencia new age, pacífico mantra motivante, da sustento a los delirantes pedidos que “creativos” y “cuentas” le hacen al director del comercial y al equipo de la productora. Ahora estoy en Martínez pero podría estar en Palermo; las geografías de la publicidad están tan delineadas como los estereotipos que aún promueve. Desde afuera, la agencia Kepel y Mata parece una mansión. Hay un portón pero soy peatón: toco timbre y sigo el caminito de piedras hasta la puerta que abre un chico que se presenta como Charly. Frente al recepcionisto hay dos silloncitos que se ven cómodos. Pero el muy joven Charly ofrece más comodidad aún.
—¿Querés pasar y esperar allá? Los chicos están en una reunión.
El Mundial fue delicioso como delator de mecanismos comerciarles y simbólicos que siempre están presentes. Hace tiempo que las instituciones tradicionales perdieron su eficacia para generar sentimiento patriótico; el proselitismo futbolístico y nacionalista cobija en los medios su morfología más extrema.
“Allá” está a unos pasos y es un living inmenso con ventanales que dan a un parque y, al fondo, el Río de la Plata (“el paisaje a veces te distrae para trabajar”, va a decir alguien de la dupla después). Atraviesa el salón gigante un chico con bufanda escocesa, cinturoncito con tachas y la gorra del canguro puesta. Hace un gesto parco. Floreros de rosas frescas sobre las dos mesas ratonas; las lámparas redondas sostenidas a un palito de metal son chupetines altos y encorvados sobre el piso de madera. El sillón cómodo es retro. Si algunos cronistas señalan que no hay que pensar ni escribir que la pobreza es monocromática, doy fe de que el decorado en el que trabajan chicos cuentas, creativos, directores de arte, directores creativos, sí lo es. Me siento a destiempo en una trasnochada escena Breat Eston Ellis. Las paredes lucen cuadros con gráficas de la agencia. En uno, jóvenes bellos estilo MTV hacen fila hacia un arca de Noé. El slogan es “Salvá la música. No la bajes ilegalmente”. “Claims” que piden la buena acción del día como si no hubiera otro motivo más que el altruismo; pensás en los que trabajan en la discográfica y un poco por ahí te lo creés. Este decorado post crisis 2001 parece no haber cambiado desde los noventa. Aunque tanto Sebastián Blezowski como su coequiper de la “dupla creativa”, Ramiro Crocio, (ambos “ex Agulla y Bacheti”) admitirán que ahora los clientes son más cautos y por eso hacen muchos más testeos antes de lanzar un comercial.
—Antes se decidía, sobre todo, con el estómago.
Al misterioso chico marketing lo vi en un bar y dice que en marketing todo es confidencial. Incluso su propio nombre y los nombres de sus clientes. Su discurso es lúcido, combativo y siniestro. Quisiera poder decir todo un día, dice. Le cuento de los elementos clave de esta campaña y él se transforma en el diablito o angelito de aquellos viejos dibujos de Disney. Si sos marca pero no sos espónsor oficial del Mundial tenés que ser parte pero de otra manera, cueste lo que cueste. Los de Topper encontraron la forma: incluir al consumidor en sus acciones más fuertes. Y en eso fue más allá que la publicidad del “Monumento al hincha” que propuso el caramelo Halls y que el “Unite por Argentina” de Puma, que planteaba dicotomías estereotipadas como “colectiveros y taxistas”. El evento del fútbol callejero en el potrero bien reglado de la 9 de Julio es el mito inaugural —mitad espontáneo, mitad armado— que será la base del comercial para televisión; un corto simple: una edición del registro de aquella tarde que termina con una placa en la que se lee el mensaje.
La campaña explota recursos relativamente nuevos —estimular feedback vía facebook y sitios web— y recursos antiquísimos:
—¿Por qué eligieron a Pamela David, además de Tití Fernández, para el evento?
—Y… tiene que ver con… con las piernas de Pamela David —dice Sebastián, y se ríe.
—Una chica linda siempre ayuda… —agrega Ramiro.
Revistas muy distintas publicaron las fotos tomadas ese día, en las que, sonriente bella modelo, posa en afectada interacción hacia el objeto de venta, pelota sobre muslo.
Si sos marca pero no sos espónsor oficial del Mundial tenés que ser parte pero de otra manera, cueste lo que cueste. Los de Topper encontraron la forma: incluir al consumidor en sus acciones más fuertes.
El código realista del comercial se despega de la hiperestetización, las grandes producciones y los miles de efectos de posproducción que utilizan marcas multinacionales como Niké o Adidas. Tampoco aparecen estrellas internacionales —que requieran grandes presupuestos— aunque sí, en la segunda fase, se realizaron cortos con basquetbolistas, nadadores, tenistas y atletas que decían “Para mí el fútbol es el deporte nacional. Hagamos lo que nos dicta el corazón. Firmá en…” Ramiro y Sebastián repiten con convicción una contradicción evidente: “La campaña es antipublicitaria”. Se refieren a que se privaron de hacer “gastadas” —no es difícil imaginar la amarilla tentación del patito de goma— y relatos “ingeniosos”. Y, como los políticos y algunos periodistas, la dupla se apropia del colectivo “la gente” para avalar ese concepto que no sólo se asienta en la austeridad de recursos.
—Es una campaña de la gente. Que el deporte nacional sea el fútbol es algo que nos beneficiaría a todos, nos toca a todos, y todos podemos hacer algo.
—Dimos luz a algo que está en la calle —la dupla va al extremo y afirma que “la campaña ya estaba hecha”. Hay cientos de pintadas futboleras en las ciudades, dicen. “Nosotros fuimos y le pusimos el logo de Topper al lado” (es literal y, además, cierto). Si se les pregunta cuál es el target afirman: “No hay target. Es para todos”. Chico M dice “¡Es mentira, siempre hay un target definido! Es obvio que a las ancianas con bastón no las incluye”. Sabe que llevó el ejemplo al ridículo pero es didáctico. Topper, sagaz, usa el viejo truco de valerse de lo preexistente y apropiárselo para crear imagen de marca.
—¿Cómo era el brief?
—Topper es una marca reconocida como argentina pero es brasilera. Y el brief pedía que lográramos poner una pata fuerte en el fútbol.
(Sí, la marca del deporte nacional es brasilera. Como la cerveza Quilmes, otra asociada a la “argentinidad”.)
Empresa y agencia adhieren a la ética blanda de la no confrontación: “No tenemos nada contra el Pato”. La interpelación de la campaña es sencilla: “Juntemos un millón de firmas”. Detrás de ese llamado hay un aval institucional. Si se reúne ese número el Congreso estaría obligado a tratar el proyecto. Pero se equivoca quien dejó con entusiasmo su firma en Internet creyendo que la empresa, de llegar a esa cantidad, iba a elevar el proyecto; que la consecuencia iba a ser real. Según cuenta Mohabed, gerente de Marketing de Topper, no tienen los recursos para procesar esos datos, y la ley pide que las firmas sean en tinta. Las recolectadas en la tan promocionada web no sirven. Pero eso sí, cada 500 firmas Topper hará la generosa donación de cien pelotas. El objetivo, cuenta, era “instalar el debate en la sociedad”. Su escritorio en la Fábrica de Alpargatas, lleno de cuadernos de cool huntering y zapatos infantiles, mientras dice que “vender más zapatillas no es la idea”, es la versión actual de esa escena de Mad Men, justo esa en la que se produce el diálogo alrededor de un aviso:
—Creo que tenés que mirar y decir “Creo que es un buen auto, no un gran anuncio” —y luego de una breve discusión, un creativo agrega.
—Bueno, decí lo que quieras… o lo amás o lo odiás. Pero asumamos que estuvimos hablando del comercial durante veinte minutos.
Los creativos asumen que “la gente ya no cree en la política; cree en las marcas”.
La práctica de “juntar firmas” tiene una larga tradición histórica vinculada a la praxis democrática. Desde la esfera gremial a la partidaria, desde lo más orgánico a lo más inorgánico, desde las convocatorias de afiliación a las que nuclean a sectores dispares para proponer un proyecto al poder legislativo. La campaña termina formando agentes activos que la exceden; militantes que se expresan no sólo con su firma. Terminamos trabajando para Topper.
Pasó la época de las teorías conductistas; la teoría de la comunicación hace tiempo se preocupa por la forma en que el receptor manipula los mensajes que recibe. ¿Cómo procesan las polémicas que la empresa genera y no modera ante rivalidades obvias que van desde comparar cuántos hinchas de River y cuántos de Boca firmaron al “¿Maradona sí o no?” Los creativos asumen que “la gente ya no cree en la política; cree en las marcas”. Y para satisfacción de la marca, entonces, esta campaña tuvo un pequeña vuelta de tuerca, parasitaria y oportunista ante la potencial ganancia simbólica de lo que desea “la gente”. Un senador nacional, Emilio Rached, terminó por presentar el proyecto en el Congreso. ®