El Gran Omó Saché lo puso en el centro. Me dijo: “Tú sólo seguirás instrucciones. Quédate tranquilo frente a mí”. Entonces tomó el bastón y empezó a golpear con él la tierra de manera rítmica, acompañando sus movimientos con un cántico en yoruba, el idioma de sus lejanos ancestros africanos.
Mis recuerdos son muy difusos. Por más que me quiero remontar a la génesis exacta de los hechos, sólo acuden a mi mente calles nebulosas y el rostro de una vieja libidinosa que acecha en la sombra. Oscuridad de calles rota por luces de anuncios, boutiques, sex shops, bares nudistas, table dances, restaurantes exóticos. Era, en definitiva, La Zona Rosa, con sus bailarinas, sus ancianas perversas, sus antros gays… pero no fue ahí donde ocurrió el encuentro con Omó Saché, sino cerca, cuando ya las mismas calles pierden su iluminación y se ven antiguas casonas decrépitas, con lámparas mortecinas invitando a cafés y bares de menor categoría, algunos de estos casi campamento de tahúres improvisados, vendedores de drogas de baja calidad, torcidos cigarrillos de marihuana y ácidos que te consumen el cerebro en seis meses.
No sé por qué abandoné la zona más populosa con los mejores centros nocturnos, tal vez ya había acopiado información para dos o tres reportajes: algún secuestro, probablemente un crimen pasional, o quizás una banda de arlequines armados con metralletas. No sé a ciencia cierta, pero eran las tres o cuatro de la madrugada cuando me interné en un callejón con paredes llenas de graffitis que exponían mujeres con grandes tetas geométricas y letras muy, muy dibujadas, garigoleadas, con nombres de cantantes argentinos de tangos, Carlos Gardel, por supuesto, Hugo del Carril, y además el Gran Omó Saché. Me asombró este nombre tan poco rioplatense y proseguí hasta el final, donde un sucio foco rojo delataba la entrada de un bar llamado La Caverna.
No sé a ciencia cierta, pero eran las tres o cuatro de la madrugada cuando me interné en un callejón con paredes llenas de graffitis que exponían mujeres con grandes tetas geométricas y letras muy, muy dibujadas, garigoleadas, con nombres de cantantes argentinos de tangos, Carlos Gardel, por supuesto, Hugo del Carril, y además el Gran Omó Saché.
La puerta se delataba aceitosa, aunque no podía verla bien, o tal vez era esa la sensación que estaba en el aire de la madrugada y reptaba por mi cuello. O la consecuencia de ruidos que se enrollaban difusos: la música del interior, un tango gangoso, ronco. “Gime bandoneón, grave y rezongón, en la nocturna verbena. En mi corazón, tu gangoso son…” Como si la voz hubiera pasado por mil borracheras y hubiera caído en un prostíbulo junto a un río pantanoso. “Hace más honda mi pena. Con tu viruta sentimental vas enredando mi viejo mal.” Y sentí el llamado del abismo, de una melodía de manicomio sentimental. Las notas tomaron mis pies, traspuse la vieja cortina imaginando sedas del oriente y sultanes libidinosos.
La primera sensación fue de humo y de perfumes baratos muy penetrantes. Luego mis ojos se acostumbraron y en la penumbra vi mujeres agitando sus manos. O se sentaban, se paraban, aplaudían. Brindaban. Sí, la mayoría eran mujeres. Damas ya entradas en los cuarenta. Olorosas todavía a cremas de vendedor ambulante, vestidas con lentejuelas que quizás ellas mismas cosieron a telas inciertas compradas en el mercado del barrio. Eran, la mayoría, amas de casas que en las noches se ponían sus mejores prendas para escuchar a aquel Omó Saché, al cual yo no lograba ver todavía, pues el estrado, iluminado por luces rojas, azules, verdes, más parecido a un table dance que a proscenio argentino, escamoteaba al cantante. Bulto del que salía el ronco tango. “…Hace más honda mi pena. Con tu viruta sentimental vas enredando mi viejo mal, un viejo mal que me ha dejado enamorado” cantaba. Repetía Omó Saché con aquella voz nada argentina, pero que contenía el dolor indecible de un moribundo que sonríe por última vez, y finge que los otros no conocen su enfermedad letal.
Me moví entre las muchas mujeres y los pocos hombres hasta alcanzar, de puro milagro, un lugar vacío en una mesa que estaba junto al escenario. Allí, filtrado entre vahos de cerveza, de sudores, entre luces que no recordaban el momento de apagarse, llegaba el fuerte tufo de Omó Saché, al que ahora divisaba yo como una gran ballena flotante, abriendo la boca gigantesca, de gruesos labios, para decir, recitar, producir el aceite de cada sílaba: “Gime bandoneón, grave y rezongón, en la nocturna verbena. En mi corazón, tu gangoso son…” Y no, no parecía argentino aquel mulato ingente, enorme, rebosante de grasa, que cantaba tangos con una voz salida de los profundos ríos de África. Tono gangoso, de garganta que recita las canciones yorubas entre sacrificios de cabras y perros. Voz cargada de dolor que le imprimía una extraña realidad a la canción, un imán que me mantuvo inmóvil, mirando a aquella mole musical, hasta que descubrí que usaba muchísimos collares. Atuendos sagrados de lo que en mi país, Cuba, se conoce como santería, y que va desde el simple chisme y cuento de caminos hasta la más profunda sabiduría ancestral.
Sin duda, el Gran Omó Saché era cubano. Pero su antepasado parecía ser una morsa, un cachalote, pues el hombre, tal vez porque le costaba trabajo desplazarse, cantaba sentado. “Hace más honda mi pena. Con tu viruta sentimental vas enredando mi viejo mal, un viejo mal que me ha dejado enamorado.” No pudo cerrar la boca por la gran cantidad de resoplidos que salía de su pecho. ¿Cuánto tardaría en recuperarse? Quién sabe, nadaba en su propio mar de sudor. La camisa, de colorines, pegada a su masa temblorosa.
Vi una mujer que salía del público. De edad imprecisa, tetas que sobresalían paradísimas, de una redondez compacta y tiesa, seguramente implantes. Movía las manos como formando abaniquitos en el aire. El pelo era rubio platinado, pero su cara era difícil de definir en las penumbras, entre el humo de los muchos cigarros. Subió trastabillando los escalones, tropezó con un cable, echó un gritito cascado y ridículo, propio de una garganta envejecida en la añoranza de glorias y lujos ya lejanos.
Un saxofonista la tomó de la mano, impidió la caída, y por fin la mujer llegó ante el Gran Omó Saché. Vi que se arrodillaba y extendía una especie de libretita o cuaderno muy pequeño y una pluma. No sé por qué, pero imaginé aquellos artilugios de color rosa y con dibujitos de corazones con flechas y cupidos algo lisiados. Omó Saché parecía no reparar en su presencia, continuaba con la cabeza baja, chorreando sudor. Hombre probablemente de origen humilde, quizás cantaba tangos para ganarse la comida, por lo que no estaría acostumbrado a tales zalamerías. Pero finalmente la platinada logró sacarlo de su mutismo, y la mano gigantesca garabateó en el minúsculo papel. Luego la señora le entregó algo, tal vez una tarjeta de presentación, y bajó, entre tropezones, los escalones del proscenio.
Omó Saché parecía no reparar en su presencia, continuaba con la cabeza baja, chorreando sudor. Hombre probablemente de origen humilde, quizás cantaba tangos para ganarse la comida, por lo que no estaría acostumbrado a tales zalamerías. Pero finalmente la platinada logró sacarlo de su mutismo, y la mano gigantesca garabateó en el minúsculo papel.
El Gran Omó Saché continuó inmóvil. Callado. Me pareció hombre de pocas palabras. Seguramente ésa fue la causa por la cual decidí acercarme, pues comúnmente no intentaba relacionarme con compatriotas. Sería lo de siempre, las quejas contra el exilio, y los recuerdos de una Cuba, que como diría Guillermo Cabrera Infante, estaba sólo en los recuerdos y los sueños, sin una existencia real. Sin embargo, Omó transpiraba otra esencia. ¿Sería cubano? ¿O era sólo una suposición mía? No lo sabía aún, pero debajo de su aspecto de mulato humilde había una profundidad atrayente, que acaso ni él mismo sospechaba.
Fue así como me acerqué y le hablé. Lentamente volvió su cabeza, se removieron sus múltiples collares, y contestó con una voz habanera, muy gutural y gangosa: “¿Qué volá, acere?”Recordé las calles de Centro Habana, los solares, las cuarterías donde vivían hacinadas las familias. Lugares donde el sexo era lo más natural, y cualquier oportunidad de acoplamiento terminaba en recámaras de paredes derruidas. Muros de piedra o de viejos ladrillos, construidos por los mismos españoles que hicieron las fortalezas del puerto contra los piratas.
Aquella voz habanera juntaba en sí misma el vaho de los corsarios de siglos anteriores y la imagen del Gran Changó, dios de la guerra y de la seducción, cuyo nombre era enormemente adorado en la isla. Todo eso, unido a suspiros de vivos y de muertos, de dioses… eso, y otros misterios exhalaban del Gran Omó Saché, cuyos ojos intensamente azules rutilaban en la piel morena como estrellas de mar en un cachalote esquizofrénico y perdido en el océano.
El Gran Omó, con su voz gangosa, dijo alegrarse de que yo fuera su compatriota y me invitó a unos tragos en su casa. Acepté, ya quedaba poco de la noche, no creí que me saliera algún reportaje, y nos fuimos. Canturreaba él mientras caminaba: “Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos, hondas horas de dolor”. Y la profundidad nacía, espontánea, de su ingente carne, pero era imposible adivinar que había allí.
Caminamos varias cuadras de la colonia Juárez, entre las casas porfirianas que aún quedan, recordando, los dos, seguro, pero sin decírnoslo, al Vedado, que sería la parte de La Habana más parecida a las manías francesas de don Porfirio Díaz. Por fin llegamos a una gran fachada semiderruida. Tenía varias puertas, algunas clausuradas y sin uso. Todas, con cornisas arriba. En las molduras nacían hierbas y arbustos.
El Gran Omó accionó unas llaves viejas y grandes. Se oyó rechinar de fierros, de óxido, y un vaho de vejez nos saltó a la cara. Seguí su cuerpo enorme que resoplaba. Una gran oscuridad nos rodeaba. Sólo sentía aquella gran ballena tragando y exhalando la oscuridad. Su aceite expandido en un espacio que no se podía medir. Avanzaba lento, tropezando con trastes que sonaban desde otra edad. Después de un tiempo, quizás un minuto o tal vez media hora, vi su silueta recortada contra un resplandor amarillo. Lo rodeé, tan gordo era, y me di cuenta de que en sus manos había una vela. Remarcaba los rasgos de su cara, chatos, redondeados, hieráticos entre sombras y luces.
Allí empezaba un mundo de dioses. En el piso había gotas de sangre rodeando sus ídolos. El enigmático Elegguá: una piedra redondeada, con ojitos, boca y un moñito en la cabeza. A él le rendían pleitesía todos los santeros. Más allá estaba el caldero de Oggun, también manchado con la sangre de las ofrendas. Luego la doble hacha de Changó, dios de la guerra y de la seducción. Al final de un pasillo, la bella Ochún, sincretismo de la diosa del amor y la belleza femeninas, y la Virgen de la Caridad del Cobre.
Además de dioses, aquella vela que portaba Omó Saché sacaba de la oscuridad muchas otras cosas. Muñecas colgadas en las paredes con rostros sucios y ojos verdes que miraban sin ver. Cuerdas, cadenas herrumbrosas, herraduras de caballos, tridentes, cacharros. Un universo incomprensible, lleno de aquella densidad que parecía salir de la piel del Gran Omó y contagiar las cosas con su enormidad.
En el piso había gotas de sangre rodeando sus ídolos. El enigmático Elegguá: una piedra redondeada, con ojitos, boca y un moñito en la cabeza. A él le rendían pleitesía todos los santeros. Más allá estaba el caldero de Oggun, también manchado con la sangre de las ofrendas. Luego la doble hacha de Changó, dios de la guerra y de la seducción. Al final de un pasillo, la bella Ochún, sincretismo de la diosa del amor y la belleza femeninas.
Al final del pasillo había una butaca vieja, acolchonada, enorme, y allí se sentó el mulato. “Yo soy sacerdote”, dijo. “Soy un babalawo de la religión yoruba”, dijo, quizás a modo de presentación. Pero no siguió hablando. Se durmió y sus ronquidos estremecían la casa. Era un sueño pesado, seguramente largo, y ya de regreso en mi departamento recordé, una y otra vez, la profusión interminable de su morada. Como si él fuera el centro de un cofre que se expandía en hallazgos al igual que la cueva de Alí Babá. En contraste, mi casa era de una frialdad y un minimalismo que conducían al vacío. A la no fe. A descreer de todos los dioses. De cualquier esencia. Y en últimas instancias, a negar el ser. Eran paredes blancas y limpias, donde a veces la vista encontraba fotografías de desiertos o de mares solitarios.
Desde las alturas de mi departamento miraba la ciudad y sus luces impersonales. Pensaba a menudo en el Gran Omó Saché. Pasaron dos semanas y volví a tener una noche tranquila. Sólo me salió un reportaje. Una banda que se disfrazaba de payasos. Hacían malabares y chistes en los cruces de las avenidas, luego se acercaban a los automovilistas que no sospechaban la trampa. Cuando estaban junto a la ventanilla, en lugar de extender una mano por una moneda, extendían una pistola, y se llevaban el coche entre risotadas y bromas. Con tan mala suerte que en una ocasión le apuntaron a un comandante de la policía que iba vestido de civil en su carro particular, armado y escoltado. El viejo gendarme sacó una ametralladora y le voló los sesos a dos payasos. Las narices rojas cayeron al suelo junto con el reguero de sesos. Los otros cuatro arlequines fueron capturados. Los payasos delincuentes antes habían sido choferes de microbuses. Tomé las imágenes y los datos y me fui. La noche siguió tranquila, y como a las dos de la madrugada me dirigí al antro en el que cantaba el Gran Omó Saché.
Me recibió el calor aceitoso, la mezcla de perfumes baratos con el humo de los cigarros, los rostros de aquellas mujeres humildes ajados por la desgracia. Esas damas que eran sus fanáticas y que ahora escuchaban embelesadas otro tango. “Vieja calle de mi barrio, donde he dado el primer paso, vuelvo a vos, gastado el mazo, es inútil barajar con una llaga en el pecho”. Y las mujeres lo interrumpían con aplausos discordantes, y voces, “Te amamos, Gran Omó Saché, te amamos”, y él saludaba lento con una mano, y entonaba otra vez. “Sé del beso que se compra, sé del beso que se da, del amigo que es amigo siempre y cuando se convenga”. Y entonces lo interrumpían los aplausos de los hombres. Camioneros, vendedores ambulantes, malabaristas de las esquinas, que habían ido a gastarse sus pocos pesos escuchando aquel dolor que representaba el suyo.
Volvía a agradecer con la mano Omó Saché, y repasaba las primeras sílabas del tango “Vieja calle de mi barrio, donde he dado el primer paso”. Y entonces pensé que de todos los presentes yo era el único que podía compartir con él las calles olvidadas que le vendrían a la mente. Eran vías llenas de baches, que salían a un malecón recién amanecido, húmedo, con alguna fonda sucia y vieja, junto al mar, antiguo tugurio de pescadores, que sólo ofrecía café con leche y pan con mantequilla. En un lugar así, hace muchos años, había desayunado yo con varios amigos después que habíamos pasado toda la noche despiertos en una tertulia literaria en la casa de Johnny, el nieto del general Juan Gualberto Gómez, que ofrecía sus jardines a los jóvenes escritores disidentes del socialismo.
Esa imagen de barrio era quizá la que también venía a la mente del Gran Omó Saché, mientras seguía masticando sílaba por sílaba: “La vez que quise ser bueno, en la cara se me rieron, cuando grité una injusticia la fuerza me hizo callar”. Y esta vez no paró por los aplausos, sino porque le faltó el aire. Escuché sus resoplidos, como de un cachalote emergiendo del océano. Los chorros de sudor rodaban por su cara, y casi se hubiera podido oír el plas plas del aceite bañando el suelo. Pero no se escuchaba ese ruido, ese plas, plas, porque la vieja platinada de la vez anterior aplaudía con todo lo que daban sus manos flacas y huesudas, y gritaba unos “bravos” destemplados que asombraban al auditorio, que admiraban todo lo relativo a Omó Saché, excepto sus resoplidos.
Me dio un mal presentimiento, como si un gran elefante bueno estuviese a punto de ser mordido por un gusano blanco, sin sangre, ponzoñoso. Me acerqué al cantante. Cerca ya de la vieja, olfateé su perfume caro mezclado con sudor rancio. Gastaba mucho en aromas, pero no se bañaba. Se repuso el Gran Omó, volvieron a rodar las melancolías desde sus labios gruesos: “Y si la murga se ríe, uno se debe de reír, no pensar ni equivocado”. Y fue arrastrando la letra, hasta entre resoplidos y lágrimas, terminar, y quedarse en aquel mutismo, esa inmovilidad, que ya había observado yo antes.
Entonces la vieja con tetas y nalgas de plástico saltó al escenario a gritarle delante sus destemplados “bravos”. Mucho tiempo tardó el cantante en girar su cabeza, pues ésta era redonda y grande, y se movía muy lento, como si el cuello estuviera en el centro de la gran esfera universal, a donde los acontecimientos de la periferia llegan con extrema pasividad y lentitud.
No sé qué intercambiaron los ojos intensamente azules del Gran Omó Saché con las pupilas turbias de la vieja escandalosa, pero al cabo de un rato, o quizás de un segundo, escuché que ella le decía: “Quiero conocerlo, conocerlo a fondo, conversar con usted, lo admiro, lo admiro, Omó”.En ese momento sentí un escalofrío en el estómago. Como si estuviera viendo una película en la que una bruja se inclina sobre la cuna de un niño. El Gran Omó la miraba, y vi que asentía con la cabeza. Cantó otro tango más, tuvo ese largo momento de recuperación que observé la vez anterior. Y luego se incorporó pesadamente. La mujer lo tomó del brazo para ayudarlo. Volvió a mi mente la película imaginaria: la bruja se acercaba al niño, lo engañaba con dulces, lo tomaba de la mano para cruzarle una calle, y después destrozarlo. ¿Y a mi qué me importaba si destrozaban al Gran Omó Saché?, me dije de pronto. Después de tantos años de soledad, sin ejercitar mis sentimientos, de meses en que la única mujer era una prostituta alquilada, de horas y horas, de minutos multiplicados por un millón sin ver el sol, ¿qué rayos podía importarte el Gran Omó Saché?, me pregunté con rabia hacia mí mismo. ¿Qué me unía a él? ¿Acaso no me había jurado no sólo abandonar el mundo de la luz, sino también el de los afectos? ¿Sería porque el Gran Omó era cubano como yo? No sé, no creo, pues nunca me acercaba yo a compatriotas. Para mí era sensiblería barata la patria. Quizás, me dije, me cae mal esa vieja de tetas de plástico, esa falsedad ambulante. Y entonces, al dirigir la ebullición que sentía en la sangre contra aquella arpía cloqueante, me sentí mejor.
Ella y el Gran Omó Saché caminaban por el pasillo hacia la salida. Los seguí. Nos aprisionaba el humo de los cigarros, nicotina y marihuana mezclados. El aire de la noche fue un alivio. Entonces escuché una conversación llena de lugares comunes. “¿Cómo es posible que una estrella como usted cante en este tugurio? Merece algo mejor. Yo tengo muchas relaciones, trataré de ayudarlo”. La mujer intentaba imprimir a su voz gran entusiasmo, pero algo la traicionaba. Algo decía que debajo de ese acaloramiento no había una felicidad real. Sobre todo el tono, trataba de ser muy aniñado en una señora que tendría por lo menos sesenta años. Y además, tamaña estupidez… ¿quién le decía a ella que el Gran Omó Saché no era feliz en aquel humilde escenario? Él no conocía otra cosa. Y si no era feliz, en todo caso, ¿por qué imaginaba la vieja que era ella la idónea para ayudarlo? Me acerqué y saludé con un seco “Hola”. Omó pareció alegrarse al verme y me presentó como su amigo periodista. La señora hizo un gesto zalamero, como si imitara las caritas de Marilyn Monroe, y dijo llamarse Urbeka Larrú. Nombre desagradable, sonaba a graznido de urraca, pero le venía muy bien. No tenía ninguna causa lógica, pero no quise decir mi nombre, y me presenté con mi clave: Drakus. “Típico de periodistas”, graznó Urbeka, queriendo congraciarse conmigo. “Yo soy psicoanalista, pero escribía para El Universal, y muchos en ese periódico tenían clave”. Quizás esperaba una respuesta amable de mi parte, pero me mantuve callado. Ninguno de los tres volvió a hablar.
Caminábamos rumbo a casa de Omó Saché, o más bien lo seguíamos, pues él no había invitado a ninguno de los dos. Andaba lento, al ritmo de su pesada respiración. Y en la densa oscuridad de la calle sólo se escuchaban sus resoplidos rebotando contra los muros. Llegamos a la puerta vieja, con figuras talladas, hollín y telarañas. Yo me quedé como a un metro de distancia. Mientras la llave giraba oí a Urbeka chillar: «Ay, ¿puedo entrar? No le quito más de diez minutos”. No sé si él dijo que no o que sí, pero ella se metió. Yo estaba como petrificado, no los seguí. Sentí el portazo en la cara. Solo, en medio de la noche, sentía un gran desamparo. Una sensación de vacío poco acostumbrada, semejante al hueco de los adolescentes cuando una novia platónica se niega a hablarles.
Me fui a tomar unas cervezas. La espuma deshaciéndose siempre me ha llamado la atención como la total falta de significación. El café me trae recuerdos, el humo de las pipas remembranzas y conexiones literarias, pero la espuma de una cerveza, nada. Había visto muchas. Seguí viéndolas cada noche, pasaron los calendarios, no sé cuantos, y volví a la casa de Omó Saché a la hora en que solía llegar del escenario. Al verme me invitó a pasar. No hablamos mientras caminábamos por aquel pasillo sólo alumbrado con velas.
Vi las grandes hachas de madera del dios Changó untadas de sangre. Olía a muerte. Al final del pasillo abrió otra puerta. Ahí no había luz, sino una oscuridad densa. Tropezaba con trastes cada segundo. Parecían sillas rotas. Cadenas. Cajas llenas de libros. Herraduras de caballo. Esculturas, no se de qué tipo, pero sentía sus miradas. Y tuve la sensación de ir cayendo en otro mundo. En un pozo en cuyo fondo sólo había gritos de África. Figuras negras y susurrantes. Entonces escuché una queja, leve al principio, después se fue haciendo más fuerte. Era como el llanto de un niño. “¿Qué es eso, Omó?”, le pregunté. No obtuve ninguna respuesta. ¿Estaba solo yo? ¿En que momento me habría abandonado el tanguero? Aquella oscuridad parecía infinita. Pensé que él mundo era sólo las cadenas con las que tropezaba. Que cada día, cada minuto, estaría caminando ante aquella sensación de ser mirado sin percibir nunca esos ojos ocultos en la oscuridad. Pero no fue así, lejos, o quizás muy cerca, una rendija de luz se abría. La figura gorda de mi guía salió por allí y yo me precipité a la salida.
Vi las grandes hachas de madera del dios Changó untadas de sangre. Olía a muerte. Al final del pasillo abrió otra puerta. Ahí no había luz, sino una oscuridad densa. Tropezaba con trastes cada segundo. Parecían sillas rotas. Cadenas. Cajas llenas de libros. Herraduras de caballo. Esculturas, no se de qué tipo, pero sentía sus miradas. Y tuve la sensación de ir cayendo en otro mundo. En un pozo en cuyo fondo sólo había gritos de África.
Estábamos en un pequeño patio con piso de mosaicos amarillos y antiguos. Un foco eléctrico nos iluminaba. Era la primera señal de tecnología en aquella casa. El Gran Omó Saché giró su gran cabeza y sus ojos azules se clavaron en mí. “Tengo que hacer un sacrificio a los dioses, pero necesito un ayudante. Tú serás mi ayudante”. Hubiera querido decir no, pero era tan sólida su figura y tan penetrante la mirada, que no abrí la boca. En aquel patio había una jaula con un búho que nos miraba atento. Una gran serpiente se desplazaba en una esquina. En una maceta, junto a la planta de grandes hojas, estaba clavado un bastón con muchas señales y signos esotéricos. Una alacena tenía toda clase de cuchillos y machetes. En la otra esquina estaba el bulto del que salían los quejidos que escuché en el pasillo. Algo vivo se agitaba dentro. El Gran Omó Saché lo puso en el centro. Me dijo: “Tú sólo seguirás instrucciones. Quédate tranquilo frente a mí”. Entonces tomó el bastón y empezó a golpear con él la tierra de manera rítmica, acompañando sus movimientos con un cántico en yoruba, el idioma de sus lejanos ancestros africanos. El sonido me iba produciendo una especie de somnolencia, un alejamiento del mundo, estar sin estar, y los pensamientos se me iban. Escuché su voz como si llegara de muy lejos. “Pásame uno de los cuchillos”, y se lo di sin preguntar nada. “Ahora abre el costal y preséntame el cuello de la víctima a los dioses”. Lo hice, y de adentro salió un chivo pequeño, de color canela, dando berridos. “¡Atrápalo y acércamelo!”, gritó Omó Saché.
Incapaz de otra cosa, obedecí. El Gran Omó Saché empezó a cantarle al animal no un tango, sino una canción ritual y monótona. Era como escuchar el ronroneo de un león hablando con la presa. Poco a poco se calmaba el chivo. Entonces el sacerdote cogió el cuchillo y lo degolló. Luego Omó Saché hizo una ceremonia en la cual ofrendó las diferentes partes del animal a diferentes dioses. Al final el sacerdote se durmió en aquel patio, y sus ronquidos hicieron temblar toda la casa.
Tal vez ayudé al Gran Omó Saché en aquellos sacrificios cuatro o cinco veces. Me transportaba a un mundo mental extraño. Era como si yo fuera otro, como si estuviera en un balcón mirándome a mí mismo, y ése que asistía al sacerdote era alguien sin sentimientos, dirigido por una fuerza desconocida. Cuando terminaba el ritual, poco a poco volvía a mis sensaciones de siempre. Era cuando el cantante me explicaba algo de lo que hacía. Mandaba mensajes a los dioses por medio de los animales. En la canción le confiaba sus secretos, sus problemas, y así, junto al espíritu del sacrificado, llegaban a la deidad, la cual se encargaba de resolverlos.
Omó tendría unos cincuenta años. En su juventud había sido soldado en África, cuando las guerras cubanas en Etiopía y Angola. Y colegí que no siempre habría sido tan gordo. Que tal vez tuvo una vida normal en Cuba. Esposa, hijos… Ahora era esa gran masa de misterio, tan inescrutable como la ballena Moby Dick. Sin embargo, como monstruo marino había logrado una vida en ese océano llamado La Caverna: abismo de lágrimas, de nostalgias, de vidas perdidas, de desgracias, de gente sin esperanza. Allí lo querían, allí había logrado ser feliz por momentos.
En las últimas semanas lo empecé a notar muy nervioso, olvidaba letras de los tangos, no dormía bien, y empecé a insistirle, a preguntarle, hasta que me dijo que había tenido sesiones de psicoanálisis con Urbeka. Le dije que desistiera. Que ella no me parecía profesional, tan sólo una burguesa fracasada que necesitaba oír, de si misma, o de los otros, palabras de aliento. Sobre todo frases que la colocaran como una mujer con preocupación social por los más jodidos. “Quién sabe que culpas tiene que lavar”, le dije a Omó. Estábamos en el pequeño bar de La Caverna, tomando un ron con cola, y él, medio borracho, me dijo: “Soy hijo de una negra y un irlandés, pero mi padre me quería matar, llevó a mi madre a abortar a la fuerza, ella tuvo que escapar corriendo”. Traté de consolarlo. Le dije que todos teníamos historias malas en la vida, pero que nos compensábamos con otras cosas que nos sucedían. “A ti el público te quiere mucho, debes dejar de ver a esa Urbeka, es una estafadora”. “No lo sé, pero a ella le estoy contando todo. Dice que estoy tan gordo porque tapo mis traumas con grasa, que he tapado con grasa el desamor de mi padre, lo que vi en las guerras de África, y muchas cosas más”. Entonces me alarmé, la vieja urraca estaba conduciendo al Gran Omó Saché a una crisis. “Ella es la que más sabe de mí, en ella he puesto todos mis problemas, o casi todos”. No le dije nada a Omó, pero me fui a dormir algo angustiado. Él era la única persona con la cual yo tenía una amistad, o algo parecido a una amistad. Pero mientras cerraba las ventanas de mi cuarto para que no entrara la luz del día pensé que era inútil preocuparme. Por mucho que uno quisiera variar los acontecimientos, éstos siempre ocurrían según su propia ley natural. De todas maneras me parecía que el Gran Omó Saché estaba en un peligro mayor que el de las guerras de África. Esa mujer, Urbeka, era un híbrido de sanguijuela y escorpión. Su peligrosidad radicaba en su debilidad. Denotaba grandes frustraciones que no quería asumir. Mucho sufrimiento cubierto con cirugías estéticas, nalgas postizas, tetas falsas y una sonrisa copiada de las portadas de las revistas. Y ahora, para no ver su amargura interior, tenía que asumir el papel de mecenas de un pobre mulato del Caribe. Su afán de salvar al Gran Omó podía llevarlo a una crisis. ¿Para qué? Para ella comprobar que a pesar de ser una puta camuflada, vedette sin público y decadente, a pesar de eso, aún podía mover emociones y sentimientos. ¿Qué haría el Gran Omó en crisis? ¿Fuera de su mundo de dioses africanos? ¿Qué haría si se viera obligado a mirar a lo más oscuro y terrible de su ser? No lo supe, y quizás no lo sabría nunca, pero empecé a ir con mayor frecuencia a La Caverna. Ya no me acercaba a saludar al cantante, permanecía en una esquina, casi en la total oscuridad, espiándolo. Sus tangos eran tan melancólicos, desgarradores y extraños como siempre, con aquella gangosidad aguardentosa de garganta de negro, que hechizaba a su público con aquella manera lenta con que decía el tango “Ladrillo”. “Allá en la penitenciaria, Ladrillo llora su pena, cumpliendo injusta condena, aunque mató en buena ley”. Y ese mató en buena ley lo repitió unas cinco o seis veces, casi desfigurando la canción. No parecía el modo de cantar de siempre. Había mayor dolor. Unos sollozos interrumpían de vez en cuando la letra. ¿Lloraba el Gran Omó? Sí, al parecer sí. “Los jueces lo condenaron sin comprender que Ladrillo fue siempre bueno y sencillo, trabajador como un buey”, entonaba entre lágrimas el Gran Omó. La ballena nostálgica arrancó grandes aplausos. Veían su tristeza como parte del espectáculo. Es muy difícil para la gente empatizar con el dolor de alguien deforme, y el Gran Omó, por su gordura, lo era.
Sus tangos eran tan melancólicos, desgarradores y extraños como siempre, con aquella gangosidad aguardentosa de garganta de negro, que hechizaba a su público con aquella manera lenta con que decía el tango “Ladrillo”. “Allá en la penitenciaria, Ladrillo llora su pena, cumpliendo injusta condena, aunque mató en buena ley”. Y ese mató en buena ley lo repitió unas cinco o seis veces, casi desfigurando la canción.
El mulato continuaba su llanto. Hizo una pausa antes de seguir cantando. Y en ese momento vi la cabeza amarilla de Urbeka Larrú, que se aproximaba al escenario. Empezaba a dar brincos y a chillar como una loca “¡Bravo, bravo, bravo!” El Gran Omó, por primera vez en toda su historia de cantante, se puso en pie. Era un rascacielos contra las luces. El público empezó a aplaudir y a gritar. Tras una pausa Omó volvió a entonar. “Ladrillo está en la cárcel, el barrio lo extraña, sus dulces serenatas ya no se oyen más”. Urbeka seguía graznando enloquecida. “¡Bravo, bravo, por fin te pusiste en pie, venciste el trauma de la gordura!” El Gran Omó Saché le hizo un gesto con la mano. La urraca, con pasos torpes, subió al escenario. Allí le lanzaba besitos al cantante. Omó continuaba. “Los chicos ya no tienen su amigo querido, que siempre moneditas les daba al pasar”. La gente chillaba, casi se revolcaban. Era la noche de mayor éxito para el mulato. Urbeka empezó a danzar con sus patas flacas y gritaba. “¡Ése es mi paciente, soy su psicoanalista y admiradora, pronto estará en las más grandes cadenas de televisión, yo, yo lo haré, yo lo haré!” El Gran Omó Saché le hizo un gesto al público, era un gesto de despedida con su mano. Volvió a trovar. “Los jueves y domingos se ve a una viejita, llevando un paquetito al que preso está”. La gente coreaba enloquecida otra: ¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!, pero el Gran Omó repitió aquel gesto con la mano, una despedida que su mano dibujaba en el aire denso, y bajó los escalones seguido de Urbeka Larrú.
Los seguí en la penumbra, y luego en la calle, guardando al menos unos cincuenta metros de distancia. Entraron a la casa de Omó. Esperé una hora. Sudaba gotas frías, gruesas, que caían sobre el asfalto. Pasó otra hora y Urbeka no salía. Entonces toqué a la puerta. Primero quedo, luego verdaderos aldabonazos, casi explosiones. Gritaba su nombre: “Omó, Omó Saché, ábreme, soy Drakus, tu amigo reportero”. Por fin abrió la puerta. Llevaba en su mano un farol como el de los ferrocarrileros. Empecé a balbucear alguna justificación para tocar a su puerta sin haber sido invitado, pero él me interrumpió. “Pasa, llegaste en el momento justo. Necesito tu ayuda en un ritual. Ya aprendiste. Sabes todo. Quizás un día tú mismo te conviertas en Babalawo!” No le respondí nada. Otra vez lo seguí a través de los pasillos oscuros y laberínticos de su casa.
Escuchaba yo en cada esquina, en cada rincón del aire y de las piedras, el sonido de los tambores afrocubanos, tan conocidos por mi desde aquella noche cuando era un estudiante universitario que se fue de La Habana y vino a caer en un Toque de Santo en la Ciudad de Matanzas, donde negros y mulatos danzaban al compás de aquella música, toque, tambores y cantos que hipnotizaban. Pero esos tambores actuales… ¿eran una grabación? En caso de serlo estaba el sonido muy bien distribuido. La acústica era perfecta. Parecían que estaban al lado de uno. O a veces… a veces eran muy lejanos y mezclados con el ruido del viento. ¿Y si en algún lugar de esa enorme casa porfiriana había unos tambores reales, tocados por seres humanos. Iba a indagar con Omó, pero me salió otra pregunta. “¿Y tú psicoanalista? ¿Ya se fue esa tal Urbeka?” No me respondió, imaginé sus ojos azules descifrando la penumbra, buscando un camino.
Por fin, tras bajar y subir escaleras, abrir y cerrar puertas llenas de telarañas y olor a moho, llegamos a aquel patio donde siempre ayudé al Gran Omó a hacer sus sacrificios. “¿Y tú psicoanalista?”, le volví preguntar. “En ella he puesto todos mis problemas, todas mis angustias, todo lo que los dioses deberían de saber, y nunca se los he podido hacer saber”, contestó Omó. “Sí, pero lo que yo quiero saber es dónde está”. No respondió a mi pregunta, pero me dio una orden. “Tómate esto”. Era una pequeña botella verde, en forma de ánfora griega. “¿Qué es?, le pregunté. “¿No confías en mí? Tómatelo, es parte del ritual de hoy. Yo también lo tomaré”. Y lo tomé, era muy amargo, y pronto empecé a sentir una especie de embriaguez. Él también lo tomó. “Todo como siempre, buscas a la víctima, me la pasas, yo la mato, y me ayudas a distribuir las partes”. “¿Y esos tambores, están aquí, en vivo? ¿Dónde escondiste a los tocadores de tambor? Yo los siento como si vinieran de debajo de la tierra, de algún sótano. O se trata de una grabación?” El Gran Omó Saché hizo un gesto de fastidio, como si le molestaran mis preguntas. Entendí que no me diría nada. Fui a la trastienda. Allí estaba, como siempre, el costal cerrado que contenía a la víctima. Lo arrastré. Esta vez se movía con frenesí. Por fin, lleno de sudor, temblando por el esfuerzo, lo puse delante del sacerdote. La cabeza me daba vueltas. La sustancia me había embriagado. Apenas oí cuando el Gran Omó me pedía que le pasara el cuchillo de los sacrificios. Después todo fue neblina en mi cerebro.
Desperté con dolor de cabeza. Estaba en una sala alumbrada por candelabros y llena de ídolos africanos. Al principio me resultó un mundo desconocido, y me pregunté si me habrían secuestrado. Pero escuché la risa de Omó Saché, y recordé que lo había seguido hasta su casa. Me levanté dando traspiés, con la mente muy confundida. Miré el reloj, ya estaba muy próximo el amanecer. Le dije cualquier cosa y me fui. Momentos antes de acostarme recordé que mi objetivo era preguntarle qué fue de Urbeka Larrú, pero él nunca me dijo. Yo tenía mucho sueño para conjeturar causas, y me dormí.
Pasaron algunas noches, tal vez tres o cuatro, sin que tuviera noticia de Omó Saché ni de su psicoanalista llena de prótesis. Escribí notas baratas, hechos sin importancia. Un hombre baleado en un cajero automático. Una sordomuda violada. (Los judiciales, a escondidas, intentaban imitar los bufidos de la víctima.) Una banda de travestis que seducían a los hombres y luego los asaltaban, les decían “Los mujercitos violetas”. En fin, nada importante como para ganarme la portada del periódico. Así llegó la quinta noche. Estaba en una cantina de la calle Bolívar, de esas antiguas, como las que visitaba Pedro Infante en sus películas, con unos hombres más que machos, remachos, bebiendo cerveza. Las paredes llenas de fotos de María Félix y Lupe Vélez. La Diosa Arrodillada. Doña Bárbara. A mi lado estaba Aarón Menachin, el reportero judío, leyendo la Torá en hebreo. Esperábamos a que cayera alguna noticia, pero ya eran las dos de la madrugada y la ciudad estaba en calma. “Sal y róbate algo, anda”, le dije a Ojo Feroz, cuyo único lóbulo amarillo, era tuerto, bailoteaba de un lado para otro, mientras aplicaba sus orejas al radiotransmisor con el que robaba la señal de la policía. “Cállate”, dijo, “cállate, algo está saliendo”, y con su mano dibujaba el aire, como si el movimiento pudiera acallar la lejana música de los organillos.
Escribí notas baratas, hechos sin importancia. Un hombre baleado en un cajero automático. Una sordomuda violada. (Los judiciales, a escondidas, intentaban imitar los bufidos de la víctima.) Una banda de travestis que seducían a los hombres y luego los asaltaban, les decían “Los mujercitos violetas”.
Dejé de hablar. Subió el humo del cigarrillo de Menachin. Musitaba la Torá. Ojo Feroz le subió al radio. Escuché la voz vulgar de los policías. En algún momento mencionaron la palabra “decapitación”, o “decapitada”, “cabeza femenina”. “¡Ya salió la nota!”, gritó el radioperador. “¡Vamonos! Una cabeza en pleno centro de la ciudad, en el cruce de Reforma e Insurgentes!” Nos fuimos en dos motos. En menos de cinco minutos llegamos al lugar. Decenas de patrullas, con sus luces multicolores, con sus aullidos, sus sirenas, tornaban la noche en un enorme cabaret sin bailarinas y sin canciones.
Los policías estaban en círculo. En medio había unos periódicos sanguinolentos. Me acerqué cámara en mano. Descubrí la cabeza. Obturé. Flashazos. Muchos. Diez, o más. Se apagó la luz, y bajo los focos de las patrullas vi la cabeza de Urbeka Larrú. Retrocedí. Bajé la cámara. Algo me decía Ojo Feroz, pero no le presté atención. Pensé que de un momento a otro aparecerían otros policías con el Gran Omó Saché detenido. Seguí retrocediendo. Poco a poco me alejé de los policías y los reporteros. En cualquier momento me llevarían a declarar sobre mis vínculos con el cantante de tango. Pasaron los minutos. Nadie se me acercaba. Volví a prestar atención. Al parecer no sabían la identidad de la cabeza. Los peritos tomaban fotos a la triste Gorgona artificial con sus cabellos teñidos de rubio duros como serpientes por los coágulos.
“Omó envió el mensaje a los dioses, el máximo mensaje en ella”, pensé. Y luego el susto me paralizó. Tal vez yo le había ayudado en el sacrificio. El costal pesaba mucho más que las otras veces. Aquel brebaje asqueroso que me hizo beber me impidió ver, seguramente, que se trataba de Urbeka.
¿Qué hacer? Hacer el reportaje, en primer lugar, de aquella cabeza. Yo vivía de eso. Un hombre solitario y sin familia no puede tener el lujo de los sentimientos. Escribir, ganar dinero, pero sin mencionar que se trataba de la cabeza de Urbeka. Hacer como si yo no supiera nada. Volví a acercarme al área. Hice lo de siempre, preguntar a la policía cómo lo habían descubierto. Me dijeron que unos niños callejeros que jugaban futbol a esa hora de la noche fueron los primeros en darse cuenta, aunque se tuvieron que disputar el paquete con unos perros hambrientos. Tal vez por eso le faltaba un pedazo de nariz a Urbeka. Bueno, más o menos suficiente material para escribir.
Se llevaron la cabeza al Ministerio Público, en espera de que algún testigo la identificara. Fue fotografiada y salió en la portada de la mayoría de los periódicos. Urbeka siempre quiso la publicidad, hacerse notar. Ahora su faz sangrante se difundía como si fuera una estrella de cine, mas nadie sabía su nombre. Ese anonimato visible hubiera torturado el ego de la psicoanalista si hubiera podido enterarse.
La noche siguiente encontraron los restos del cadáver de Urbeka distribuidos al norte, sur, este y oeste del lugar donde habían hallado su cabeza. Ya no me cupo la menor duda. El Gran Omó Saché la había sacrificado. Esa forma de colocar a la víctima era muy de él. El hecho de que los restos no estuvieran en estado de putrefacción me convenció de que, contra lo que yo creía, no participé en el asesinato de Urbeka, pues ya hacía cinco o seis días que había fungido como acólito del sacerdote yoruba. Y entonces, más tranquilo, pensé en una mejor salida. La tentación de una gran crónica. Sólo yo sabía la verdad. Podía dar la indicación a la policía. Que capturaran al Gran Omó Saché, y publicar toda la historia. Sólo yo. Sólo yo la tenía.
El Gran Omó Saché la había sacrificado. Esa forma de colocar a la víctima era muy de él. El hecho de que los restos no estuvieran en estado de putrefacción me convenció de que, contra lo que yo creía, no participé en el asesinato de Urbeka, pues ya hacía cinco o seis días que había fungido como acólito del sacerdote yoruba.
La noche siguiente me presenté en la oficina de uno de los comandantes de la Policía Judicial. Era un Ministerio Público del centro de la ciudad, entre los antiguos palacios de los españoles, las ruinas ocultas de los aztecas, y el barrio de las prostitutas, La Merced. Un antiguo caserón, ahora ocupado por las oficinas de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Me identifiqué como periodista y pedí hablar con el comandante que llevaba el caso de la decapitada.
Me pasaron al segundo piso. Un bello techo de vigas y alfarjes andaluces contrastaba con todo el papeleo donde descansaba la sangre de las víctimas y la indolencia y corrupción de las autoridades. En el escritorio había un policía de rostro moreno, con el pelo casi rapado, que mascaba chicles. En una esquina una foto de un hombre de rostro macilento y nariz aguileña. Ojos que denotaban el alcohol por muchos años y una gran soledad. Un ramo de flores y una pequeña estatua de la Santa Muerte estaban bajo el cuadro. Supuse que era algún judicial muerto, y por hacer conversación pregunté si lo habían matado los delincuentes. Pero el policía me dijo que no, que estaba en su casa y se metió un tiro en la cabeza. Dije alguna vaga disculpa y no hablé más. No era la primera vez que en una comandancia de la Policía Judicial veía la foto de un suicida. Hombres que cada día estaban entre la muerte y la falta de moral, la falta de sentido de la vida… No era raro que sólo vieran la salida en un balazo en la cabeza.
No hablé más. De afuera llegaban quejidos leves, gritos arrastrados por el viento. Me pasaron, por fin, con el comandante, quien tenía un nombre tan común que no puedo recordarlo. Era una especie de seductor de barrio, pachuco, con patillas largas y olor a perfume barato, Siete Machos o algo parecido. Fue muy zalamero conmigo, siempre son así los policías con los periodistas, es una manera de protegerse de un escrito que los hunda. Yo también me mostré cortés, y le dije parte de la verdad. No el nombre de Urbeka, sino que aquella cabeza decapitada yo la había visto en el bar La Caverna, donde cantaba un mulato gordo, de ojos azules, al que llamaban el Gran Omó Saché.
El comandante agradeció mi información con una invitación a putas, pero me negué, porque mis placeres siempre los he conquistado yo. No era exceso de moral, sino un sentido del goce que incluía la seducción. Y así, pensando en esto, en mis teorías sobre las mujeres, me marché, precisamente a La Caverna, a escuchar los cantos melancólicos del Gran Omó Saché.
Esta vez me senté casi escondido. No tanto para no tener cerca las bocinas, sino porque sentía culpa. En algún momento me había sentido amigo del cantante. Y ahora había puesto a la policía tras su rastro. El Gran Omó, contrario a sus costumbres, estaba de pie. La luz roja y azul le pegaba en la cara. Grandes gotas de sudor rodaban por aquella mole. Como siempre, daba la impresión de que su volumen restaba masa a todo lo que le circundaba. Entonces, cuando las miradas caían, irremisiblemente, en él, sacó dos boleadoras e hizo un gesto como de reto. ¿Se atreverá a hacer todas las acrobacias de las boleadoras?, me pregunté. Su gordura seguramente se lo impediría. Pero me equivocaba. Vi que los artilugios empezaban a girar alrededor de él a una velocidad inaudita. La escasa luz me impedía distinguir sus manos. Daba la sensación que las boleadoras giraban como planetas alrededor de un sol sudoroso y cansado.
En ese momento entraron cinco o seis policías judiciales. La mayoría de la gente lo notó y empezó a dispersarse. El lugar quedó prácticamente solo. Entonces me sentí muy triste. No tanto por haber delatado al cantante, sino porque era tan gordo que ni siquiera podría escapar. Imaginé que se bajaría y daría, balbuceante, alguna disculpa para que no lo aprehendieran, pero que irremediablemente iría a la cárcel.
Ese momento se dilataba mucho. El Gran Omó Saché no se inmutó, las boleadoras continuaban girando a una velocidad vertiginosa. A veces se alejaban tanto de su cuerpo que parecían suspendidas en el aire por algún hechizo. Los judiciales se sentaron a mirarlo. Supuse que practicaban ese sadismo de alargar el tiempo de captura para que la víctima padeciera minutos atroces. Ahora eran el único público del Gran Omó Saché, quien, sin dejar de mover las boleadoras empezó a cantar con su voz gangosa y ronca el tango “Como dos extraños”. Giraba, como un derviche, como un místico que se encuentra en el centro del mundo, y lanzaba su voz contra las cuatro esquinas, contra todos los puntos de La Caverna. “Y ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños”. Esa parte me estremeció. Supuse que me había descubierto, aunque yo estaba al fondo, oculto por una total oscuridad. A qué otra cosa podía aludir aquella frase. Precisamente yo estaba allí, sin saludarlo, como un extraño, sin serlo. ¿O sí lo era? ¿Me había hecho extraño la traición? Ahora me daba miedo salir, enfrentarme a aquellos ojos azules. El celta irlandés viviendo dentro de la piel africana. ¿Qué mejor combinación para un brujo? Brujo atrapado. Los seis judiciales lo miraban extasiados. Ya casi terminaba el tango. Las boleadoras aminoraron su velocidad mientras el cantante decía las últimas líneas. “Qué gran error volverte a ver para llevarme destrozado el corazón.” Entonces creí que realmente traspasaba la oscuridad con sus ojos. Y me acurruqué, nervioso. ¿Cuando lo aprehendieran gritaría mi nombre? Me resigné a aguantar la vergüenza de la traición.
La canción terminó y el Gran Omó arrojó las boleadoras lejos de sí. Bajó pesadamente. Los judiciales tomaron sus manos. Tardó casi un minuto en llegar al suelo. Entonces salió torpemente por la puerta. Nunca le pusieron las esposas ni lo detuvieron. Parecían víctimas de un encanto que les impedía actuar. Oí sus últimos comentarios. Les habían gustado mucho las canciones. En ningún momento hablaron de Urbeka. Se fueron al amanecer. Ya no podía salir. El sol me provocaba pánico. Opté por esconderme entre los gruesos cortinajes. Encontré un viejo cojín y recosté mi cabeza. En el salón los empleados cerraban las puertas y se marchaban. Todo quedó en tinieblas. Me agradaba el frío del suelo contra mi cuerpo. Me sentía como una larva en su sepulcro tramando desgracias contra los demás. Era como un estado de irrealidad. Imaginé que tenía una mano cadavérica que se extendía hasta mi celular y hacía una llamada directa al comandante de la policía para delatar al Gran Omó Saché. Pero no la hice. Tenía una gran lasitud, una gran somnolencia. Me dormí, no sé cuanto tiempo. Soñé con un bosque espeso, lleno de gritos sin cuerpo, de aullidos sin lobos, en el que yo volaba entre los árboles fríos. Al despertar tomé mi celular, marqué a la Comandancia de la Policía Judicial y delaté al Gran Omó Saché. Fue una acción mecánica, sin que mediara en ella la voluntad. Y me volví a dormir. Regresé, en sueños, a aquel bosque. En un claro había unas ruinas. Volé entre ellas, y después ya no supe más.
Me despertó la música y la voz del Gran Omó Saché, cantando “Tierra florida donde mi vida terminaré, bajo tu amparo no hay desengaños”. Y entonces sentí, como un golpe, toda la amargura de traicionar a un amigo. Si acaso me había hecho participar, con algún brebaje, en el sacrificio de Urbeka… ¿qué importaba? Era una mujer despreciable. El mundo se había librado de una plaga y yo podía salvar todavía al Gran Omó Saché. Escribí un recado diciéndole que huyera sin preguntar, salté de las cortinas y se lo di. El Gran Omó lo leyó con la vista mientras seguía cantando, y cuando terminó la frase “en caravana los recuerdos pasan” bajó pesadamente del estrado, pidió una disculpa, dijo que volvía en unos minutos y desapareció para siempre entre los espesos cortinajes.
Pero sólo yo sabía de su huida. La gente siguió esperando. Cinco minutos, seis, diez, empezaban a desesperarse, llegó la judicial, esta vez muchos. Vi cómo preguntaban por el cantante. Lo llamaron por los altavoces, lo buscaron, pero nadie lo encontraba. Prendieron las luces, y fue como en los cuentos de hadas, cuando llega las doce de la noche y la cenicienta se transforma de princesa en vulgar cocinera, pues el antro mostró su realidad. No era más que un gran estacionamiento con paredes grises y sillas de metal. El estrado, en el centro, parecía un nido de cuervos abandonado. Erizado de cables, bocinas viejas y micrófonos.
Fingí ser parte del público y salí a la calle. Había luna llena. Afuera estaban varias patrullas, reporteros, fotógrafos, y yo me preparé para hacer la nota, con más información que nadie. “ESCAPA ASESINO DE MUJER DESCONOCIDA”, “Dicen testigos que era brujo además de cantante y ofrendó los restos de la falsa rubia al diablo, incluida la cabeza”. Sabía yo que no fue al diablo, sino a sus dioses, pero los medios de comunicación sólo permiten mensajes sintéticos, sencillos e impactantes.
Nunca encontraron al Gran Omó Saché. Muchas veces me pregunté cómo logró huir con un cuerpo tan gordo. Probablemente aquel celta encerrado en una piel africana tenía mañas desconocidas por todos. Seguí reporteando en las noches. Lo de siempre. Secuestros. Asesinatos. Ventas de niñas y niños para la prostitución. A veces iba a ver bailar a las teiboleras. Hacía el amor con alguna, escuchaba sus historias. Pero no volví a encontrarme con un espectáculo tan hipnotizante y seductor como el del Gran Omó Saché.
Una noche en que salía de la Procuraduría General de Justicia vi que un vendedor de discos pirata ofertaba a diez pesos una grabación en cuya portada había un gordo inmenso. Me acerqué y distinguí la inconfundible cara del Gran Omó Saché. Compré el disco. En las noches, cuando manejo por las calles desiertas, escucho su voz ronca cantando tangos. El disco está grabado en la India, en Nueva Delhi, y al parecer el Gran Omó volvió a ser famoso allá. Entre la niebla, bajo los focos opacos, escucho su voz ronca… “Tierra florida donde mi vida terminaré, bajo tu amparo no hay desengaños…” ®