A finales de 1997, cuando el profesor y periodista Rubén Martínez llegó al desierto de Nuevo México, en su ser palpitaba el espíritu de un sobreviviente. Venía de la Ciudad de México, donde recorrió tiempos vertiginosos que lo asomaron a su propia calavera. No era la primera vez que Rubén llegaba al desierto. El desierto del norte mexicano está en su historia familiar, lo vivieron su abuelo y su padre.
Desert America es su ensalmo de sanación, una peregrinación en la forma de un libro que al mismo tiempo es memoria, autobiografía, periodismo, crítica, ensayo… De eso hablamos hace unas semanas, navegando por skype:
—Desert America es una metáfora de cierto momento en tu vida…
—Bueno, yo llegué medio muerto al desierto, en condiciones físicas, emocionales y espirituales bastante fuertes, devastado a nivel existencial. En el libro no entro en detalle sobre lo que me llevó al desierto, la drogadicción que sufrí cuando vivía en la Ciudad de México. Fui del lugar más poblado del mundo a uno de los lugares más desiertos, de la Ciudad de México al desierto del Mojave, en California, para morirme o para salvarme. El desierto, en su realidad metafórica más básica, es un símbolo de la muerte: hay escasez de agua y de sombra, hay extremos de temperatura, de calor y de frío, hay falta de recursos para que sobrevivamos los humanos. Pero al mismo tiempo hay una larga tradición del desierto como lugar de sanación, en términos físicos y espirituales. Eso fue para mí, finalmente, un camino de salvación espiritual. Ese proceso tan personal se encontró con la realidad sociopolítica e histórica del desierto fronterizo que comparten Estados Unidos y México, sitio del drama humano de la migración, de la guerra de la droga, de la drogadicción y de la pobreza extrema. En el desierto viví esos dos procesos paralelos. Uno muy personal: rebuscarme para replantear mi vida más allá de la drogadicción, y el otro: enfrentarme a esa realidad material de enorme sufrimiento humano y de mucha contradicción política.
—En Desert America hay una clara intención de darle a la palabra un sentido de libertad.
—Los escritores siempre tenemos ese reto que plantea el tema sobre el que estamos elaborando y la manera de presentarlo a través del lenguaje, que es la lucha estética sobre el estilo. Y, si entiendo bien tu pregunta, estamos hablando de la manera de representar estas realidades y de cómo hacerlas vivir a través del lenguaje. En ese sentido busqué una mezcla de géneros, yuxtaponer el periodismo con la memoria y también con un tercer elemento, la crítica histórica y estética. Me propuse elaborar en términos críticos sobre la misma representación del desierto, a través de la historia y de la manera en que yo también iba formando parte de ese discurso sobre el desierto, un discurso que al fin y al cabo tiene que ver con el lenguaje del imperio, porque en el Viejo Oeste no hay nada sin el imperio norteamericano, la muerte de los indios, la guerra norteamericana. El capitalismo devastador de los últimos diez años nos regaló una pobreza extrema y al mismo tiempo uno cuantos multimillonarios. Desert America es un libro que se propone abarcar todos esos aspectos y reconozco que es un intento ambicioso, porque ¿cómo abrazas al desierto? ¿Cómo abrazas algo tan vasto? Pero ahí está mi intento por conseguirlo.
—En el territorio del amor ¿cómo sería el desierto?
—De muchas maneras. Lo primero que se me viene a la mente es la tradición monástica del cristianismo antiguo, en el siglo cuarto, donde los monjes se retiran a los desiertos más remotos, como san Antonio Abad, que se lanza al desierto él solo y se enfrenta con los demonios, en un proceso de purificación para amar de forma más pura a Dios, a la vida misma. Creo que en las relaciones humanas es también sutil esa metáfora, existen desiertos en el amor, en las relaciones de una pareja, por ejemplo. Pero el desierto es un proceso, es un camino… En este momento, como estamos hablando por skype, estoy mirando la pantalla de la computadora y tengo aquí en el desktop una vista del desierto: hay un cielo vasto y de un azul muy intenso, un camino de asfalto abriéndose paso entre la nada. ¿Y adónde nos lleva ese camino? Pues ese camino es el lenguaje, al fin y al cabo es el camino que nos lleva a encontrarnos con nosotros, con ese otro que puede ser Dios, puede ser la amada o el amado íntimo, o la vida misma. Entonces, en términos espirituales y existenciales el desierto es una tradición espiritual muy fuerte.
—Hay también una visión muy atenta al otro…
—Terminé de escribir este libro hace año y medio, y hace un año tres meses conocí a Javier Sicilia, después de la muerte de su hijo. Lo conocí en su acción como activista antes que como poeta, pero cuando leí su poesía me di cuenta de que básicamente toda es sobre esa búsqueda, ese peregrinaje a través del desierto espiritual. Ha tenido un impacto muy fuerte esa poesía de Javier y su gestión política de encarnar ese desierto como símbolo vivo para México, lo que vive el país, el sufrimiento. Ese peregrinaje, a través de ese sufrimiento hacia el otro lado, es una de las más antiguas metáforas que tenemos para el desierto: el peregrino tiene que atravesarlo para llegar al otro lado, y para llegar a la tierra prometida le queda a uno mucho camino por recorrer…
«El desierto, en su realidad metafórica más básica, es un símbolo de la muerte: hay escasez de agua y de sombra, hay extremos de temperatura, de calor y de frío, hay falta de recursos para que sobrevivamos los humanos. Pero al mismo tiempo hay una larga tradición del desierto como lugar de sanación, en términos físicos y espirituales».
—¿Y cuál sería la encarnación del desierto en la política?
—Tu pregunta inmediatamente me hace pensar en el proceso político que vivimos en este lado de la frontera con el estado de Arizona. Todo Arizona es un desierto y es en este momento la cuna de la política más racista y más xenofóbica de este país. Arizona tiene un largo historial en ese sentido, es un desierto, es un vacío en el corazón y en la moral estadounidense, es un hueco donde una parte de la psique estadounidense no permite entrar lo que nos hace humanos, la solidaridad, el amor al prójimo, la hospitalidad. Es el desierto que niega, el desierto espiritual, porque en el desierto físico tú te metes y no lo puedes sobrevivir sin el prójimo que te da albergue, sin el prójimo que te da agua. El migrante que cruza el desierto necesita una cantidad de agua para cruzar y hay samaritanos que están allí para darles esa agua que necesitan, inclusive lo hacen al margen de la ley, y la migra los está persiguiendo. Es un símil que expresa totalmente el proceso político y humano del desierto que atraviesan los migrantes, enfrentándose con la política más retrograda de mi país.
—Hay un momento en Desert America en donde hablas de cómo un mismo desierto puede ser visto de tantas y opuestas maneras. Por ejemplo, a través de la visión sobre los migrantes. Entre la oscuridad del desierto para ti son una pareja con nombres: Juan y María. Tu amiga ve un peligro inmenso, porque ese desierto también lo cruzan los criminales. Esencialmente estas dos visiones tienen sus razones.
—Sí, es algo muy particular del desierto moderno, ese tipo de contradicción. Viví diez años entre el desierto de California, el Mojave, y el desierto de Nuevo México, que es el desierto de Chihuahua, y también viajando mucho a Arizona, que es el gran desierto de Sonora. En todos esos lugares uno encuentra ese tipo de disyuntiva. Todos están en el mismo paisaje, pero todos lo imaginan de maneras contrarias. Es un lugar de extrema pobreza, pero también de riqueza extrema… Yo vivía con mi esposa Ángela en un pueblito al norte de Albuquerque: Velarde, una aldea de 800 habitantes y de una extrema pobreza, muy debajo de lo que el gobierno dice que es el nivel de pobreza en este país, con una epidemia de drogadicción también extrema, y a unos cuantos kilómetros de ahí está los pueblos de Santa Fe, Taos y Los Álamos, tres de los más ricos del país. Ahí está de nuevo la yuxtaposición entre la extrema pobreza y la riqueza extrema. Para mí, como escritor, como periodista y como ser humano, no me podía conformar con esa realidad y me azotaba, no me explicaba cómo los ricos no veían lo que existía frente a sus narices. Algunos amigos me decían: “Oye, pues vives en un lugar muy bello, el paisaje pintado por Georgia O’Keeffe, la pintora más famosa de esta zona”. Yo les decía: “Sí, es un lugar de un paisaje desértico impresionante, pero muchos no se dan cuenta de lo que pasa con el ser humano en ese paisaje”. Y no, no lo sabían, era invisible la figura humana en ese paisaje. Básicamente, el argumento del libro sostiene que las representaciones artísticas del Viejo Oeste han hecho invisibles a los que viven ahí, los seres indígenas de esa zona, y cuando digo indígenas hablo de los nativoamericanos pero también de los hispanos que llevan cinco siglos ahí. Esta disyuntiva me motivó a escribir Desert America.
—Y de alguna manera ese espacio desértico, que se encuentra en una zona tan cercana, tan al lado, la región fronteriza, pues inevitablemente la metáfora para los gobiernos de ambos países, ¿no?
—Si al desierto lo imaginamos como la nada, entonces la frontera es la nada entre dos pueblos, donde México se convierte en Estados Unidos y viceversa. Es el lugar donde se encuentran la realidad de la globalización, el subdesarrollo y el neocolonialismo, esos extremos del capitalismo. Donde Estados Unidos y México se encuentran y la mirada del uno hacia el otro, para parafrasear a D.H. Lawrence (sobre quien hablo en el libro, quizá el escritor más conocido que ha visitado Nuevo México), es una mirada fatal, una violenta contradicción sin resolución, y al fin y al cabo lo que se mira en ese desierto es arena manchada de sangre.—¿Qué tanto la parte académica fue un alimento para la escritura de este libro?
—Irónicamente, de joven escritor me crié desde esa posición antiacadémica que ha sido parte de una tradición estadounidense en las letras. Aquí hay una posición que asumen muchos escritores, y hablo de muchas generaciones, no es algo nuevo, es parte quizá esencial del carácter norteamericano: tener una posición antiintelectual, antiacadémica en la literatura. Claro, no todos los escritores estadounidenses lo ven así, pero muchos sí, y en los sitios donde yo rondaba desde joven había una fuerte dosis de eso: el escritor no debe formarse dentro de la academia sino fuera de ella, y yo lo tomé muy en serio. Luego, con el paso de los años, me di cuenta de que esa posición era un tanto infantil. Es decir, la relación entre la literatura y la academia es entrañable y hay muchos ejemplos de literatos que unen las tradiciones académica y artística. Creo que me he ido tornando más y más hacia el lado crítico, en términos intelectuales y en mi trabajo académico. Soy catedrático universitario, ya llevo muchos años en eso, y este libro está empapado de esa parte académica de mi ser, tiene un trasfondo teórico. Las generaciones más recientes de la crítica, los últimos 25, treinta, cuarenta años, desde la escuela de pensamiento poscolonial, han sido importantes para mi formación. Tengo una influencia muy marcada del trabajo de Edward Said, el intelectual palestino-estadounidense. De hecho, para este proyecto pensé mucho en él. Si Edward Said habla del Orientalismo, para mí este libro contiene el Occidentalismo, o sea mirar con ojo crítico las representaciones del otro en esta región, desde los indígenas y pasando por los hispanos, los pobres, los drogadictos, etcétera.
”Entonces, sí, hay un trasfondo intelectual, si tú quieres académico, que es parte de la mezcla de este libro y le debo mucho a mis colegas que sí son académicos de verdad. Yo soy un periodista con años en la academia y a través de mis colegas aprendí algo de estos esquemas teóricos y yo de alguna forma he tratado de ampliarlos en la narrativa.
«El desierto es un espacio físico: tierra, arena. Es las condiciones climatológicas, políticas, históricas, pero también es un espacio del interior y de la imaginación, un espacio de la moral. Sin ese desierto no vivimos. Curiosamente, es la paradoja del desierto, de que en el vacío y en el silencio, dejando atrás todo lo que nos pertenece en la vida citadina, encontramos lo más humano del ser humano».
—Rubén, cuando te pregunto por esa zona intelectual de tu libro no dejo de pensar en lo que podría ser su contraparte. Hay personajes entrañables que me acercaron a historias secretas en el desierto, sabias y sin academia.
—Sí. Antes que nada pienso en un personaje como Enrique Madrid, sobre quien escribo en el capítulo que tiene lugar en Marsa, un pueblito de la parte oeste de Texas, cerca de Río Grande, donde pasé un rato, una zona de esas extremas (de extrema pobreza y extrema riqueza); Enrique Madrid es una enciclopedia, un señor que vive en El Aleph de Borges, un historiador, no académico por cierto, pero sí uno de los más profundos intelectuales que he conocido en mi vida. Su casa es de revistas y libros, del piso al techo y en todas las habitaciones de la casa. Al conocerlo la gente piensa que se volvió loco, se convirtió en su propio bibliotecario, o es un genio. Para mí es un genio que sabe la historia de esa región, sabe la historia de la frontera y sabe hilar esa historia a través de muchas otras historias del mundo en el transcurrir del tiempo. Pasar los días con él fue de lo más especial de este viaje. Enrique Madrid es el señor que tiene las llaves que te pueden abrir la biblioteca de la historia, la enciclopedia que te deja ver a través de un solo punto en el espacio y en el tiempo toda la experiencia humana. El libro casi termina con esa visión suya, que es hiriente y duele mucho, pero que también inspira y al fin y al cabo es una visión muy moral, nos rescata la moral de ese lugar que durante mucho tiempo, por la violencia que existe en la historia fronteriza del desierto, ha padecido de una carencia de lo ético.
—La ciudad, el desierto, la frontera, el barrio, la montaña… son señales en tu camino.
—Cuando uno llega a medio siglo de edad, al echar la mirada hacia atrás te das cuenta de todo el camino recorrido, sin renunciar al escritor chamaco. Escribí sobre guerrilleros en El Salvador, roqueros en el México de los ochenta, disidentes en Cuba, pandilleros en Los Ángeles, porque cuando era chamaco buscaba documentar la cultura juvenil, porque me pertenecía y a la vez quería pertenecer a la banda, de alguna forma u otra. No importaba dónde estuviera, yo buscaba a los jóvenes. Pero a estas alturas, padre de familia ya canoso y con todos estos años vividos, intento sintetizar e hilar las experiencias de 25 años, porque aunque la trama del libro tiene lugar en los últimos doce años, la verdad es que he estado viajando por los desiertos desde mi infancia. En el libro describo un poco el porqué de eso. El desierto es un legado de mi papá y de mis abuelos, que vienen del norte de México. Mi papá tenía un amor muy especial por el desierto, recordando precisamente su infancia, viajando a esos desiertos del norte con mis abuelos. He viajado por el desierto la mayor parte de mi vida, de una manera de otra. Como escritor pasé muchos años siendo periodista de planta en algunas publicaciones y ahora más bien de free lance, queriendo que el periodismo sea lo que es en términos latinoamericanos: crónica que usa los recursos del periodismo y se propone llevarlos más allá. En Estados Unidos también existe esa tradición, aunque no la llaman crónica sino más bien nuevo periodismo. Mis héroes, los escritores de acá que más admiro, son James Baldwin, John Wideman y Richard Rodriguez, quienes de alguna forma han sido grandes ensayistas y cronistas —yo, no con afán de comparación con esa jerarquía literaria, sino en todo caso atento para seguir sus pasos. En este momento de mi vida busco sintetizar en términos estéticos lo que he aprendido, por eso Desert America es memoria, crítica y periodismo al mismo tiempo.
—¿Cuál sería la pista sonora de este libro?
—Te doy un par de pistas: Ry Cooder, imprescindible, el guitarrista estadounidense que tiene fama por muchas cosas, pero quizás uno de sus trabajos más conocidos es la pista sonora de la película de Wim Wenders Paris Texas. La guitarra acústica, slide guitar, con un sonido muy particular que me trae a la mente ese paisaje tan especial del desierto, que es vacío y tan lleno al mismo tiempo. Otra pista, pero del otro lado de la frontera, es la canción cardenche mas famosa, que se canta a capella en Durango: “Yo ya me voy a morir a los desiertos”.
—Tu propia música es parte de esta pista sonora.
—Sí. Eso está relacionado con mis crisis creativas. Ya llevo tres libros con la misma práctica. Cuando termino la investigación me entra la crisis y el bloqueo. Tengo una buena cantidad de material y no sé cómo carajos armar el rompecabezas. Entonces, en lugar de escribir agarro la guitarra, le rasco un poco y de repente nacen rolitas que cuentan historias relacionadas con los personajes y los lugares que son parte del libro. Creo que tengo las suficientes rolas para producir un disco, ojalá que en un tiempo no lejano nos pongamos a grabarlo.
—Rubén, ¿qué es el desierto?
—El desierto es un espacio físico: tierra, arena. Es las condiciones climatológicas, políticas, históricas, pero también es un espacio del interior y de la imaginación, un espacio de la moral. Sin ese desierto no vivimos. Curiosamente, es la paradoja del desierto, de que en el vacío y en el silencio, dejando atrás todo lo que nos pertenece en la vida citadina, encontramos lo más humano del ser humano. ®