El hombre es la misma cosa desde el principio de los tiempos y ese hombre que disfrutaba con el sufrimiento innecesario de otros es el que hoy habita el mundo, y no ve lo malos que son los buenos de las películas porque aprueba sus actos y no ve la maldad del mundo salvo que la sufra él.
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Junto al poder de la iglesia y el estado, y sus respectivas leyes estatales y morales, encontramos al hombre social, base de toda organización, y sus normas sociales, acompañadas por una insuperable capacidad para la hipocresía puesto que, si la iglesia y el estado no andan escasos de ella, poseen la fuerza y el poder necesarios para imponerse sin necesidad de recurrir, en la mayoría de los casos, a falsas explicaciones.
El individuo, en cambio, no posee una fuerza física para imponer su criterio. Lo que posee es la capacidad de descalificación. Lo que posee la sociedad es la moralidad social. Cuando se encontró en España un caso de ébola muchas personas exigían que los niños vecinos del edificio en el que vivía la enfermera contagiada no acudieran al colegio para que no contagiaran a sus hijos. Es evidente que si algún niño estuviera contagiado sus padres le hubieran llevado al hospital y no al colegio, más interés tendría su familia en sanar a su hijo que en hacerle ir a clase y dejarse sin tratamiento que sus compañeros en no contagiarse.
La moralidad social no es otra cosa que la hipocresía bien disfrazada. La condena de unos actos significa distanciarse de ellos, es decir, afirmar que él es un buen ciudadano que respeta la autoridad social. Pero lejos tiene el buen ciudadano la posibilidad de conocer y, así, está incapacitado para juzgar. Lo bueno y lo malo sólo es bueno o malo desde un punto de vista y el punto de vista del hombre vulgar es el de su interés. En eso, por cierto, coincide con los políticos.
El cine y la televisión nos cuentan cada noche cómo el malo se las ingenia para culpar al bueno de los delitos que él ha cometido o cómo la policía confunde al sospechoso y todo cuanto hace o dice parece confirmarle como el delincuente. El espectador lo percibe con meridiana claridad y se cree muy inteligente por ese conocimiento. Pero el caso es que, cuando al día siguiente se encuentra con un caso real, ya no percibe la situación con la claridad que, por la noche, tenía de aquel relato, señal de que esa luz, ese conocimiento, lejos de proporcionársele su inteligencia, cosa de la que es muy posible que carezca, se la había proporcionado el guionista de la obra.
Esto tiene dos implicaciones, la primera, que el hombre vulgar no posee la facultad de conocer. Y, la segunda, que el hombre vulgar se va a dejar convencer por alguien de su confianza o por alguien con autoridad. El interés triunfa y la verdad se pierde.
Por más que los poetas nos hablen de las verdades del mundo, el hombre vulgar es incapaz de entenderlo. En los hechos narrados en una obra no ve el hombre vulgar una denuncia de la maldad humana, la obra la percibe únicamente como entretenimiento. El hombre vulgar sólo sabe entretenerse. Los hechos narrados en las obras de cine o televisión le parecen al hombre vulgar accidentales, propios de un determinado individuo que, a su entender, debe ser delincuente por naturaleza. Con esa simplista interpretación se divide a la humanidad en dos grupos, el de los malos y el de los buenos –o blancos y negros. “Ellos” y sólo ellos pertenecen al de los buenos. Esa es la conclusión a la que se llega careciendo de conocimiento y recurriendo, astutamente, a la hipocresía, fórmula por la cual él puede calificarse como bueno.
El medio de ser socialmente bueno es el de defender las ideas impuestas. Todo aquel que está de parte del poderoso es el bueno, quien pretende enfrentarse a su criterio es el malo. La sociedad se las arregla para ser buena y lo hace cambiando la opinión antigua por la nueva cada vez que hay un cambio de mentalidad. El hombre vulgar, el hombre bueno, es un ser carente de criterio propio pero tiene a su favor el respaldo del poderoso, eso es lo que gana defendiendo su parecer. Y esto convierte a la sociedad en una gran familia… mafiosa: Beso su mano Don Vito, y, a cambio del pago de su protección, el padrino le defiende de los enemigos comunes. Menudo negocio, sólo gana el mafioso.
La sociedad defiende a quienes la ayudan a imponerse dándoles poder, porque el hombre desea ejercer el poder. Basta ver a los niños perseguir gatos y matarlos a pedradas o ver cómo se burlan de personas con defectos para entender que esa conducta es propia de la naturaleza humana y que es la convivencia, el compromiso social, lo que reprime ciertas conductas. Pero eliminemos la autoridad y pronto veremos los disturbios y los asaltos a los bienes ajenos y hasta a la integridad de las personas, en definitiva, al hombre no condicionado por el temor a la autoridad social, al hombre libre.
El hombre vulgar considera el dominio de otros seres como signo de su valía. Pero el valor le tiene aquel que se supera a sí mismo, quien se domina a sí mismo, no a los demás. Por eso es admirado aquel que, no siendo un profesional que obtiene unos beneficios por su trabajo, hace ejercicio o aquel que hace un descubrimiento científico porque significan un esfuerzo que desarrollan voluntariamente y del que se podrían librar. Para el hombre vulgar la superación es la satisfacción de sus necesidades materiales y la defensa y confirmación de sus “ideas”. Líbrenos Dios de que uno de estos hombres adquiera poder.
Pero la sociedad se divide en clanes en los que cada clan tiene un poder y la pertenencia al grupo supone un sentimiento de superioridad, de tal forma que todo miembro, hasta los que se sitúan en el escalafón más bajo de la organización, tiene conceptualizada su pertenencia como un valor personal. Los pajes y los vasallos del pasado porfiaban por demostrar que su señor era más rico y poderoso que el de los demás.
Nuestra sociedad establece la posibilidad de crear puntos de vista. La existencia de un clan se debe a un hecho concreto y cierto que da lugar a una agrupación de personas, un partido político, un club de fútbol, una asociación de profesionales… y lo mismo ocurre en la vida privada en la que se organizan diferencias por las urbanizaciones, por los parentescos, por los hobbies, por los lugares de veraneo… y cada una de esas situaciones ofrece una forma de entender la vida. El grupo encuentra razones y el apoyo de sus miembros y, entonces, con ese aval de sí mismos, pretenden universalizar el carácter de esa situación, pretenden ni más ni menos que la situación particular se convierta en universal. Es una interpretación falsa pero da satisfacción a las necesidades del hombre vulgar. El hombre vulgar puede hablar con autoridad sobre la cuestión de la que conoce, y se le permite hacerlo siempre y cuando, a su vez, acepte la autoridad de los clanes existentes en otras parcelas de la sociedad, aunque puede discutir con los clanes rivales en su parcela de poder.
Pertenecer a un clan otorga poder sobre otros en una parcela. Pero el miembro del clan decide aumentar su poder aumentando su autoridad sobre los súbditos en todos los ámbitos que aparezcan en su relación. Su autoridad está establecida en un determinado campo por su posición, sólo basta con mostrar autoridad para que ésta no se discuta en otros campos. Un cargo social, de cualquier tipo, puede acabar endiosado y siendo autoritario.
Las formas del ejercicio del poder son diversas, desde la violencia física, pasando por las mentiras y las falsas acusaciones –que no son otra cosa que violencia contra la verdad–; continuando por el desprecio a las ideas y valores del otro, hasta llegar a la descalificación personal.
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Debemos entender que el ejercicio del poder puede perseguir un objetivo legítimo o uno interesado. El abuso del poder puede pretender obtener un beneficio material, en cuyo caso nos encontraríamos ante el mal, que se produce cuando un individuo causa un daño a otro como medio para lograr un beneficio.
Pero, cuando el abuso del poder tiene por objeto el deleite con el sufrimiento que se inflige a otro, nos encontramos ante la maldad. La sociedad está fundada sobre el principio de la maldad establecida en beneficio del poderoso. El mal es inherente a esa constitución y, asumido, cada uno de sus miembros pretende hacer una interpretación personal del mal, una superación del concepto, y el único camino que existe para ello es el de ejercer el derecho de hacer sufrir. ¿Nadie se ha percatado de cuánto disfruta el hombre vulgar viendo el sufrimiento ajeno?
El circo romano es la prueba irrefutable de que el hombre disfruta con el dolor ajeno y de que sólo percibe el fenómeno y no la esencia de los acontecimientos, se fija en lo particular y no en lo universal. El hombre es la misma cosa desde el principio de los tiempos y ese hombre que disfrutaba con el sufrimiento innecesario de otros es el que hoy habita el mundo, y no ve lo malos que son los buenos de las películas porque aprueba sus actos y no ve la maldad del mundo salvo que la sufra él. El deleite con el sufrimiento ajeno se mantiene pero se disimulan las acciones malvadas.
El hombre social dice defender los valores sociales haciéndonos creer que los valores sociales son valores humanos, cosa que no es cierta. Y recurre de forma sibilina a la maldad causando daño a otros sin dejarlo ver. La sociedad persigue el mal que recibe pero no la maldad de sus propios actos, actúa contra el atracador de bancos pero deja impune al asesino de gatos. En el fondo, lo que se oculta detrás de la maldad es el miedo a ser la víctima en lugar del verdugo y se conjura la maldad. Eso proporciona sensación de poder y la confianza de verse libre de los efectos del mal cuando él es la causa. ®
Imágenes: Roger Ballen © Derechos reservados, prohibida su reproducción.
Nota: Véase aquí la 1ª parte