Un par de relatos que muestran dos aspectos de una familia mexicana: el lado oscuro del padre enfermo de celos y que se niega a reconocer como suyos a los sucesivos hijos, y la reconciliación amorosa y el viaje a la playa, donde todos son felices.
El lado oscuro
Que mi papá fuera mujeriego no era ningún secreto. Corrían rumores, esparcidos por las mismas mujeres que seducía, que les había prometido dejar a mi mamá porque era muy infeliz en su matrimonio. Decían que era muy convincente en su papel de víctima, incluso llegaba a llorar cuando decía que no soportaba la vida con esa mujer ninfómana. Sabrá Dios con cuántos hombres se habrá enredado mientras él se la pasaba trabajando.
Nunca estaría seguro cuáles de esos niños de verdad eran suyos.
Ése era el otro lado de la moneda. Los celos fundados de mi mamá y comprobados en infinidad de ocasiones contrastaban con las acusaciones constantes de infidelidad por parte de él hacia ella.
Recuerdo una tarde alrededor de las siete de la noche, llegó mi padre pálido y sudoroso, con la cara transfigurada. Su expresión era de ira, desesperación y miedo, tal vez, o de todos esos sentimientos juntos. Parecía otra persona. Escuché que abrió la puerta y vi sus manos temblorosas, traía su maletín en la mano, como siempre, en el cual llevaba todo el tiempo una pistola calibre 45. Me llamó para que fuera al despacho. Allí parados detrás de la puerta que solamente entrecerró me preguntó: “Hija, ¿se salió su mamá?” “No, papá”, le contesté. Me pareció muy extraño su comportamiento y me dio miedo. Me dijo: “¿Está segura? “Sí, papá, hemos estado aquí toda la tarde”. No convencido, me comentó: “Lo que pasa es que su mamá es muy lista, y se podría salir incluso sin que la vieran”. Me imaginé que mi mamá era una especie de ser mutante capaz de traspasar las paredes. Volví a afirmar: “No, yo he estado aquí toda la tarde y ella también, ahorita se está bañando”. No satisfecho con mi respuesta, llamó a mi hermano más pequeño. “Pichito, venga”. Se acercó y le hizo la misma pregunta: “¿Su mamá se salió? A lo que él contestó lo mismo que yo. No me quise mover, me quedé junto a mi hermano que tenía unos cuatro años de edad temiendo que le hiciera algo malo, no me imaginé qué… solamente sentí que no debía dejarlo solo con ese hombre raro.
Les gustaba tanto bañarse juntos que lo habían hecho totalmente cerrado, sin ventanas ni ventilación, para que funcionara bien el aparato que emitía el vapor. De manera que era prácticamente imposible desde la puerta cerrada que comunica a la habitación principal escuchar un solo ruido.
A continuación se metió a la casa y entró al baño, en donde mi mamá estaba encerrada en el vapor. Estuvieron allí mucho rato, no escuché gritos ni nada por el estilo, aunque me acerqué lo más que pude a la puerta. El baño de vapor era un cuartito pequeño dentro del baño principal, añadido después de que se había terminado la construcción de la casa. Les gustaba tanto bañarse juntos que lo habían hecho totalmente cerrado, sin ventanas ni ventilación, para que funcionara bien el aparato que emitía el vapor. De manera que era prácticamente imposible desde la puerta cerrada que comunica a la habitación principal escuchar un solo ruido. Estuve parada allí, con temor de que mi papá le hiciera daño a mi mamá, sin saber qué hacer. Como en otras ocasiones ya había experimentado ese mismo peligro, no me moví.
Salieron después de una hora, contentos y platicadores, como si nada hubiera pasado.
No era raro que las hijas mayores fuéramos el paño de lágrimas de nuestros padres. Más de mi mamá, porque con ella convivíamos todo el tiempo. Pero en algunas ocasiones, sobre todo cuando él la acusaba de infidelidad, trataba de explicarnos en qué basaba sus sospechas. Su obsesión eran las pantaletas de ella, las cuales inspeccionaba y, si encontraba manchas, afirmaba que eran restos de semen que no eran de él sino del amante en turno que tenía ella.
Su mayor certeza era que a veces, estando tranquilo, jugando golf, de repente sentía una sensación de gusto y satisfacción tan grande que incluso llegaba a tener orgasmo. Esto, para él, era una prueba irrefutable de que mi madre lo engañaba con otro, porque telepáticamente sentía su placer.
Cuando tuve clases de formación familiar en el colegio nos explicaron cómo funciona la sexualidad entre hombre y mujer. Recuerdo a la Miss Esperanza, una mujer mayor de cabello medio canoso rizado, peinada con goma de manera que las ondas de su cabello estaban relamidas sin movimiento alguno. Su vestimenta era la de una monja seglar, que no tiene que llevar el hábito como las de los conventos, pero todo indicaba que la sexualidad había estado totalmente ausente de su vida. Sin embargo, al explicarnos las caricias y los tocamientos que forman parte del acto sexual se transformaba y se inspiraba tanto que parecía otra persona. Nos decía. “Entonces, los tocamientos de ambos son por todo el cuerpo, como si estuvieran tocando un piano, luego…”, y seguía con su alucine erótico en frente de nosotras, ilustrándonos y dejandonos a veces asustadas de sentir esa calentura que ella describía con tanta pasión.
Yo ya había tenido conocimiento de estos hechos de la vida porque mi padres no eran nada recatados en su sexualidad. La verdad, no quería saber de esas cosas porque, además de ser demasiado impensables, eran parte de los conflictos que presencié desde que era pequeña.
Nos tocaba una parte muy triste a la mayoría de los hijos, porque cada vez que había un embarazo nadie se alegraba de la venida de una nueva criatura al mundo, producto de los amores entre ellos. Mi papá decía que el bebé seguramente no era suyo y decretaba quién era el padre. Podía ser un amigo suyo, un compadre, un vecino o quien fuera que le pareciera interesante a él. Mi madre se negaba a seguir teniendo hijos y se resistía a aceptar este nuevo embarazo, porque sabía que mi papá empezaría con sus acusaciones y no había poder humano que lo hiciera cambiar de opinión.
En múltiples ocasiones la escuché decir: “Si no hubiera tenido tantos hijos, me hubiera podido separar de tu papá y no habría tenido que sufrir tanto”. Parecía que nosotros fuéramos entonces la causa de todos sus problemas y, por lo menos en mi caso, no pocas veces tuve ganas enormes de desaparecer o, si no, por lo menos de hacerme invisible. Si hubiera pedido un deseo a alguna hada madrina hubiera escogido ése: volverme invisible, desaparecer a voluntad y volver a aparecer cuando hubiera pasado la tormenta.
La resignación y la fecundidad no deseada hizo que fuéramos diez hijos. Algunos más aceptados que otros. Por ejemplo, la primera hija no tuvo ese problema, llegó con total gusto y aceptación por parte de mis padres, pero a mí, la segunda, me tocó el carnicero de la esquina como candidato a ser mi padre, y así sucesivamente.
Las crisis y los conflictos tenían afortunadamente un tiempo en el que se agotaban, y aunque hubieran pasado todas estas acusaciones y rechazos, nos tomaron cariño y trataron de darnos una vida mejor.
Se durmió, se despertó, jugó con sus muñecas, pero no se separó de ella ni un minuto en las siguientes cinco horas que pasaron, hasta que llegó de visita una de mis hermanas que ya estaba casada y se dio cuenta de lo que pasaba.
Pero los problemas mentales no tratados —como yo ahora sé— siguen evolucionando, y en el estilo de vida de mis padres en el que se enamoraban y se peleaban, cada vez sucedía más lo segundo que lo primero. Al grado de que mi madre llegó a querer morirse de verdad y una tarde, cuando sus hijos mayores ya habíamos salido fuera del hogar para estudiar, estando sólo los cuatro menores de ocho, siete, seis y cinco años respectivamente, se tomó un frasco completo de somníferos y se acostó a morir.
Cuenta mi hermana menor, que en ese tiempo contaba seis años, que la vio recluirse y acostarse en la habitación pequeña que tiene vista directa a la alberca. Se durmió desde las cuatro de la tarde y, aunque a ella le pareció raro, tuvo el impulso de ir a acostarse junto a ella por horas y horas. Se durmió, se despertó, jugó con sus muñecas, pero no se separó de ella ni un minuto en las siguientes cinco horas que pasaron, hasta que llegó de visita una de mis hermanas que ya estaba casada y se dio cuenta de lo que pasaba. Rápidamente llamó a mi papá a la mueblería y, cuando la sacaron entre mi papá y don José, el velador, ya le salía a mi madre espuma por la boca.
Los cuatro pequeños se quedaron junto a don José, llorando porque pensaron que se iba a morir y ya no la volverían a ver nunca más.
Afortunadamente todavía fue tiempo de darle auxilio y la rescataron.
Todo derivó entonces en su separación y después en el divorcio.
En Mazatlán éramos felices.
Mi papá no era muy afecto a viajar, pero Mazatlán era la excepción. Su clima cálido le encantaba, porque decía tener la presión alta causada, supuestamente, por un problema del riñón, todo lo cual desaparecía al nivel del mar.
No recuerdo cuál gobernador decidió conectar Durango con el Distrito Federal y otras localidades a través de líneas aéreas. Se sabía que él viajaba mucho a la capital, así que decidió poner un aeropuerto, para beneplácito de todos los duranguenses.
Los primeros eran aviones pequeños de dos motores que parecían chatarras y se sacudían como locos al atravesar los bancos de nubes. Era tanto el escándalo que armaban que parecía que en cualquier momento se iban a desplomar, y al sentir que estábamos a punto de encontrarnos con nuestro creador, todo era rezar para agregar más oraciones y jaculatorias a nuestro libro de ramillete espiritual, a ver si así nos aceptaba Dios en el cielo.
El asunto era que, sin importar el riesgo, mi papá por fin tenía dinero y nosotros teníamos que probar todas las modernidades accesibles a nuestro nuevo nivel de vida.
Por otro lado, el viaje por tierra era una tortura todavía más grande, porque todos los niños nos mareábamos y vomitábamos. Y esto no era poca cosa, porque viajabamos en un Ford 200, nuevecito, por cierto, en el que por arte de magia entrábamos cinco niños en el asiento trasero, otro en las faldas de mi mamá, que, para variar, iba embarazada, y se sentaba adelante con mi papá.
Para mi mamá era motivo de gozo y jocosidad que todo mundo vomitara, menos ella. Se preparaba con un buen paquete de cucuruchos hechos con papel periódico, para que en el momento necesario sirvieran como bolsa de vómito. Entonces el solo olor y los ruidos que el pobre mareado hacía eran estímulo suficiente para que se desataran los vómitos en cadena. Pero eso no era problema, porque mi madre lo tenía todo solucionado repartiendo los cucuruchos a diestra y siniestra.
Así eran los viajes por esa carretera hermosa, entre las montañas llenas de pinos, que se podían ver y oler desde la distancia, y que nosotros nunca gozábamos, porque íbamos como alma que lleva el diablo, encerrados en el coche, con mi papá manejando con su estilo mareador, que no dejaba presa viva, salvo mi mamá, que está hecha con otra pasta, seguramente.
Era como si en cada viaje mi papá se propusiera enderezar esa carretera sinuosa y se enfrascara en una guerra, curva tras curva. El primer intento lo hacía al tomar la curva sin disminuir la velocidad y, a fuerza de acelerar, parecía como que esperara que el camino se disciplinara ante él y saliera derechito hacia el frente. Como esto nunca sucedía, la siguiente curva era todavía peor. No puedo decir que no frenara, si así hubiera sido hubiéramos acabado en un barranco a las primeras de cambio. No, lo que pasaba era que frenaba una vez que se daba cuenta de que la carretera obstinada seguía imponiendo su ley y luego arremetía en la siguiente curva acelerando con toda su alma. A esas alturas ya teníamos todos el estómago batido y volteado al revés. Fue entonces cuando me convencí de que mi vocación no sería nunca ser astronauta o piloto de coches de carreras.
Por lo regular nos deteníamos a comer en El Soldado, un pequeño y pintoresco restaurante de montaña. Dicho sea de paso, ninguno de los niños tenía hambre, menos sabiendo lo que nos esperaba, pero a mis papás les encantaba la carne adobada que preparaban allí y era parte del programa del viaje, detenerse a comer unos buenos tacos de carne adobada, con salsa ranchera de chiles asados y martajados y frijoles, además de café. Después continuábamos la travesía y, si habíamos comido algo, no resistía en el estómago ni media hora. En cuanto empezaban las curvas, un poco más allá de La Ciudad, empezaba el show.
Y así, hasta llegar a Mazatlán.
Mi papá era el rey de la casa, y mientras mi mamá cocinaba, tendía las camas, lavaba o barría y trapeaba, él descansaba. Los roles estaban totalmente definidos, no había ninguna confusión, las mujeres se encargaban de lo doméstico y los hombres traían el dinero a la casa.
Mi papá, por cierto, no se salvaba de sí mismo. De repente, allá por El Espinazo del Diablo, nos deteníamos dizque a admirar la belleza de la sierra, pero en realidad la cara de mi papá ya había cambiado de color, se había vuelto amarilla verdosa, y lo podíamos ver desde el asiento de atrás, porque sus orejas lo delataban. Nunca le gustaba reconocer delante de nosotros que estaba mareado, así que se detenía y trataba de volver a juntar fuerzas para seguir con su papel de hombre de la casa.
Ya fuera que el viaje lo hiciéramos en carro o en avión, la estancia en Mazatlán era como cambiar de personalidad, o de dimensión o de realidad.
¡Todo era armonía!
Recuerdo la inmensa playa de arenas limpias y olas blancas que reventaban plácidas día y noche. Su arrullo no dejaba de ser un maravilloso oasis para mí. Nos levantábamos tempranito en la mañana para ir a caminar por la playa. El paseo era largo y placentero, brincando en la orilla las pequeñas ondas de espuma blanca que nos atrevíamos a retar. Sin preocupaciones, aspirando la deliciosa brisa marina que nos alborotaba el cabello, de por sí despeinado, porque a nadie le interesaba acicalarse para ir a la playa. Recogíamos todas las conchas en forma de mariposa que nos cabían en las manos y en los bolsillos, y nos maravillábamos con toda la clase de huellas de cangrejos y pequeños moluscos, así como piedras y caparazones que la marea de la noche anterior había dejado como regalo sobre la playa, para ser admirada por cualquiera. No dejábamos de sorprendernos ante la inmensa variedad de seres vivos y su extraña belleza.
Regresábamos a preparar el desayuno, aunque en realidad en esa época era poco lo que las niñas podíamos hacer para ayudarle a mi mamá, que fue la que siempre tomó las labores domésticas como su obligación donde fuera que estuviéramos. Mi papá era el rey de la casa, y mientras mi mamá cocinaba, tendía las camas, lavaba o barría y trapeaba, él descansaba. Los roles estaban totalmente definidos, no había ninguna confusión, las mujeres se encargaban de lo doméstico y los hombres traían el dinero a la casa. En eso, mi papá cumplía muy cabalmente, llevándonos a todos lados y proveyendo con abundancia.
A veces mi papá invitaba a mis tías y a sus familias a vacacionar junto con nosotros, y todo se volvía mucho más divertido, porque cada familia ocupaba un departamento dentro del mismo conjunto y los niños nos la pasábamos yendo de una casa a otra con nuestros juegos y bromas. Eran tardes eternas brincando a la cuerda, jugando a las escondidas o a los encantados después de haber estado toda la mañana en el mar, de donde algunos regresábamos ampollados por tanto sol y tan poco protector solar, que en ese tiempo no se usaba, o, si se usaba, nadie en la familia lo procuraba, porque todo era más bien silvestre entre los adultos que nos criaron. Si te salían los dientes chuecos, así se quedaban, si tenías acné en la adolescencia, que Dios te bendiga, estás feo, pero ojalá y encuentres alguien que te quiera.
En ese estilo en el que hay que aceptar lo que te tocó, no se tomaban muchas precauciones para cuidar que los niños no tuvieran accidentes y, por supuesto, que el que no se rompió la cabeza, se rompió la pierna, el brazo, la mano, los dientes o casi se ahoga.
Pero todos sobrevivimos y en Mazatlan éramos felices. ®