En la óptica de Haneke poco ha cambiado esto en nuestra época plagada de fundamentalismos políticos y religiosos. Esta lucidez crítica hace de El listón blanco una película actual e imprescindible, con una complejidad narrativa muy a tono con la variedad de lecturas que permite.
El listón blanco, traducción literal de Das Weiße Band, título en alemán del decimosegundo largometraje en la carrera del director austriaco Michael Haneke, estrenada en 2009, es una de esas películas que pueden ser estudiadas por encima de los criterios estrictamente cinematográficos.
Como ya es costumbre en el trabajo de Haneke, los espectadores desempeñan un papel mucho más allá del de simples entes materiales que se limitan a digerir lo que la pantalla les muestra. Aquellos que, acostumbrados a recibir la enseñanza del filme de una manera directa, no conciben la idea de toparse con una película que deja los cuestionamientos de su trama totalmente abiertos a la interpretación y el posterior análisis de los que observan.
En el caso de El listón blanco no es diferente. Si ya en Funny Games, de 1997 y Caché, de 2005, Michael Haneke daba muestra de su muy particular obsesión por incluir al público como un elemento más de sus películas, en esta ocasión deja muy en claro que la reflexión en torno a su trabajo no se limita a la ya de por sí demandante atención visual que se debe poner en cada una de las secuencias, arroja también un mensaje tan claro como incómodo a la vez. De manera brillante el director hace una extrapolación entre la realidad que durante varias décadas dominó gran parte de Europa y el universo diegético propio del cine, dando como resultado una obra que raya en los márgenes de la perfección artística.
Una serie de sucesos escalofriantes comienzan a ocurrir en el poblado de Eichwald, una pequeña comunidad protestante del imperio austrohúngaro en sus últimos años. Todo comienza con el misterioso accidente que sufre el doctor de la comunidad cuando regresaba a su casa montando a caballo. A partir de ahí, varias muertes y actos delictivos contra algunas personas en condiciones extrañas van siendo citados con voz narradora por el profesor del lugar. Lo que llama la atención de casi todos ellos es el alto grado de brutalidad con el que son cometidos. Aunque la trama hace un ligero roce con el suspenso del mejor Hitchcock, una vez más el director no termina por dar una explicación obvia de los hechos ni hace una conjetura simplista de ellos. Hacia el final de la película nos damos cuenta de que la Primera Guerra Mundial está comenzando, y con ello Haneke nos ubica en el punto exacto para entender lo que se expone en ella.
A fuerza de obtener conclusiones livianas, podemos entender que los niños de Eichwald, los cuales cumplen un papel preponderante en la película, terminarán siendo, un par de décadas más tarde, aquellos que abrazarían las ideas del nazismo, aparentemente inconcebibles a la distancia.
La educación dominada por los valores de un protestantismo recalcitrante es el preludio de lo que posteriormente se convertirá en la semilla de un odio irracional capaz de hacer temblar al mundo entero. El filme se vale de la trama para dar muestra de la visión que su director tiene acerca de los orígenes del nazismo. Aunque el mismo Haneke ha mencionado que su intención nunca fue la de encasillar su película como un reflejo postergado de la cultura alemana de aquellos años, sino más bien una lección honesta de las consecuencias que la represión física e ideológica pueden generar, es necesario decir que El listón blanco aporta basándose en este periodo en particular.
A fuerza de obtener conclusiones livianas, podemos entender que los niños de Eichwald, los cuales cumplen un papel preponderante en la película, terminarán siendo, un par de décadas más tarde, aquellos que abrazarían las ideas del nazismo, aparentemente inconcebibles a la distancia. En ese escrutinio psicológico del fascismo y sus orígenes al que invita el realizador austriaco (tarea emprendida antes por Wilhelm Reich y por Theodore Adorno), la lectura formal de la historia se enriquece de modo notable al volverse comentario ineludible de las realidades del presente. Es así como Haneke empata su punto de vista con el de estos filósofos al defender que el origen de los actos que hoy nos avergüenzan como seres humanos no estuvo en la intolerancia cegadora de Hitler y sus aliados, que de manera inconsciente percibimos como algo surgido de la noche a la mañana, sino que fue el resultado de un modelo cultural represivo y excluyente que a futuro serviría como campo de cultivo de individuos cada vez más deshumanizados.
Entender el motor de la discriminación racial en Europa durante la primera mitad del siglo XX se debe hacer desde un estado de reflexión consciente y no desde la condena obtusa que no hace más que poner a sus críticos al mismo nivel. En la óptica de Haneke poco ha cambiado esto en nuestra época plagada de fundamentalismos, tanto políticos como religiosos. Esta lucidez crítica hace de El listón blanco una película actual e imprescindible, con una complejidad narrativa muy a tono con la variedad de lecturas que permite.
La represión y el exterminio visto como una simple diligencia burocrática, como un acto natural que los hombres se pueden dar el lujo de cometer. Así es como se manejaba el nazismo, contrario a la opinión generalizada de un odio infundado, el cual hacía de la barbarie y la ausencia de escrúpulos su principal arma. El Holocausto no fue sino una consecuencia inaplazable del legado iluminista que terminó por configurar el concepto de cultura. Lección básica de El listón blanco resulta ser esta mirada que nos enfrenta a la desoladora naturaleza conductiva del hombre. Nos recuerda que actitudes como la crueldad, el desprecio y la intolerancia son también el reflejo más puro de cada uno de nosotros.
Éste es Michael Haneke, un director polémico pero tremendamente consistente en su trabajo. Un hombre empecinado en poner el dedo sobre las llagas de la cultura occidental, de cuestionar el aburguesamiento en el que sus países más desarrollados han ido cayendo.
El trabajo de Michael Haneke se ha elevado hasta ponerlo en lo más alto del cine europeo contemporáneo. Sus películas dan voz a las múltiples realidades que convergen en el seno de una sociedad europea aparentemente regida por el orden y la estética, pero que detrás de esa capa que nos muestra un mundo perfecto esconde la otra versión de los hechos. Una sociedad que, por más que se esfuerza en enterrar los fantasmas que la persiguen, se da cuenta de que la base ideológica de ese pasado tormentoso que pretende olvidar sigue estando vigente en gran parte de las personas que la conforman.
Éste es Michael Haneke, un director polémico pero tremendamente consistente en su trabajo. Un hombre empecinado en poner el dedo sobre las llagas de la cultura occidental, de cuestionar el aburguesamiento en el que sus países más desarrollados han ido cayendo. Lo que vemos en esta película no es del todo nuevo en su cine. Ya antes el director austriaco había tratado temas como la limpieza étnica o la asimilación involuntaria de la violencia, pero es esto lo que llena de sentido a El listón blanco, dando pie a la configuración de un estilo propio. Su impacto en el Festival de Cannes en 2009 no hizo más que confirmar que el mundo del cine estaba en presencia de un director en auténtico estado de gracia.
El título de la película alude, por cierto, al listón blanco que el pastor de Eichwald les coloca en el brazo a sus hijos como símbolo de la pureza. ®