La Feria, esa artesanía mexicana elaborada por Juan José Arreola con piedras de los cerros y caminos de Zapotlán el Grande, cumple en este 2013 cincuenta años de su edición. Trasmutemos el oro de estas bodas: que sean de agua lacustre.
Lo conocí, por primera vez, en la biblioteca del parque. Él estaba sentado en la mesa del fondo y leía a los animales a su alrededor. Un elefante se le acercó con paso firme de montaña. Al ver esas dos criaturas, una encarando a la otra, imaginé a un hombre frente a su reflejo; el marfil, una copia artesanal del cabello tejido en sortijas de plata.
—Buenas tardes, soy el mago, a veces brujo. Nací en Zapotlán el Grande, allá en Jalisco; tal vez haya usted escuchado hablar de ese lugar, ahora le llaman Ciudad Guzmán. A pesar de mi lugar de procedencia, he imaginado estanques caídos del cielo en medio del bosque o de la selva, donde abrevan elefantes o rinocerontes, chimpancés o ranas; tan diáfanos y profundos que encandilan y aterran al ser humano. ¡Pero siéntese! ¿Le gustaría jugar ajedrez conmigo?
Nací en Zapotlán el Grande, allá en Jalisco; tal vez haya usted escuchado hablar de ese lugar, ahora le llaman Ciudad Guzmán. A pesar de mi lugar de procedencia, he imaginado estanques caídos del cielo en medio del bosque o de la selva, donde abrevan elefantes o rinocerontes, chimpancés o ranas; tan diáfanos y profundos que encandilan y aterran al ser humano.
—Disculpe, pero no soy un buen jugador —le respondí sinceramente— y sé que usted tiene habilidad y precisión; lo he leído en alguna biografía apócrifa de su vida.
Contestó a mi halago con una sonrisa infantil. Me dejé llevar por su rostro de niño extraviado. Esos dos grandes hormigones de tierra que tiene por ojos me guiaron hacia el tablero.
—Verá usted —me dijo con paciencia—, esto no es tan difícil como se piensa, sólo tiene que jugar, en el más estricto sentido lúdico. Puede usted tomar a cualquiera de esos peones y transformarlo en una reina dotada de plena libertad. Mágico, ¿no cree usted?
No tuve tiempo de contestar, me distrajo un zopilote que llegó a posarse en su cabellera. A pesar del pesado animal que tenía en su cabeza, permaneció incólume, y con la tranquilidad de una vieja figura de mármol siguió tejiendo alquimia con las palabras:
—Incluso, puede usted tomar un idioma cualquiera, en este caso el castellano, y transmutar cada una de sus palabras en piedras preciosas. No tienen que ser de oro, ¡no, no, no!, ésa es una ilusión antigua; pueden transformarse en piedras de cerro, que son más hermosas. Luego, se pueden tejer collares o coronas con ellas, y si le apetece, cosa que yo recomiendo mucho —dijo mientras guiñaba un ojo y sonreía—, puede jugar a las canicas con esos hermosos objetos de magia terrenal.
La serenidad de su voz espantó al zopilote, éste voló y terminó sobre el anaquel destinado a albergar Literatura romántica de Estados Unidos. El viejo ajedrecista, como un niño extasiado, se levantó de la silla, dio un pequeño salto y liberó una carcajada para festejar la bonita e irónica gracia del pajarraco. Luego, ya con el semblante compuesto, siguió hablándome de frente.
—También puede tomar unas cuantas palabras, escoger su disposición pacientemente, y llegar a recrear lo que todos buscamos irremediablemente: el origen. Así pude volver a Zapotlán después de muchos años; créame que así lo hice.
”Aquí entre nos, también es posible transmutar palabras para invocar a la mujer: en un instante tendrá frente a usted las formas más exquisitas, aunque dolorosas, que pueda imaginar. Pero debo advertirle: la presencia femenina no le asegura a usted la pertenencia; usted no puede poseer el deseo.
Después de estas últimas palabras su humor se volvió laberinto inextricable y oscuro. Abandonamos la partida y decidimos despedirnos con un mutuo “hasta siempre”.
Lo conocí por segunda vez al intentar reacomodar estas palabras que enuncian un cariño profundo hacia él. ®