Un viaje puede de repente ser todos los viajes, y, muchacha de la cuarta fila, ser el tajo que parte en dos la existencia, la despedida que se habrá de llevar por siempre como una cicatriz, ahora abierta en llanto.
Atmosféricas. Los calores tapatíos se establecen plenamente, campean ahora por todos sus respetos. Pero una bienhechora frescura matinal es como un cántaro de agua fresca que irá durando mientras sube la mañana. Ya después la sequedad del aire inquieto riega torbellinos de polvo a lo largo de la calle en fragorosas y aturdidas obras. Pero el jardinero bien que cuida su dominio, y verdea agradecido el jardín mientras el coro de los pájaros no cesa. Las sombras de la pérgola, ahora más tenues, dibujan el intrincado transcurso de la estación. Bajo el ala del invernadero ciertas suculentas explayan todo su entusiasmo, y el vecino guayabo veterano observa distraídamente sus floraciones. Pasa la tarde, baja otra vez el aire del poniente, da noticias de la jornada que se cumple.
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La muchacha que lloraba en el avión. Cuarta fila, y ningún consuelo. Sin reparar en las miradas de sorpresa o compasión el llanto continúa. De alguna manera va así repartiendo su pena a lo largo de la lenta fila de pasajeros que trabajosamente avanza. Cada uno se lleva, tal vez, un particular duelo, la reverberación de cierta herida no del todo restañada, o la obstinada indiferencia de los distraídos o de los que cierran su terca coraza. Porque los aviones que parten están cargados de una cierta gravedad que nunca se sabe en quién reside. Quién hace un viaje rutinario o postrero, quién encontrará lo inesperado, quién más vuela rumbo al tedio o la costumbre, o a una impensable lejanía que tomará transbordos y fatigas, desventuras o gozos, quién por primera vez estrena el vuelo y encuentra el prodigio. Porque un viaje puede de repente ser todos los viajes, y, muchacha de la cuarta fila, ser el tajo que parte en dos la existencia, la despedida que se habrá de llevar por siempre como una cicatriz, ahora abierta en llanto.
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Los ojos del mar. Método simple para distinguir el cine: dejar pasar los días a ver si queda algo de todo aquello que una película propone. El olvido y la memoria hacen entonces su trabajo: depuran, decantan, fijan situaciones, ahondan pasajes, evaporan lo que resta y entregan al final un escueto resultado. De algunas cintas permanecen largas secuencias detalladas o desvaídas, ciertos diálogos que continúan resonando por otras vías, la cara de algún personaje en una escena casual o decisiva, espacios insólitos o vagamente familiares. De otras, apenas nada. Hace algunas semanas sucedió para este espectador la visión de la más reciente película de Jose Álvarez: Los ojos del mar. Resuena sobre todo la incontada épica de los pescadores de camarón, de su mundo áspero, agreste. La primera escena es deslumbrante en su simple magnificencia: el barco que avanza con las alas que sostienen las redes bien desplegadas.
Hay algo hipnótico, intemporal, en esa navegación que resume la tantas veces milenaria lucha de los hombres por encontrar en el mar sustento y razón de sus trabajos.
Hay algo hipnótico, intemporal, en esa navegación que resume la tantas veces milenaria lucha de los hombres por encontrar en el mar sustento y razón de sus trabajos. Se trata aquí de un documental, pero es también el desarrollo de situaciones y personajes que van acumulando una densidad pocas veces alcanzada en el género. Ciertos tipos humanos adquieren una dimensión mítica: el rostro curtido y como tallado a golpes de mar de los pescadores, la mujer bravía —arquetipo de todas las que esperan obstinadamente en la orilla—, la que no se resigna al olvido y la desmemoria. Una mujer que toma sobre sí el peso fatal de un naufragio, que encierra y transfigura la tragedia en una ingenua caja cargada de poderes que invocan la trascendencia y la esperanza del reencuentro. Convoca luego a los deudos a la ceremonia que habrá misteriosamente de alcanzarles el consuelo. Se trata de fijar, en la despiadada inmensidad marítima, un preciso lugar: el del duelo, la despedida, el ancla para no del todo perder a los desaparecidos. O para saber que su destino se ha cumplido. Quedan las miradas, los gestos del coraje y de la pena, la vasta compasión de una mujer. Queda la morosa narración cinematográfica que comunica el lento avance de las mareas del corazón, la pureza de las imágenes, la carga espiritual que Jose Álvarez logra transmitir a partir de una historia elemental y que, por lo mismo, atañe a todos los hombres.
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Y las derrotas del tramp steamer de Álvaro Mutis siguen surcando las aguas de la más honda memoria…
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México. La casa verde guarda un silencio impensado. El jardín de la azotea se estremece levemente con el paso de los camiones de largo recorrido. Objetos y libros alternan sus historias, y una botella de tequila a medio beber relata conversaciones, extravíos, trazos victoriosos u olvidados. Al fondo de otro jardín de Tacubaya se teje pacientemente el futuro, se aprende del trabajoso y ya largo trayecto, y se renueva, al vuelo de los caballitos, un fervor incandescente que habrá de durar. El estanque reciente despliega sus reflejos con brío ejemplar.
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Seremos lo que sean nuestras escuelas, dijo alguna vez el alto poeta que fue Jaime Torres Bodet. Es así que para cada quien puede establecerse el recuento de los ámbitos por donde cursó sus aprendizajes, examinar de este modo la indisoluble química espacial que determinó sus pasos. Recordar, por ejemplo, la que entonces era una altísima ventana por la que los párvulos miraban con insistencia las nubes peregrinas, el patio de corredores umbríos y generosos en donde reinaban los helechos alrededor de una vieja señora que enseñaba el trazo de las letras. La gentil paciencia fue, sin duda, la enseñanza, y una escalera sentó el parco ejemplo de una clara geometría en ascenso. El zaguán por donde transitó el ingenuo o cruel acceso a los días que vendrían (y niños que lloraban, asidos del cancel, interminablemente). Los juegos y el inicial deslumbramiento de unos ojos claros, el incongruente y suntuoso diván que, por alguna razón, navega de vez en cuando por los dibujos en curso.
Hasta llegar al edificio severo y esencial donde la vida prosiguió sus encuentros. Una versión tapatía de los lejanos trasuntos del Bauhaus, una ascética funcionalidad que sin mucho saberlo repetía los ecos de las enseñanzas del varón de Loyola.
Y luego el otro caserón, vasto y misterioso, del que nunca se acabaron de descubrir los recovecos. Entresuelos y corredores, terrazas solares, un vestíbulo inabarcable con escaleras dobles y solemnes, mangos de tupida sombra y un patio dilatado de arenales güeros. Y después un edificio moderno que desde el fondo de la huerta fue avanzando hasta devorar, con implacable eficiencia, los restos últimos de la casa condenada. La infantil rebelión contra el sinsentido de tal acto sigue durando ahora: y nadie adivinaba, tal vez, que se cumplía allí la parte proporcional del sino de la ciudad entera. Pero luego, mucho antes, solamente conocida en las parcas relaciones de los mayores, la silueta recortada contra los maizales de siete arcos de noble alzada. Y un coro legendario y peregrino que desde allí recorría la región sureña. Muchos años después, azares del tiempo, apareció la vera imagen de la brava escuela rural: era idéntica a lo contado. Cavilar entonces sobre los vertiginosos enigmas sobre los que navega la sangre…
Hasta llegar al edificio severo y esencial donde la vida prosiguió sus encuentros. Una versión tapatía de los lejanos trasuntos del Bauhaus, una ascética funcionalidad que sin mucho saberlo repetía los ecos de las enseñanzas del varón de Loyola. Sombras que rayaban los corredores de mosaicos amarillos, barandales que apenas supieron contener, por un tiempo, los vuelos. Aclarando separadamente volaban los años. Y en un rincón del patio, el cuadrilátero en donde los largos rencores al fin respiraban, entre el griterío que volvía incipientes gladiadores a los rijosos. Campos de juego de tierra liviana, un desierto que cruzaban los embates de las aguerridas delanteras, y al fondo, el perfil dentado de las salas de clase al que remataba un escudo victorioso: bajo su estampa sería la fotografía indeleble, que fue en ella misma destino. Quién lo sabría.
Ruedan las temporadas y un verano preciso despide a los veinte años. Al amparo de la dulce luz angevina las muchachas que venían de lejos hablaban de su tierra. Y siempre, al fondo, el largo edificio de tejados de pizarras azules que repetía la tan francesa retórica de los días que fueron. Pero su discreto clasicismo se quedó al final como una lección perdurable de contención, de tenaz fraternidad con todo lo que los hombres construyen. Y el incendio de la sangre por largos corredores parisinos, el tren que siempre se iba a las 7:35, la casa al fondo del jardín que se fundía con el río tranquilo, y con las aulas severas que miraban las espesuras del parque. Las almenas del castillo inmemorial, el destello de los ojos verdes, la ventana dibujada una vez y otra: todo quedó dicho en aquel edificio melancólico y amable sombreado de castaños.
Unos cuantos gigantes empezaron sus trabajos en lo que no eran más que maizales que se volvían ya amarillos por la estación que viraba. Tres, siete gigantes sembrados para iniciar un jardín. Construcciones elementales, suficientes. A su alrededor prosperó la arboleda, ciertos prados que encontraron su justa dimensión. Lo más perdurable fue una estructura de tubos y telas de colores que apenas duró diez días. Y un taller que se extendía rumbo a las reglas y los lápices enjundiosos, y todos cabían. Como sigue cabiendo ahora la ancha esperanza, la fuente nunca cancelada, los círculos concéntricos que convocaron al mundo, uno o dos edificios de rojas banderas al viento. Es cuánto.
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Tapalpa sabe guardar en su suelo rojizo unas prodigiosas piedras de brillos azules que algo de muy hondo despiertan en quien los ve. Dice el maestro que los muros que con tal material se construyen a veces flotan sobre los campos atardecidos, cuando el último albañil ha dejado atrás, cumplida, la jornada. ®