Fernand Braudel revolucionó la historiografía. El Mediterráneo marca un espacio de contacto en su obra, de enriquecimientos mutuos e inevitable competencia entre tres antiquísimas civilizaciones.
Pocos libros de historia acusan una prosa tan cuidada, tan sugerente y tan viva como la de un modesto opúsculo del historiador francés Fernand Paul Achille Braudel (1902-1985), coautor tanto con Maurice Aymard como Filippo Coarelli de La Méditerranée. L’espace et l’histoire (París: Flammarion, 1985; El Mediterráneo. El espacio y la historia, México: FCE, 2009), traducida al español en 1989 y aparecida en la Colección Popular en tercera reimpresión conmemorativa durante 2009. Fernand Braudel fue uno de los representantes más conspicuos de la llamada École des Annales, fundada por Lucien Febvre (1878-1956) y Marc Bloch (1886-1944), cuya huella llega hasta hoy gracias a Jacques Le Goff. Braudel, nacido en la Lorena, en un poblado cercano del río Mosa (la Mosa, todavía escribía Quevedo en aquel famoso soneto al duque de Osuna, su valedor, quien murió apartado del favor del rey), permanecería siempre siendo un historiador de cepa aldeana, en palabras suyas, aferrado a la imborrable impronta del terruño, al menos con la sensibilidad y la memoria, a una forma de vida que está rápidamente desapareciendo. Braudel, en su obrita, hace hincapié en el acelerado deterioro de las formas de vida tradicionales en ese vasto espacio que separa Europa de África, y a la vez la acerca, ese mar entre las tierras conocidas de otro tiempo. Las terrazas de cultivo que tantos siglos costó ganarle a la naturaleza, encaramándose en las laderas de las encrespadas cordilleras, llevando piedras para los muros y sacos de tierra a lomo de mula y de asno, se están erosionando ahora por hallarse en el más completo abandono. Olivos centenarios se secan y mueren cada año, porque el beneficio de la aceituna requiere tantas veces que se realice la cosecha a mano, cargando el fruto en cestas en la espalda. Hoy en día, precisamente, que lo que hace falta es mano de obra, al menos por los rumbos de los litorales europeos.
El Mediterráneo marca un espacio de contacto, enriquecimientos mutuos e inevitable competencia entre tres antiquísimas civilizaciones. En primer lugar, eso que puede designarse como latinidad o cristiandad romana, lo que comúnmente se llama Occidente, la persistencia del mundo medieval, donde queda absorbido el portentoso pasado romano, que forjó todo un sistema de derecho, con usos y costumbres determinados, y el predominio de una lengua única, el latín, transformado en un conjunto de idiomas nacionales que —bajo el imperio de Carlos V— conoció un trasvase continental sin precedentes, absorbiendo grandes extensiones de México, el Perú y más tarde hasta las Filipinas. Por otro lado, las ruinas de la antigua cultura griega, extendida por Alejandro, cuyo centro de gravedad quedaba en Constantinopla, conquistada por los turcos en 1453 pero cuya influencia, a través de la Iglesia ortodoxa, se extendió a través de los Balcanes (Bulgaria, Rumania y casi toda Yugoslavia) hasta abarcar Rusia, cuya capital Moscú se ha llegado a ver como una tercera Roma. Finalmente el Islam, que presenta tanto interés para los historiadores, porque en él quedan absorbidos modos de vida, tradiciones y herencias de pasado bastante remoto —fenicio, persa, asirio, mesopotámico, caldeo e incluso sumerio— con un ardor proselitista que conoció, durante el siglo XIII de la era cristiana, una expansión hacia Oriente que llegaría hasta la India; fue sólo después de 1918 cuando el dominio turco de varios siglos cedió en los Balcanes y Grecia. Braudel alguna vez se refirió al Islam como la contraparte por antonomasia de Occidente y eso le ha valido para que algunos autores lo tilden de historiador islamófobo. Nada más falaz e inexacto, si se toma en cuenta la valorización que hace de civilizaciones comúnmente tenidas por extintas, cuyos últimos vestigios siguen estando vivos precisamente en el Medio Oriente. El Mediterráneo es muchas cosas: una depresión bastante pronunciada totalmente llena de agua (el monte Olimpo entero se perdería en las inmensidades de sus simas), una sucesión de mares internos (el Egeo, el Adriático, el Tirreno, el Mar Negro o Ponto Euxino de los antiguos helenos), un espacio de contacto entre pueblos diversos (algunos de ellos figuran como cuna de la civilización), una porción de agua considerable (aunque prácticamente una nulidad, comparado con el padre Océano, es decir ese imponente Atlántico) y circunscrita por imponentes cadenas de montañas (los Alpes, los Apeninos, los Balcanes, los Pirineos, sin olvidar las eminencias de la Hélade y el Líbano).
Como escribe Braudel en un pasaje, que constituye un ejemplo magnífico de su prosa, “No obstante, la montaña no circunda todo el Mediterráneo. Sobre la costa norte, hay ya algunas interrupciones: la costa del Languedoc hasta el delta del Ródano, o la costa baja de Venecia sobre el Adriático. Pero la excepción capital a la regla es, en el sur, el largo litoral inusualmente llano, casi ciego, que se prolonga, sobre miles de kilómetros, desde el Sahel tunecino hasta el delta del Nilo y las montañas del Líbano. Sobre estas interminables y monótonas riberas, el Sahara entra en contacto con el Mar Interior. Vistas desde el avión, dos enormes superficies llanas —el desierto, el mar— se enfrentan borde contra borde; se contraponen sus colores: uno va del azul al violeta, e incluso al negro; el otro desde el blanco al ocre y el naranja”. El párrafo precedente puede servir como una muestra de la veneración que Fernand Braudel profesaba por el Medio Oriente, una región del mundo donde vivió, para mayor precisión en Argelia, al igual que lo hizo en Brasil.
Pocos libros de historia acusan una prosa tan cuidada, tan sugerente y tan viva como la de un modesto opúsculo del historiador francés Fernand Paul Achille Braudel (1902-1985), coautor tanto con Maurice Aymard como Filippo Coarelli de La Méditerranée. L’espace et l’histoire
En relación con la pervivencia de usos inveterados en otras culturas y otras épocas, aunque con seres humanos enfrentados contra las mismas condiciones del ambiente o, en otras palabras, que siguen ocupando un mismo espacio geográfico, Braudel cita al padre de la historia, el gran Heródoto, destacando las equivalencias con culturas vivas que, todavía puede observarse —para más abundamiento— maneras de vestir en el mundo musulmán: “Los babilonios llevan primero una túnica de lino que les llega hasta los pies [nosotros diríamos gandurah], y encima otra túnica de lana [la chilaba]; se envuelven después en un pequeño manto blanco [podríamos hablar de un albornoz recortado]; se cubren la cabeza con una mitra [hoy diríamos un fez o un tarbuch]”. El Mediterráneo es pues un área donde coexisten distintas culturas, procedentes de periodos históricos contrastantes (algunos muy remotos, otros más próximos). Hay vestigios escultóricos y arquitectónicos que se remontan más allá incluso que la civilización micénica o la egipcia, dispersos por varias partes del continente (en las islas principalmente y no sólo aquéllas como Cerdeña, Sicilia o Malta sino incluso Inglaterra). La existencia de una cultura previa, unificadora del continente —que lo hermana con el Medio Oriente y el norte de África— ha sido uno de los descubrimientos más notables de la arqueología moderna.
Entre 1940 y 1945, durante su reclusión en un campo de prisioneros en Alemania, Fernand Braudel dictó cursos de historia para los internos francófonos, ahí precisamente perfiló las ideas de la que sería su obra histórica más señera, la cual más tarde va a presentar como tesis en la universidad, La Méditerranée et le monde méditerrenéen à l’époque de Philippe II, donde expone esas divisiones en la historia que lo han vuelto célebre: l’histoire preque immobile, cuyas fluctuaciones resultan apenas perceptibles y están determinadas por las relaciones del hombre con el medio ambiente, l’histoire lentement agitée, la historia social en relación con los grupos humanos y, finalmente, l’histoire événementielle, esa que se agita en la superficie de los acontecimientos históricos, dominada por los grandes nombres, que es la que menos interesa, por cierto. ®