La tragedia, en realidad, no empezó con la muerte de mi padre ni tampoco acabó ahí, pues mi familia siempre vivió entre el llanto y la risa, entre la ruptura y el recomienzo, entre el odio extremo y el amor en nombre del cual se cometen muchos crímenes.
Mi padre murió contento. Recuerdo su expresión serena, su cara casi sonriente con las arrugas lisas y la piel luminosa como si tuviera veinte años menos. Cuando le di un beso para despedirme aún se sentía tibio. Estaba acostado en el sofá de su sala esperando a que llegara el servicio funerario. Antes, durante el trayecto a su casa, fui recordando quién era, cómo era y, sobre todo pensaba en cómo yo, sin él, no sería yo.
Aunque todos conocieron a mi papá, el único de mis ex maridos que estuvo ahí esa noche fue el padre de mis hijos quien, desde muchos años antes y hasta el día de hoy, no me dirige la palabra. No sé si como perenne protesta por lo que él mismo llama mi “vida irregular”, o porque cree —como los niños pequeños— que si cierra los ojos y no me ve, entonces yo tampoco puedo verlo y con suerte hasta desaparezco, o porque es riguroso ad nauseam con los cierres de ciclo, o porque tiene tan mal masticado nuestro divorcio de hace ya casi veinte años que prefiere ignorarme para no enfrentarlo. O todo junto. Entonces, en un acto de patética congruencia, ni siquiera por la circunstancia fue capaz de hablarme. A mí me pareció un poco ridículo.
Desde ahí empecé a sentir el vacío circundante, el vértigo al nivel del piso, algo así como un rumor de ola que se acerca para anunciar al romperse, que uno acaba de encallar, irremediablemente y por tiempo indefinido, en un lugar al que no pertenece.
La tragedia, en realidad, no empezó con la muerte de mi padre ni tampoco acabó ahí, pues mi familia siempre vivió entre el llanto y la risa, entre la ruptura y el recomienzo, entre el odio extremo y el amor en nombre del cual se cometen muchos crímenes. Y creo que eso nos hizo dramáticos per se, involuntariamente histriónicos, teatrales, a veces cinematográficos y casi siempre telenoveleros. Y, bueno, qué mejor foro que un funeral para que todos —cada uno en su estilo— nos diéramos vuelo y le imprimiéramos nuestro sello al personaje que nos tocaba representar.
La tragedia, en realidad, no empezó con la muerte de mi padre ni tampoco acabó ahí, pues mi familia siempre vivió entre el llanto y la risa, entre la ruptura y el recomienzo, entre el odio extremo y el amor en nombre del cual se cometen muchos crímenes.
La primera actriz de la puesta en escena fue mi mamá, quien ese día no sabía si traía más coraje que congoja porque, como en todo buen culebrón el rating se había ido al cielo tres o cuatro semanas atrás, cuando la villana de la serie —léase mi hermana— había decidido prenderle fuego al set al soltarle a bocajarro a nuestra progenitora que su señor marido —o séase mi ’apá— tenía una casa “chica” casi tan grande como la suya y que la otra doña hasta camionetón gabacho traía, entre muchos otros detalles incómodos sobre tres lustros de una relación que seguramente mi jefa no ignoraba, pero en apego a su personaje de “la señora, la que lleva el apellido y la que parió a los hijos legítimos”, como si estuviera en una película de tema escabroso con gran reparto y magistral dirección, había venido actuando con la serenidad de Rita Macedo en El castillo de la pureza, haciéndose “ojo de hormiga” ante una realidad que sabía no podría cambiar y le resultaba mucho más cómodo hacer como que ignoraba.
Pero cuando la desequilibrada de mi hermana, a consecuencia de una batalla de ego no ganada, montó en cólera contra mi papá y fue y vació sobre la mesa de su casa un costal de mierda y explosivos, la autora de nuestros días no tuvo más remedio que dejar de fingir demencia, indignarse y cambiar de papel. Por supuesto armó un pedototote como acto inaugural en este cambio repentino en el guión, y se convirtió en una mezcla de Libertad Lamarque —en el más sufriente de sus papeles— e Isabela Corona en su malévola caracterización de la tía Alejandra. Es decir, mientras lloraba por los rincones, deseaba al mismo tiempo que varios personajes sufrieran un lamentable accidente que los sacara de cuadro para siempre.
El que se salió del cuadro, del triángulo y de toda figura geométrica posible fue mi papá. Una vez declarado oficialmente el desastre, con donaire, paso firme y sin correr, gritar ni empujar se dirigió a la cantina más cercana y después de casi diez años de sobriedad sucumbió ante el embrujo del vaso jaibolero y el old fashion; la copa tequilera, coñaquera y vinatera; la caguama, la ampolleta y el barril; la anforita, la patona… lo que hubiera.
Cuando mi padre murió yo aún no conocía a mi entrañable amigo Carlos Avilez —a quien curiosamente conocí por un texto que escribí sobre mi papá—, pero si ellos se hubieran visto las caras sé que se habrían llevado muy bien: por norteños, por cantineros, por buenos cocineros, por su gusto por la misma música, y porque sin conocerse pensaban muy parecido. Mi padre, tal vez mucho antes de que Carlos lo escribiera, supo que “tocar fondo es mejor que estar sobrio”. Y en caso de emergencia él no rompía el cristal sino que lo destapaba y se bebía el contenido.
Sus últimas semanas las pasó lejos de sus dos mujeres en una cantina —o en varias— oyendo a José Alfredo, a Javier, a Cuco, a Cornelio, a Lorenzo. Lo que sea que tuviera la rockola que lo llevara hasta el rancho de su infancia, o al internado de la adolescencia, o a Madera, en la sierra, cuando empezó a querer cambiar el mundo… Estoy segura de que oyó mucho a Pedro Infante, la canción que le gustaba, ésa de la que muchas veces dijo: “Cuando me muera quiero que me pongan música y que me entierren con esta canción”.
Sus últimas semanas las pasó lejos de sus dos mujeres en una cantina —o en varias— oyendo a José Alfredo, a Javier, a Cuco, a Cornelio, a Lorenzo. Lo que sea que tuviera la rockola que lo llevara hasta el rancho de su infancia, o al internado de la adolescencia, o a Madera, en la sierra, cuando empezó a querer cambiar el mundo…
No murió borracho. Recuperó la sobriedad, tal vez más a fuerza que de ganas —el cuerpo ya no aguantó la farra y tuvo que pararla—, pero en realidad se detuvo para morir satisfecho, lúcido, apaciguado. Contento.
El día que mi padre murió todo parecía haber vuelto a la normalidad y poco a poco sobrepasó lo normal para ser casi perfecto. Él empezó su rutina cotidiana: vació la vejiga, tomó café, fumó un cigarro, evacuó el intestino, se rasuró, se duchó, desayunó; decidió quedarse en casa a leer, a dormitar, a estar con mi mamá en ese silencio por el que se comunicaban desde hacía años, un silencio que no dejaba de estar ni cuando hablaban. Ella le cocinó algo sabroso, todo lo sabroso que puede ser la carne magra, las verduras cocidas, el caldo desgrasado, todo con poca sal, sin condimento. Como una deferencia le hizo —tal vez— salsa roja con muy poco picante.
Porque mi madre llevaba veinte años siguiendo a pie juntillas las indicaciones del cardiólogo. No así el cardiaco —cuya tercera reincidencia estaba por ocurrir aquella noche—, quien se comía rigurosamente lo que su cocinera personal le ponía sobre la mesa y acto seguido salía tras unos buenos tacos de carnitas, de cabeza, de suadero. Pero ese día el señor, por primera vez en años, sólo comió lo que le sirvió la señora, se fumó un par de cigarros y se fue a dormir la siesta.
Despertó a la hora de ir al súper, el lugar de encuentro social en un pueblo donde la gente ha dejado de dar vueltas en el quiosco de la plaza y ahora las da por los pasillos de Gigante —hoy Soriana—, ruedo donde en horas pico se está expuesto a la inquisidora mirada colectiva, al escrutinio de la masa.
Ése fue el verdadero regalo del día para mi madre: en un acto equiparable a salir al balcón presidencial un 15 de septiembre ante un zócalo lleno, ella entró al supermercado del brazo de mi papá, lo cual —como en una telenovela donde las últimas semanas han sido de tensión y conjetura acerca del desenlace— esa tarde dejó claro que el protagonista del teledrama le estaba dando su lugar a su esposa, se quedaba con ella, regresaba al redil y a honrar el sacramento del matrimonio. Mi mamá, supongo, salió de la tienda con sus bolsas del mandado sintiendo que había cortado rabo y oreja.
Ya de vuelta en la casa, mientras ella preparaba la cena, él se sentó en la sala y encendió un cigarro. El último. La vida le concedió morir haciendo lo que más le gustaba, incluso más que beber: fumar tabaco. Mi papá tuvo un infarto fulminante y se quedó en el sofá de la sala donde yo todavía lo vi cuando llegué a su casa.
Justo ahí empezó el segundo acto.
Horas más tarde, ya en la funeraria, no pude evitar pensar que, si en efecto estuvieramos en un reality show, una telenovela o una peli de muy bajo presupuesto, la locación para ese capítulo era inmejorable. En mi pueblo, de cuyo nombre no quiero acordarme, hay una familia que regentea hoteles de paso y funerarias, es decir, su negocio es la muerte chiquita y la muerte deadevis, y a fuerza de años dedicados a esa dupla empresarial desarrollaron una estética peculiar que dio por resultado el velatorio donde fueron llevados los restos de mi padre, el cual tenía toda la facha de un motel de quinta.
En cuanto pude le recordé a mi mamá lo de la música:
—¿Cuál música?
—Pues la que nuestro difunto siempre pidió pa’l día que se muriera, ¿cómo que cuál?
Mi mamá no estaba muy convencida, o estaba más bien conmocionada o todavía muy encabronada, o un poco de todo, y decidió hacer una especie de referéndum entre sus parientes —empezando por sus hermanas que son algo así como la versión aldeana de Selma y Paty, las cuñadas de Homero Simpson—, y por supuesto las opiniones estaban divididas. Ya no recuerdo, ni me importa, cómo fue que finalmente la viuda accedió al asunto de la música y mandó traer a Los Norteños: un trío con acordeón, redoba y tololoche que amenizó innúmeros cumpleaños y fiestas de mi padre, por lo que los susodichos se sabían al dedillo todas sus preferencias en orden de importancia.
Llegaron a la sala funeraria, con estentórea solemnidad se quitaron el sombrero y le dieron el pésame a mi madre, seguro a mí también, que estaba al lado suyo, pero como ésos son de los primeros artificios del duelo de los que quise deshacerme, la verdad no lo recuerdo. Cumplido el protocolo, se colocaron estratégicamente junto al féretro y se arrancaron con la primera canción, la misma que mi papá siempre pedía para empezar la fiesta… y pa’ seguirla… y pa’cabarla. Su favorita, pues.
Pero ay, amigo, ¿por qué estás tan triste?
pues cómo no si me sobra razón
porque la joven que amaba en un tiempo
ahora es dueña de otro corazón.
Mi mamá y yo cantábamos con eufórica complicidad ante la mirada asombrada, reprobatoria, incrédula —elija o agregue el adjetivo de su preferencia— de los todavía pocos asistentes a lo que allá en el rancho grande fue sin duda uno de los eventos sociales más relevantes de aquel año. Las dos sonreíamos entrecerrando los ojos evocando aquellos memorables guateques.
Como a las once se embarca Lupita
se va a embarcar en un buque de vapor
y yo quisiera formarle un chubasco
y detenerle su navegacion.
http://youtu.be/TS1TuySPrjc
A punto estábamos casi de pararnos a darle al zapateado cuando al unísono entendimos la broma: “Como a las once se embarca Lupita…” Lupita, Lupe, Guadalupe. Entonces estallamos en una risa histérica que dejó patidifuso al respetable. Porque, claro, así se llamaba nada menos que la otra doña de mi jefe, quien también le asestó ganchos al miocardio cuando —hágame usté el pinche favor— tuvo el buen tino de… ¡casarse! Es obvio que el romance con el autor de mis días no acabó ahí, y el idilio se reanudó aunque la damita ya era la “señora de tal” y mi papá terminó siendo el padrino de una niña que se presume ha de ser su hija aunque no lleva su apellido. Telenovelón. ¡Ajúa!
Así declaramos formalmente inauguradas las exequias del mejor contador de chistes que conozco. Yo, la verdad, después de que la risa histérica se me convirtió en llanto, hice una pausa y me salí al pasillo a seguirme riendo. Mi mamá se quedó como pasmada seguramente repasando las incontables veces en que —como solía ser entonadita y ya con sus copas le entraba a la cantada— con desbordante enjundia se había echado de su ronco pecho la canción a que a mi ’apá tanto le gustaba.
Esa madrugada, mañana, mediodía, recibí más abrazos que en toda mi vida provenientes de gente a la que no había visto nunca o muy poco o había olvidado o simplemente no me importaba… ni yo a ellos. También reconocí a los poquísimos amigos de mi papá, a los de verdad, a los que no fueron a decir discursos ni a llorar ni a montar guardias absurdas junto al muerto ni mandaron grandes arreglos florales para mostrar “quién la tiene más grande” haciendo la paráfrasis del falo con una corona mortuoria.
Yo me instalé en una especie de ausencia de cuerpo presente. Como si fuera el tráiler de una película surrealista veo una secuencia de muecas, rostros gesticuladores sobreponiéndose unos a otros, en un blanco y negro muy contrastado, sin voz y sin música de fondo. Los veo unos segundos, se alejan, se disuelven. Negro. Así es mi recuerdo de la interminable fila de ¿dolientes? en el funeral de mi padre, que de algún modo me recuerda al de Ataúlfo J. Barrientos, el personaje de la cinta Ante el cadáver de un líder, donde el muerto pareciera ser el pretexto pa’ todo a la vez que es lo menos importante.
A mi hermana la ubico muy vagamente. Sobreactuada. Con ese maquillaje de peli de terror que usa desde los trece años, con su eterna actitud de maestra de ceremonias en un importante acto, como poner la primera piedra de una escuela o inaugurar una pollería, da lo mismo, lo importante es cortar el listón, tomarse la foto, sonreír —en este caso llorar— frente a todos. No cruzamos una sola palabra. Cuatro años antes del deceso del patriarca yo había pintado una raya con brocha muy ancha para no estar cerca de ella. Creo que la anécdota de cómo vertió gasolina sobre un fuego que llevaba años controlado sólo para sofocar su ira basta para explicar cuál es su condición humana.
Pese a su gran protagonismo, no fue mi hermana sino la de mi papá quien se llevó las palmas al mejor drama representado in situ. La familia que vino del norte arribó a la funeraria-motel dispuesta a captar la atención, sobre todo mi tía, quien en cuanto puso un pie fuera del auto lanzó un grito semejante al que, supongo, emitiría un hipopótamo si le dan un arponazo. Silencio en la sala. De pronto nadie sabíamos qué carajos era ese sonido… inmovilidad por algunos segundos, “cualquier interrupción puede causar la muerte del artista”. Todos conteniendo la respiración, como en los circos.
Al segundo alarido salí asomarme y desde el barandal del primer piso donde estaba el velatorio y se apreciaba el patio central —un estacionamiento enmarcado por puertas numeradas, ya lo dije, como de hotel de paso— vi la paquidérmica figura de la tía, con los ojos hinchados y la mirada perdida en lontananza, arrastrando los pasos, moviéndose con la lentitud de los obesos y avanzando sostenida por dos de sus hijos, con los brazos extendidos hacia el frente, como los ciegos tanteando lo que no les es visible. Los sonidos guturales, que parecían salirle desde el mismísimo duodeno, no cesaron hasta que llegó ante el ataúd de mi padre quien, no hay que olvidar como lo olvidó ella, era el motivo de esa bonita reunión: finalmente la muerte le hizo realidad uno de sus mejores chistes y él era el muerto de ese funeral, el protagonista.
La tía, en un despliegue inenarrable de mal gusto e impostación, soltó una especie de pujido de largo alcance —que de seguro le perjudicó su calzonzote— y sin decir agua va se dejó caer sobre mi ’apá gritando “Hermanoooooooooo” —léase en el tono de “Toritoooooooooo”—, y luego algo así como “Aaaaagggggghhhhhh” antes de desvanecerse y casi tirar a mi papá de su cajón. Estupor total.
Si hubiera sido un concurso ahí la puntuación habría subido vertiginosamente a favor de… “nuestra participante coahuilense, quien ha allanado la distancia y sobrevivido al clima sofocante de la carretera para venir a dar una muestra de cómo se despide a un pariente muerto más allá de todo decoro, ¡un aplauso para la hermana del difunto, quien ahora mismo luce más pálida que el cadáver y en la siguiente eliminatoria llegará hasta la ignominia para vencer a cualquiera que ose mostrar un poco más de dolor que ella, porque en la Comarca Lagunera se sufre aaaaaasssssssssiiiiiiií!”
Volví a salir al pasillo no para reírme ni atisbar desde la altura, sino para convulsionarme de coraje por tan artera jugarreta. ¡Qué tía de megamierda! Una amiga de la familia se acercó y me dijo al verme a punto de que la cabeza me empezara a dar vueltas como a la niña de El exorcista:
—Respeta el dolor de tu tía, cada quien lo expresa de manera diferente, cálmate y no te enojes.
—¿Cómo chingados no me voy a enojar? A mi tía le encanta “expresar su dolor” hasta porque se le acabó el tanque de gas. Si no la hubiera visto antes montar sus escenitas tal vez se la compraba. Pero que no joda, si quiere ser el centro de atención que regrese a su casa a morirse para que le hagan su propio teatrito, ¡éste es el de mi papá!
A partir de ahí sentí que el nivel de guión y actuación se nos había venido a menos de manera muy cabrona, ni Borola Burrón hubiera querido un papel ahí para no perder “catego”. Ya para entonces el velatorio era como los andenes del metro Hidalgo en domingo, con todo y sus olores, sus manoseos y sus conversaciones múltiples. No me atrevo a asegurarlo, pero creo que hasta las putas que recalaban en los cuartitos circundantes andaban de plañideras mientras ofertaban sus servicios en la romería que se había vuelto aquello. Yo estaba a punto de salir corriendo a la vinata más cercana para aplicar la fórmula de mi papá en las emergencias.
No me atrevo a asegurarlo, pero creo que hasta las putas que recalaban en los cuartitos circundantes andaban de plañideras mientras ofertaban sus servicios en la romería que se había vuelto aquello.
En eso llegaron los Güichis.
Tres de los cinco hijos del más querido amigo de mi papá, quien murió dos décadas antes que él, arribaron al rodaje justo a tiempo para salvar la película… o al menos a mí. Nos abrazamos y enseguida nos fuimos de prisa, no a la vinata, sino al changarro que fungía —fingía— como cafetería de la funeraria, donde ni café tenían. A la luz de unas cocacolas, ni tardos ni perezosos, empezamos las remembranzas que en breve nos llevaron de la leve sonrisa a la abierta carcajada, hecho que al parecer sí es muy mal visto en un velorio. Sobre todo si la hija mayor del fenecido es orquestadora, ejecutante y solapadora.
Con los Güichis pasé los mejores momentos de mi infancia, cuando me quedaba días en su sorprendente hogar que era literalmente “la casa de la risa”. Ahí todo era posible y las leyes de la vida convencional eran por completo inoperantes, empezando por el hecho de que en la vitrina del comedor, presidiendo la cristalería, había una auténtica cabeza humana reducida por los jíbaros del Amazonas.
Con ellos jugaba a hacer obras de teatro, representaciones escénicas donde tuve mis primeras experiencias como actriz, directora, guionista y productora; dentro y fuera del jueguito teatral podía usar pelucas, zapatos de plataforma, pestañas postizas, ropa que no era mía ni me quedaba, pasar muchos días sin bañarme pensando sólo en cuál era el siguiente juego. Sin darme cuenta en aquellos momentos y desconociendo en absoluto el concepto, al lado de los Güichis conocí y disfruté la más pura forma de anarquía.
Gracias a ellos pude sobrellevar el resto de la función funeraria donde, incluso, leí en voz alta el postrero adiós de mi madre, afecta desde siempre a hacer acrósticos, en el que se despedía con rimas del hombre que, si aquello hubiera sido cierto, la había hecho tremendamente feliz durante su vida. Mientras leía sus sentidos versos pasaban por mi cabeza escenas de diferentes calibres, que bien podrían haber sido parte de alguna saga de Valentín Trujillo o los hermanos Almada, donde mi madre con más aplomo que Lola la trailera se trepaba al coche de mi papá y sin el menor dejo de duda lo estrellaba contra el zaguán de nuestro garage, el poste de luz de al lado o incluso otro auto. Acto seguido destrozaba la casa empezando por los platos. Ah, el amor.
Entre todo este jolgorio ya ni supe qué pasó con Los Norteños. Si tocaron ininterrumpidamente —por supuesto, nunca más “El chubasco”— o si se fueron y regresaron. La imagen que sigue sí la tengo clara, puedo verla en cámara lenta, deteniéndome en los detalles de una fotografía pulcra y poética como de Gabriel Figueroa. Iba la carroza encabezando uno de esos cortejos de película de antaño, seguida de los músicos haciendo sonar sus instrumentos y cual si fuera una frase de “La niña de Guatemala”,“detrás iba el pueblo en tandas todo cargado de flores”.
Mi amor de la secundaria estaba ahí dándome su mano, veinticinco años después de que nos dimos el corazón. Ah, la cursilería siempre vende, y más en los momentos de la teleserie donde la trama se pone aburrida y los televidentes empiezan a hurgar en otros canales.
Antes del cementerio fuimos a la iglesia a presentar el cuerpo. El atrio de la catedral parecía una locación llena de extras. Para entonces ya ni los Güichis podrían mantenerme al ras del piso. Me quería ir, me estaba yendo y ya todo era un eco, un rumor, un bisbiseo. Recuerdo una mirada, una sonrisa, un abrazo que me hizo regresar a tierra firme. Mi amor de la secundaria estaba ahí dándome su mano, veinticinco años después de que nos dimos el corazón. Ah, la cursilería siempre vende, y más en los momentos de la teleserie donde la trama se pone aburrida y los televidentes empiezan a hurgar en otros canales. A mí te tocó dar el “arjonazo” en vivo y en directo para salvar el apoyo de nuestros patrocinadores.
Volver a los trece años. A la mariposa en la panza. A la mano sudada. A la mirada y al suspiro. A la fantasía animada. A la expectativa del mañana que para nosotros ya era hoy. Un presente donde nos volvía a juntar no el amor sino la muerte. No recuerdo si lloré sobre su hombro —digamos que sí para fines de rating—, lo que sí es un hecho es que volví a sentir esa sensación que me abarcaba por dentro, oprimiéndome algo, como cuando oía una canción del grupo Yndio o de Los Ángeles Negros cuando era adolescente. Otro abrazo, otra mirada. Despedida. ¡Corte y queda! Comerciales.
Último acto.
Llegamos al panteón. Estaban terminando de cavar la fosa, los músicos se apostaron alrededor del hoyo y no cesaron de tocar y de cantar la misma canción hasta que mi padre en su cajón fue cubierto de tierra.
Yo soy el muchacho alegre
que me amanezco cantando
con mi botella de vino
y mi baraja jugando.
Si quieres saber quién soy
pregúntenselo a cupido
yo soy el muchacho alegre
del cielo favorecido.
Con una baraja nueva
los quisiera ver jugar
a ver si conmigo pierden
hasta el modito de andar.
Eres como la sandía
tienes lo verde por fuera
si quieres que otro te goce
pídele a Dios que me muera.
No tengo padre ni madre
quién se duela de mí
solo la joven que amo
se compadece de mí.
Ya con ésta me despido
a orillas de un campo verde
aquí se acaban cantando
versos del muchacho alegre.
Epílogo
Ocho años me tardé en detenerme a llorar su muerte para poder soltarlo, en ponerme adentro el luto que nunca me puse afuera, en asumir que nunca más volveríamos a estar juntos pero siempre seguiremos estando cerca. Esa tarde de hace un año escuché mariachis. La música llegaba de algún lado, no sé de dónde, pero se oía como si la tuviera ahí mismo, afuerita de la ventana del cuarto piso donde vivo. Por supuesto volví a escuchar “El muchacho alegre” y empecé a llorar haciendo pucheros, soltando suspiros, hasta que me quedé dormida, como los niños. Cuando desperté, mi ’apá finalmente se había ido. ®
Guadalajara, Jal., 19-20 de mayo de 2013
nogales sonora
Que bonito escribes! Me recordo a mi muchacho alegre…gracias por compartir!!