El planeta se encuentra agonizante, pero no podemos albergar ninguna certeza. Es muy probable que, más que una extinción total, el mundo quede poblado por unos cuantos. Parece más lógico: no tendríamos tanta suerte. Después del final, en la tierra reinarán las cucarachas y las cucarachas humanas.
1. ¿Cómo me (nos) voy (vamos) a morir?
Lúcido, impresionantemente lúcido, “El planeta enfermo”, el ensayo que da título al breve libro de Guy Debord (El planeta enfermo, Anagrama, 2006), es una explicación cabal de lo que está pasando frente a nosotros, en la pantalla de nuestro televisor —actualicemos, de nuestro ordenador—: el planeta enfermo es la puesta en escena de la metástasis de la humanidad, pues si las entrañas del hombre se están pudriendo, qué mejor lugar para vivir que uno que refleje la decadencia interior. “Greetings from a sick world”, diría la postal que enviaríamos, la foto la más horrenda, con ríos contaminados y animales muertos. Pero Guy Debord escribió esto en 1971, mucho antes de que el bueno de Al Gore nos alertara a todos, mucho antes de que su desfile por la pasarela política se basara en la nueva moda —ni tan nueva, repito, Debord lo notó décadas antes—, esa moda de la contaminación, hoy bajo el rubro de cambio climático; el nuevo espectáculo, esa forma de hacer política “sustentada” en la “democracia”, y que es un show mediático en el que uno de los caballitos de batalla serán los osos que desaparecen de la faz de la tierra, o la nieve que se derrite. Todo por la democracia, todo por los votos.
No podemos estar absolutamente seguros de si el mundo tiene fecha de caducidad (tal vez venga en la parte de abajo, y sólo las tortugas que lo sostienen alcanzan a verla), pero Stephen Hawking ya advirtió que al planeta le quedan doscientos años de vida, de tal manera que la colonización de nuevas latitudes debe acelerarse.
No cabe duda, el planeta se encuentra agonizante, pero no podemos albergar ninguna certeza. Es muy probable que, más que una extinción total, el mundo quede poblado por unos cuantos. Parece más lógico: no tendríamos tanta suerte. Después del final, en la tierra reinarán las cucarachas y las cucarachas humanas. Katsuhiro Otomo lo puso en estos términos:
“A las 2:17 P.M. del 6 de diciembre de 1992, un nuevo tipo de bomba explotó sobre el área metropolitana de Japón. Nueve horas después comenzó la III Guerra Mundial”. 38 años después de la conflagración, se erige Neo-Tokyo sobre las cenizas del antiguo Japón. El misterio que se intenta revelar en la primera parte del manga es el siguiente: ¿quién o qué es Akira?
Lo que sucede es lo siguiente: Akira ha despertado, y se trata de la mayor amenaza que haya enfrentado el planeta, pues su poder desatado acabará, esta vez sí, con la humanidad. En la calle la gente enloquecida destruye y roba, pues sabe que pronto va a morir. Se instaura el código 7, un estado de emergencia en donde prevalece la ley marcial, y para disipar las insurrecciones, unas arañas mecánicas —las Caretakers—, programadas para destruir a quien se cruce por su camino, patrullan las calles para contrarrestar ataques nucleares. El gobierno detenta el poder de todo, de los medios de transporte y comunicación a los servicios públicos.
2. Nota: esto es un spoiler
La gran maestría de los mangakas, específicamente de Otomo y su equipo, nos permite apreciar las dos versiones del mundo. La primera: Neo-Tokyo, la ciudad que fue erigida tras la explosión de la mencionada bomba. De hecho, las primeras aventuras de Kaneda, Tetsuo y su gang de motorbikers discurren en el ground zero, la zona en donde cayó la bomba y sobre la que se construyen las instalaciones en las que se celebrarán los Juegos Olímpicos del 2031. La segunda: el mundo después de Akira. Tras la destrucción se crean tribus. Una —El Gran Imperio de Tokio— es adoradora de Akira, quien realiza milagros y es acompañado por Tetsuo. La otra la conforman los viejos seguidores de la vidente Lady Miyako. Las pocas fuerzas del orden que quedan allí se desmantelan y se instaura una especie de gobierno “popular”. En los albergues los heridos se recuperan. Ya no hay moneda de cambio, sino trueque, lo que sea útil se intercambia por alimentos y bebidas. Los cadáveres se incineran en hogueras.
Decía que la gran maestría de los mangakas nos permite apreciar ambos mundos. Igual de difícil que dibujar ciudades lo es dibujar ciudades derruidas. Yo pienso que aún más. Y en Akira se logra transmitir la idea de cómo sería el mundo tras la destrucción final. El efecto es palpable.
3. Post
Si la pregunta inicial es cómo será el fin del mundo, la pregunta siguiente es cómo será el mundo después de éste. El History Channel ha aventurado algunas hipótesis:
Y en I am legend, una más. Me refiero en particular a la versión cinematográfica protagonizada por Will Smith.
Ambas versiones están demasiado producidas, pero dan una idea. A veces la ficción ejemplifica mucho mejor. Por ejemplo, ésta es una obra de ficción basada en un terrible acontecimiento real. La suposición es la que nos provoca terror, porque nos pone en contexto. Al imaginar, más que crear mundos inexistentes o inéditos, recreamos mundos que ya existen. Nuestra memoria, nuestros temores, lo que hemos visto o leído, da forma a ese o esos mundos nuevos. Mundos nuevos que no lo son. Por eso, personalmente, he disfrutado más otras versiones, literarias, sobre la caída de la civilización. Vamos por partes.
4. Si tan solo mi corazón fuera de piedra
“Lo que alteras por medio del recuerdo posee sin embargo una realidad, ya sea conocida o no”, es justamente lo que nos dice Cormac McCarthy en The Road (Vintage, 2006). En su gloriosa novela, un hombre y su hijo caminan por una carretera. Llevan un carrito de supermercado con sus pertenencias y sus ropas son andrajos. McCarthy posee la misma mística —¿o quise decir el mismo talento?— que Katsuhiro Otomo, y logra transmitir la atmósfera de ese mundo que, intuimos, quedó después de su fin. El libro es melancólico, en tonos sepia y azul. Todo el tiempo existe una nube de polvo y cenizas. “Así será, justamente, el día en que se haya extinguido la humanidad y sólo queden algunos sobre la faz de la tierra”, nos dice con certeza nuestro cerebro. Lo que presenta McCarthy no ha sucedido, pero le creo. Cuando suceda, se nos va a quitar el sedentarismo. Todo será un desasosegado andar. Búsqueda, huida.
Padre e hijo caminan y caminan. En un momento incluso encuentran una lata de coca-cola; la última coca-cola en el desierto, como se dice. Todos los discursos ideológicos, todas las advertencias médicas, toda idea expresada con anterioridad —es decir, cuando existía el mundo— están de más. Sólo cabe una opinión: la del niño, quien dice que la bebida burbujeante sabe rico. No importa nada más, pues el hombre ha regresado a tiempos primigenios en los que, de alguna manera, el tiempo ha vuelto a empezar. La cacería torna en pepena y las escasas propiedades se defienden con un revólver cargado con una bala solitaria. Hay que defenderse: hay muchos caníbales dispuestos a asarse un bebé recién nacido para paliar el hambre, pues “el linaje humano está destinado a retroceder más y más en la noche de los tiempos primitivos, antes de que vuelva a iniciarse la ascensión sangrienta hacia la civilización. Cuando aumentemos en número y advirtamos la falta de espacio, comenzaremos a matarnos unos a otros”. Aunque esta última cita no pertenece a la obra de McCarthy. Continuemos…
5. Para mí era aquello el fin del mundo, de mi mundo
No hay explicación sobre lo que pudo haber acabado con el mundo conocido en la novela de McCarthy. Sólo la elucubración del autor sobre cómo sería la vida tras ese gran final. El epílogo. Una buena explicación podría ser la siguiente: una enfermedad que provocaba que la cara y el cuerpo del paciente se llenaran de una erupción roja en muy poco tiempo, aceleraba el corazón, hinchaba la cabeza, provocaba convulsiones y pérdida de sensibilidad, el cuerpo se engarrotaba y, luego del fallecimiento del paciente, el cuerpo se desintegraba de la faz de la tierra, dejando como recuerdo no más que millones de gérmenes listos para invadir otro cuerpo. Pero ésta no es la razón por la que mueren los humanos en The Road, sino la peste escarlata, una terrible enfermedad que aniquila a buena parte de la población mundial en el relato de Jack London (La peste escarlata, 1912). Una enfermedad que también arrasa con el lenguaje y, por lo tanto, sólo los más viejos recuerdan cómo se habla correctamente. El retorno al punto inicial ha provocado que los hombres y las mujeres se comuniquen con expresiones cada vez más cercanas a los gruñidos. Corría el verano del año 2013 cuando se registraron los primero brotes en la ciudad de Nueva York y ocho billones de personas habitaban la tierra.
Una enfermedad que también arrasa con el lenguaje y, por lo tanto, sólo los más viejos recuerdan cómo se habla correctamente.
El anciano que narra a las nuevas generaciones el horror vivido sesenta años antes es el sobreviviente de un grupo de cuatrocientas personas de las cuáles sólo quedó él, acompañado de un pony. Un animal afortunado, tomando en cuenta que animales como los gatos y los perros se volvieron ferales, y el salvajismo de la nueva vida llevó a que muchas especies desaparecieran o degeneraran. La peste es un recuerdo, pero también lo es casi todo. La comunicación oral permitirá, hasta donde sea posible, recordar la grandeza creada por el ser humano. Sin embargo, como las consideraciones alrededor de la coca-cola en el caso de The Road, lo magnífico que hayan sido el conocimiento, el arte o la inventiva del humano, poco importa aquí. Los libros se empolvan, sin que haya alguien que sepa leer para acceder al conocimiento que contienen. Todo se ha vuelto inútil.
6. I’m the stranger
Una situación que se desarrolla dentro de la trama de La peste (Albert Camus, 1947): “Grand había incluso asistido a una escena curiosa con la vendedora de tabaco. En medio de la conversación, la vendedora había hablado de un proceso reciente que había hecho mucho ruido en Argel. Se trataba de un joven empleado que había matado a un árabe en una playa”. Naturalmente, la mujer se refiere al juicio en contra de Mersault, aquel hombre que nos ocupa en la novela de Camus, de cinco años antes, El extranjero. Es una curiosidad saber lo que pasaba en otro lado al mismo tiempo mientras la ciudad argelina de Orán se infestaba de ratas que salían a la superficie a morir, como señal de la terrible peste que azotaría a los lugareños. Orán es una ciudad, según la describe el autor, fea, prácticamente mediocre, con ciudadanos igualmente grises a los que, sin embargo, pone a razonar sobre su papel en ese lugar, pero también en este lugar, es decir, la faz de la tierra. Un tema que toca la obra es el absurdo, el absurdo de vivir, pero también de morir, en manos del destino y nada más. Es el caso, por ejemplo, de aquellos personajes que se encontraban paseando o cruzando la ciudad en el momento en que se tuvo que cerrar tanto la salida como la entrada como una medida de seguridad. Es absurdo porque ellos, que podían estar en otro lado —con sus seres amados, por ejemplo— no pueden escapar, y ésta es una razón por la cual se ha dicho que la novela es una metáfora de la ocupación francesa en manos de los nazis: el fin de las libertades. El cronista explica el carácter de su narración: el de un relato hecho con buenos sentimientos, es decir, “con sentimientos que no son ostensiblemente malos, ni exaltan la manera torpe de un espectáculo”. O sea, una historia sobre la humanidad. Por cierto:
F I N ®