Siempre he sentido una mayor simpatía hacia irreverentes y desenvueltos que hacia los cultores de un hieratismo sin mayor sustento que la pose. Esos que escriben con el ceño fruncido incluso cuando tratan de una banalidad, como si hacerlo con el gesto adusto concediese eo ipso importancia a lo que se escribe o se dice.
Hay una clase de hueca habladuría que, a través de expresiones novedosas y metáforas insólitas, da la impresión de ser sustanciosa.
—Lichtenberg
Si otros pueden invertir su tiempo en escribir fruslerías nada impide que lo haga yo. En un descuido podría también, alguna vez, ponerme a informar al ancho mundo de lo que hago un día cualquiera. Si fuese el caso, aderezaría esas importantísimas cuestiones con abstrusos pensamientos, con digresiones poético-sesudas o con cualquier inspirada idea genérica, ya bucólica, ya urbana, y todo ello girando en torno a mi persona y mi vida cotidiana.
Tales cavilaciones —graves y profundas— me han ocupado el celebro en las escasas ocasiones en que mi espíritu se ha sentido lo suficientemente fortalecido como para derramar una perezosa mirada sobre esos harto curiosos frutos exhibidos por quienes se asumen como el escritor por antonomasia, los “literatos”; a saber: cuentos, relatos, ocurrencias, “reflexiones” y todo tipo de escritos inclasificables. Buena parte de ellos bien podrían agruparse bajo el título “el mundo y yo”, con el embarazoso inconveniente de que a la primera parte de ese par le tiene absolutamente sin cuidado la segunda.
Eso sí —como suele suceder cuando las personas se toman a sí mismas demasiado en serio—, leerlos puede ser divertido si uno se enfrenta a sus productos “artísticos e intelectuales” con el ánimo adecuado.
Quizá se deba a algún defecto de fábrica, pero el hecho es que siempre he sentido una mayor simpatía —aunque no necesariamente coincidencias— hacia irreverentes y desenvueltos que hacia los cultores de un hieratismo sin mayor sustento que la pose. Esos que escriben con el ceño fruncido incluso cuando tratan de una banalidad, como si hacerlo con el gesto adusto concediese eo ipso importancia a lo que se escribe o se dice.
Con todo y no sin ruda competencia, quizá sea el excelso campo literario el que ofrece más flancos al escarnio. Los analistas y opinantes universales bordan mal o con medianía sobre asuntos potencialmente sustanciales, no acerca del yo y su entorno inmediato y cotidiano. Supongo que hacer esto último es válido, siempre y cuando se guarden las proporciones: no es ni puede ser lo mismo tragarse el relato ombliguista de Perico de los Palotes que el de, digamos, Umberto Eco, o el de Zutanita de Hualahuises que el de Maddy Prior o Ursula K. Le Guin.
La capacidad de asombro va desapareciendo —también las de indignarse y horrorizarse, dicho sea de paso— y con ella asimismo la capacidad crítica. Quizá sea el intelecto colectivo el que va en descenso y por ello la diferencia no se percibe.
Las autobiografías, en mi opinión y en la mayoría de los casos, son el máximo monumento al egotismo (favor de no confundir con el egoísmo) y a la ridiculez. Aunque menos monumentales, lo mismo ocurre con los relatos breves —breves en más de un sentido— que ofrecen al universo no la vida completa, gracias al cielo, sino fragmentos del decurso diario de sus autores. Y así como en aquellos casos algunos creen que la adustez con que se escribe asegura la entidad de lo escrito, acá se cree ingenuamente que la escritura vaga y el uso indiscriminado y no siempre certero de la metáfora y la alegoría confieren al texto no una altisonante ridiculez, sino la calidad de escrito literario.
Escribir sobre uno mismo e informar al mundo de las propias correrías duodecimales constituye por sí mismo un acto punible, que progresivamente se agrava si se le añade cierta cursilería “literaria” y un conmovedor e infantil empeño por el preciosismo, que obliga al escritor a la búsqueda y el empleo de expresiones manidas, encajen o no en el contexto, y a la recopilación y uso de palabras cultas y elegantes que, al no ser parte del bagaje naturalmente adquirido, con frecuencia yerran el blanco.
Algo similar ocurre con los teóricos profundos. Armados con los conocimientos no digeridos que han pepenado aquí y allá, premunidos con las convenientes e infaltables citas y notas a pie de página, descubren diversos hilos negros y distintas aguas tibias, develan continentes ya poblados o simplemente componen (bajo el nombre de “ensayos”) un pegote de referencias a ideas y frases ajenas que pretenden sustentar una ocurrencia novedosa (para ellos), o bien integran un collage intrascendente que no hace avanzar ni un milímetro el concepto o la concepción de que se trate.
Todo lo contrario: en algunos de esos “ensayos” no es difícil reconocer a aquel pobre hombre satirizado por Marx en un jocoso y poco conocido libro (Héroes del destierro) con los siguientes trazos:
En él no es inusitado leer al mismo tiempo dos artículos de dos autores distintos, combinados en un nuevo producto único sin notar que habían sido escritos desde dos puntos de vista opuestos. Cabalgando siempre valientemente entre sus propias contradicciones, trataba de librarse de la condenación de los teóricos mediante el recurso de declarar que su propia teoría llena de fallas era “práctica”, mientras desarmaba al mismo tiempo a los críticos prácticos interpretando su torpeza e incoherencia en el terreno práctico como pericia teórica.
Pero aún más: como la infección se extiende, vienen después los halagos de los fans que escriben notas, apostillas o comentarios ditirámbicos en unos casos e indescifrables en otros, estimulados en ocasiones —modernos y globalistas como somos ahora— por los teewts autopromocionales de los autores.
Malos tiempos para la lírica, y peores aún para el pensamiento teórico original. Lo que sorprende es que, con tan vasto campo para depredar, tampoco la sátira haya prosperado.
La capacidad de asombro va desapareciendo —también las de indignarse y horrorizarse, dicho sea de paso— y con ella asimismo la capacidad crítica. Quizá sea el intelecto colectivo el que va en descenso y por ello la diferencia no se percibe. Cada quien aprecia la inteligencia y la calidad ajenas desde su propio nivel, de modo que quienes en una época o lugar aparecen como destacados intelectuales, estadistas o literatos, en otros apenas llegarían a amanuenses o correveidiles.
Difícil encontrar una expresión más condensada que la del autor de la Apología de los asnos —publicada anónimamente a principios del siglo XIX pero según todos los indicios por Manuel Lozano Pérez Ramajo— que bien podría servir como epígrafe, o quizá epitafio, de un escenario como éste:
… Cualesquier de ambas cosas que yo fuera/ Asno o poeta, al fin rebuznaría,/ Y Burro habría que mi elogio hiciera. ®