Más allá del oasis literario que representa El complot mongol (“¡Pinches chales!”), la obra de Rafael Bernal es casi desconocida. Sus palabras resuenan en el silencio o acaso entre esa sociedad secreta de seguidores quienes hallaron las palabras de este escritor en librerías de viejo.
Desde hace algunos años se van descubriendo, poco a poco, dejos de la calidad de su obra. Recientemente la editorial Jus ha publicado reimpresiones de esos textos que eran casi imposibles de conseguir. ¿Autor de culto? Probablemente, si tomamos como definición de este tópico no sólo el desconocimiento del gran público de tal o cual autor, sino más bien el entusiasmo generado por un escritor en particular entre los lectores no importando el número de éstos. Ni es el mejor escritor mexicano del siglo pasado ni trató de serlo, pero quien sigue a Rafael Bernal siempre encuentra una literatura en búsqueda constante de nuevos derroteros que la hacen particular y, por tanto, imprescindible.
Nacido en el Distrito Federal en 1915 Bernal mantuvo siempre un coqueteo con las corrientes ideológicas de derecha y, en especial, con el sinarquismo, un movimiento social constituido el 12 de junio de 1937 en la ciudad de León, Guanajuato, que buscaba “la salvación de la patria”, bajo las pautas de un Estado mexicano afín a las directrices del catolicismo. A este autor se le atribuye falsamente la hazaña mítica de encapuchar la estatua de Benito Juárez durante un acto sinarquista en la Ciudad de México, por lo que fue aprehendido por la policía y posteriormente indultado por el presidente Miguel Alemán. Ante tal afrenta al Benemérito de las Américas se estableció el 21 de marzo fiesta nacional. Nadie sabe para quién trabaja. Luego de su militancia, el autor “se desengañaría […] del movimiento sinarquista por considerar que cedía a intereses de banqueros y terratenientes, perdiendo así sus esencias campesinas que pugnaban por el respeto y la conquista de la pequeña propiedad”. Pese a ello, Rafael Bernal siempre fue un “hombre religioso”, como lo afirma su viuda Idalia Villarreal.
A este autor se le atribuye falsamente la hazaña mítica de encapuchar la estatua de Benito Juárez durante un acto sinarquista en la Ciudad de México, por lo que fue aprehendido por la policía y posteriormente indultado por el presidente Miguel Alemán.
No es casualidad que la mayor parte de su obra se hilvane a partir de aspectos reconocibles en la religión católica. Una excepción sobresaliente es El complot mongol (la mejor novela policiaca del siglo XX en México, para las pulgas de Paco Ignacio Taibo II), pero no deja de ser eso: una muy grata excepción. Vicente Francisco Torres, uno de los máximos conocedores de su literatura, pugna por “darle a Bernal —mediante la lectura y edición de sus obras— la oportunidad de ser juzgado más allá de sus ideas políticas”. Aunque muchas de esas “ideas políticas” se erigen como el manantial literario de donde se sostendrá la riqueza de algunas de sus novelas, como precisamente sucede con Su nombre era muerte. El mismo Vicente Francisco Torres ha vilipendiado ese texto con el argumento de que se trata de “un libro menor porque es muy discursivo y, aunque quiere ser la fantasía alucinada —en forma de memorias— de un tipo que ha logrado dominar el lenguaje de los moscos y con ellos se propone someter y reordenar el mundo de los hombres, las páginas enfebrecidas dejan pasar muchas tiradas pseudofilosóficas. Al final, creo que la anécdota le sirve a Bernal para predicar sobre una libertad y una igualdad que concede Dios tanto a los animales como a los hombres. Además, con el pretexto de hablarles a los moscos, pugna por una organización social más justa”.
En contraparte Francisco Prieto, en el prólogo del mismo texto, lo tilda de obra maestra, ya que a su consideración se trata de “una de las mayores novelas en la historia de la literatura mexicana [:]
Su nombre era muerte es un libro narrado en un estilo puro y clásico donde los tres elementos que Graham Greene destaca para la construcción de novelas alcanzan la máxima eficacia: movimiento, acción significativa, personajes vivos”. A pesar de estas visiones contradictorias que se tejen alrededor de la novela, no comulgo con ninguna de ellas. Su nombre era muerte no es ninguna obra maestra, ni mucho menos, debido a sus deficiencias en la trama y en la presentación de los personajes, como por ejemplo el halo del “buen salvaje” con el que se dota a los lacandones, así como los estereotipos que expone Bernal: la mujer rubia y mordaz que acompaña la expedición a la selva chiapaneca, el científico anciano enamorado de su bella asistente y el joven bohemio que, careciendo de toda virtud, conquista a esa mujer. Además, la narrativa es, en ocasiones, demasiada plana, especialmente cuando se trata de describir las escenas en que el protagonista interactúa con los indios.
Su nombre era muerte, considerada la primera novela de ciencia ficción de la literatura mexicana, cuenta los sentimientos de orfandad y odio de un alcohólico hacia el género humano. Cansado de padecer humillaciones ante sus semejantes busca refugio en la tierra inhóspita de la selva lacandona, donde es acogido por los nativos y adoptado como su protegido. Luego de sufrir terribles arranques de esquizofrenia, causados por el aguardiente, en los que vaga por la zona, entra en un estado de vacuidad —como si fuera iniciado en un ritual de vida— que le permite mirar al mundo desde otro ángulo. De estas observaciones, el hombre devela, basado en sus conocimientos musicales, que el zumbido de los moscos goza de diversos matices y en conjunto forman un lenguaje: “Deduje que el verbo en idioma mosquil tiene siempre en voz de bajo un sentido afirmativo, en voz de barítono, negativo, en voz de soprano interrogativo y en voz muy aguda o de niño, suplicativo o exclamativo”. Seducido por la idea de que los moscos ostentan un lenguaje, manda a elaborar una especie de flauta, por medio de la cual pueda emitir sonidos semejantes a los de ellos y así ser el primer hombre que se comunique con algún animal. El experimento funciona. Logra entablar una relación con los moscos y enterarse de que mantienen una organización jerarquizada, cuyo menor rango son las recolectoras —los moscos que extraen de los humanos su sangre— y liderada por un órgano llamado el Gran Consejo. Además, esta sociedad mosquil se cree superior a la humana, por lo que no la considera su contrincante, sino más bien un recurso natural para sobrevivir. Uno de los moscos le explica el hombre: “Nunca has sido nuestro enemigo. […] Nosotros los moscos, los dueños de todo, no tenemos enemigos. Tú has servido de fuente de sangre para alimentar al Gan Consejo, que no puedo nombrar porque su nombre es demasiado alto para que lo pronuncie yo…”
Gran conocedor de la literatura y sobre todo un hombre firme en sus convicciones religiosas, Bernal ofrece, en Su nombre era muerte, trazos de una literatura teológica que se nutre de la ciencia ficción.
Los moscos le advierten que cuentan con enfermedades mortales que pueden usar para eliminar a toda la humanidad y seducen al hombre con la idea de ayudarlos para establecer un nuevo orden mundial, en donde él será su representante. Siguiendo un proceso de cambio ideológico, el hombre llega a mirarse como un dios y es en ese preciso instante cuando empieza el declive. La herencia religiosa del hombre —por supuesto, educado en el catolicismo— lo hace dudar de sus intenciones de reinar el mundo junto a los moscos que, a fin de cuentas, simbolizan la maldad: “Sentía un temor indescriptible, un temor vago y a la vez concreto, frente a Dios. […] Creo que esa mañana fue cuando estuve más cerca del arrepentimiento. El poder que iba a adquirir no me parecía ya tan hermoso ni tan dulce, visto a través del Señor”. La humildad cristiana será parte fundamental de la trama que a cada página seduce aún más al lector.
Rafael Bernal logra una novela donde muestra de manera diáfana su ideología religiosa, sin que por ello el texto se establezca como un simple panfleto. Gran conocedor de la literatura y sobre todo un hombre firme en sus convicciones religiosas, Bernal ofrece, en Su nombre era muerte, trazos de una literatura teológica que se nutre de la ciencia ficción. Es una novela simplemente digna de leerse. Como buen escritor católico sabe que si existe alguna salvación durante el naufragio tiene que estar concebida en la palabra. ®