Año tras año y sexenio tras sexenio la democracia seguirá en perpetua e inacabable construcción. Excusa perenne y coartada eterna, zanahoria en el palo de los subalternos, sólido punto de cohesión, rasgo de identidad y jugosa fuente de vida de la clase política.
El sufragio universal ha encontrado aposentadas élites tan amplias, tan fluidas y tan adaptadas a la vida del país, que esas élites, con ayuda del sufragio uninominal sin ballotage, han absorbido y orientado el sufragio, en vez de que el sufragio pudiera derribar las élites.
—Giuseppe Maranini
Y la rueda de la fortuna sigue dando giros, quizá con la gozosa tortuga de Hofstadter declarando: “Se los dije”. Un nuevo ciclo de ilusión-desilusión, de fe y entusiasmo apreciable y bienvenido pero endeble en sus bases, seguido por el encabronamiento y la frustración, se desarrolla en estos días posteleccionarios.
Todo está en el orden de las cosas. Una parte de la población electora se siente burlada e impotente; la otra, la que no votó por “disciplina”, por interés o por convencimiento (después de todo las convicciones dan incluso para lo difícilmente imaginable), una vez más vio su necesidad transformada en virtud por los mercaderes del sufragio. No hay compra sin venta ni demanda sin oferta, y al sacrosanto libre mercado se ha incorporado, y no desde ayer, el voto como una mercancía más. Tanto peca el que mata la vaca como el que le vende la pata a un precio irrisorio: seis años más de jodidencia y ninguneo por 100 o 700 pesos o una bolsa con algunos productos básicos que, evidentemente, no le durarán ni seis días.
Las jornadas electorales, particularmente las presidenciales, atestiguan algo incuestionable: que la política, esta política, es un negocio. Las campañas, que cada vez más son ejercicios de mercadeo, se sostienen con dinero. Se gastan —o por mejor decir: se invierten— dineros públicos y dineros privados, capitales declarados y capitales ocultos. Las campañas, todas y en mayor o menor medida, son como spots comerciales que promueven una mercancía, exageran sus bondades o simplemente se las inventan. Pero como una cosa es tratar con manipulables y otra vérselas con imbéciles, los aspavientos y los viejos discursos son reforzados con el ofrecimiento de las maravillas que se harán “si el pueblo los favorece con su voto”, y como adelanto aún no efectivo pero un poco más tangible de esos beneficios a futuro hace poco se inauguraron las letras de cambio, como las tarjetas repartidas en las pasadas elecciones del Estado de México tanto por el candidato del PRI como por el de “la izquierda”, cuyos réditos se harían efectivos, faltaba más, sólo si el otorgante era elegido.
El momento de la demanda siempre ha estado ahí; el de la oferta se mantiene en conveniente estado de latencia por el mercado cautivo de la pobreza. La novedad, quizá, estribe en que cada vez más —y en esta elección ha quedado en evidencia— la demanda, como los vendedores de puerta en puerta pero a la inversa, estimula abierta y masivamente a la oferta. Al final, entonces, lo que en los rudimentos de la teoría política sería el momento estelar de la convivencia democrática aparece, para un amplio espectro de los votantes, sólo como un vulgar acto de compra-venta.
Menos visible pero más efectivo es otro signo de los tiempos, elemento de “la modernidad”. Las encuestas, otro negocio ligado al negocio de la política, llegaron, se consolidaron y vencieron. Amparado y dignificado en una cientificidad cuya apariencia de tal radica sólo en el manejo de números, el pomposamente llamado ejercicio demoscópico puede crear a su vez apariencias con efectos muy reales. Qué más da que, en el caso, las predicciones de estos ejercicios “científicos” hayan quedado a mucha distancia de los resultados salidos de las urnas: para entonces el efecto estaba ya logrado. El publicitador de la más conspicua de aquellas encuestas pudo incluso adornarse, ofreciendo disculpas por haber predicho una ventaja de 18 puntos porcentuales del ganador indiscutible previamente anunciado y construido, que quedaron en menos de 7. Al fin y al cabo palo dado ni el IFE lo quita.
La propia empresa encuestadora, GEA/ISA, a tales abismos de 11 puntos y más los llama “diferencias sistémicas”, e impertérrita insiste en que ellas, las encuestas, “contribuyen a facilitar el proceso electoral”. Un consejero del IFE la desmiente y declara, iluminado post festum, que “hoy las encuestas son parte de los problemas que enfrentamos durante la elección”. La empresa, que como tal hace demoscopia no por amor a la democracia sino a cambio de un estipendio, dice una verdad involuntaria: que “las encuestas sirven para reducir la incertidumbre”. Y sí. ¿Para qué elegir entre varios si sólo uno es el ganador inevitable?
Año tras año y sexenio tras sexenio la democracia seguirá en perpetua e inacabable construcción. Excusa perenne y coartada eterna, zanahoria en el palo de los subalternos, sólido punto de cohesión, rasgo de identidad y jugosa fuente de vida de la clase política, aquella dibujada por Gaetano Mosca.
“La afirmación de que el Estado se identifica con los individuos […] como elemento de cultura activa […], debe servir para determinar la voluntad de construir en el marco de la sociedad política una sociedad civil compleja y bien articulada, en la que el individuo particular se gobierne por sí mismo sin que por ello este su autogobierno entre en conflicto con la sociedad política, sino por el contrario, se convierta en su continuación normal, en su complemento orgánico”. Escrito por Gramsci hace alrededor de ochenta años, esto pareciera haber sido concebido ocho siglos atrás. Él apuntaba una tendencia a perseguir: la compenetración, el equilibrio y el contrapeso mutuo entre la sociedad civil y la sociedad política (lo que la vulgata denomina “el pueblo” y “el Estado” o, más vulgar aún: “el gobierno”), en reacción ante una realidad, irrebatible entonces e irrebatible ahora, de separación entre esas dos esferas y de predominio continuo de la una sobre la otra. Si ha existido alguna compenetración ha sido de signo negativo: porciones amplias y numerosas de la sociedad civil que reproducen la falta de escrúpulos, el despotismo, el autoritarismo, la corrupción, la ausencia casi absoluta de solidaridad y el abuso propios de la clase política en sus pequeños cotos temporales de poder, en la escuela, en las universidades, en los sindicatos, en los medios de comunicación, en los barrios.
El bosquejo, el saldo, entonces, sobre el basamento de una sociedad civil desarticulada, ingenua en el mejor de los casos y corrompida en el peor, no es halagüeño. Preferencias electorales creadas y teledirigidas. Coerción blanda o dura del voto. Demagogia a raudales tanto “de izquierda” como “de derecha”. Reconocimientos de derrotas antes del inicio del conteo de los sufragios. Declaración presidencial de triunfos ajenos con apenas el 14.79% de avance de la misma contabilidad y cuando la diferencia entre el primero y el segundo era tan solo de 3.4 puntos porcentuales. Las televisoras dando, en el primer segundo del conteo, entre 10 y 12 puntos de ventaja al ganador preanunciado. Silencio de significado estruendoso, en los días siguientes, de los “opositores de izquierda” que contaban ya con su constancia de mayoría, lo mismo que los muchos anunciados como futuros miembros del gabinete de “la izquierda”. Los “irreductibles”, en el desahogo, sentenciando que el candidato de esa misma izquierda entrecomillada no promovió en 2006 ni promovería ahora la insurrección, y otros esgrimiendo la amenaza reducida a consigna pasajera: “Si hay imposición, habrá revolución”, como si la insurrección y la revolución fuesen cosa de enchílame la otra.
Un articulista de apellido Beteta bañándose a sí mismo en la obsecuencia con una loa obscena titulada “Nace un estadista”, en referencia a Peña Nieto. Un empresario transmutado en revolucionario (“hasta triunfar o perecer”) que inviste a López Obrador como nuevo y destacado prócer en la historia moderna del país. Y el intelectual par excellence Krauze contando a los españoles, en El País, el antiguo cuento para adormecer a los niños de “la democracia en construcción”, con el cual, él sí, construye una figura imposible en la que su conclusión adelantada según la cual “en tan solo quince años México ha hecho progresos extraordinarios en su vida política”, el Congreso “es plural, combativo e independiente” y la Suprema Corte de Justicia “universalmente respetada”, convive con las libertades cívicas que, dice sin inmutarse, son plenas “porque no son los gobiernos locales sino las bandas criminales quienes limitan la libertad de expresión” y con la existencia de “gobernadores corruptos, algunos vinculados con el narcotráfico”. Así son de extraordinarios los extraordinarios progresos en la vida política del país.
Si éstos son pasmosos avances, no podría sino parecerle de carácter extraterrestre el que, en Francia, el presidente Hollande incremente en 7,200 millones de euros los impuestos “a los que más tienen”, o que el ex presidente Sarkozy vea cateada su casa y oficinas en París, en el curso de una investigación por financiamiento ilegal de su campaña de 2007 a cargo de la dueña de los laboratorios L’Oreal.
Pero aquí no pasa nada. Año tras año y sexenio tras sexenio la democracia seguirá en perpetua e inacabable construcción. Excusa perenne y coartada eterna, zanahoria en el palo de los subalternos, sólido punto de cohesión, rasgo de identidad y jugosa fuente de vida de la clase política, aquella dibujada por Gaetano Mosca.
Por lo pronto, me repito, que todo mundo se sienta en plena libertad democrática de ejercer su derecho al pataleo, al desahogo y a la rabieta. Que no se diga que somos una democracia lamentable y para ocultar bajo la alfombra. ®