EL OTRO LADO DE JUAN CARLOS ONETTI

Las Cartas de un joven escritor

“Pasá, querido. Perdoná que te reciba en estas condiciones, pero así es la muerte. Te confieso que hace tres años estoy en la cama y no me he mirado al espejo”. Con estas palabras, vistiendo un pijama a rayas y una melena blanca que le cubría parte delantera de la calvicie, Onetti recibió a uno de los últimos periodistas que logró entrevistarlo.

Sus atormentados pulmones y una obsesión suicida por el tabaco lo tenían postrado, esperando la muerte con gran curiosidad, habiendo convivido con ella lo suficiente como para no advertir su cuidadoso acecho. Nunca se repuso a la impresión que tuvo al tomar conciencia, siendo todavía niño, de que todos los que amaba se iban a morir, conciencia que nunca le dio tregua ni a él ni a sus personajes, quienes con sus confusiones, su clarividencia, sus desvelos y obsesiones nos siguen hablando de los pasos de plomo que daba su autor por un mundo desconocido y hostil, pero también desafiante, cuya habilidad para desconcertar lo mantuvo enviciado toda la vida.

“El arte es una eterna confesión”, solía decir Juan Carlos Onetti cuando sus primeros escritos salían a la luz y lo mostraban efectivamente de cuerpo entero, descarnado, pesimista y nada piadoso a través de las facciones, la personalidad y el desasosiego de quienes habitan los precipicios de sus novelas, el desconcierto de sus cuentos, ese mundo distorsionado que vive a contrapelo del otro en el que vivimos los otros, este mundo de los hechos reales como él lo bautizó en su primer relato “El Pozo”.

A cien años del nacimiento de esa singular figura, tan apasionada y precisa en todos sus movimientos, aparece, gracias a la editorial ERA, un libro fundamental para seguir el rastro de alguien que se divertía dejando pistas en todos sus viajes, sus lecturas, sus trabajos, pero que se mantuvo siempre fiel a una de sus principales premisas, la de dejar siempre algo sin decir.

Cartas de un joven escritor es la correspondencia que durante años el novelista, en proyecto de ser quien llegó a ser, envió a su amigo también uruguayo Julio E. Payró, quien presenciaría con interés y amistad los largos años en los que Juan Carlos recorría su camino, sus mujeres, un sinfín de viviendas, sus obras en proyección, en proceso y su llegada como náufrago cansado pero victorioso al final de sus cuentos, de sus narraciones. Payró vivió todo ese trayecto existencial en el que Onetti perseguía desenfrenadamente aquello que sabía que existía, lamentándose al ver que la primavera y el verano se escaparan sin poder hacerlos suyos, que la vida iba pasando muy rápido sin que todo lo deseado llegara, a pesar de su prisa y la fuerza con la que se entregaba a las cosas, “mientras la tierra sigue girando con nosotros y el tiempo”.

Estas sesenta y siete cartas escritas en muchos casos con intervalos de pocos días, vienen acompañadas por una edición crítica de Hugo J. Verani, quien con el cuidado de un gran admirador que sabe lo que tiene entre las manos proporciona fechas, nombres y detalles diversos de la vida cotidiana de alguien que buscaba incesantemente la belleza invisible de las cosas. Al leerlas diseñamos naturalmente una línea punteada entre las “islas episódicas” de las que hablaban sus críticos, haciendo coro a las muchas islitas que Onetti mencionó varias veces en distintos contextos. Entendemos lo que pasaba en su mente entre relato y relato y llegamos a arañar el recorrido de su pensamiento y su manera de avanzar por la vida.

Podríamos vivir una feliz experiencia al conocer y no sólo intuir —aunque ésta no sea una tarea menos feliz— las respuestas de este mesurado crítico de arte y su particular manera de expresar afinidad dialogando sobre la inminente II Guerra Mundial, la crítica de André Lhote o sobre los hechos concretos del mundo de los hechos reales, que tantas veces fatigaron al escritor. Pero Onetti no nos da ese gusto, solía romper sus cartas y hasta sus manuscritos, tal vez por nihilista, por descuidado o por esa voluntad que siempre expresó por conservar su vida completamente libre de intromisiones.

No es difícil imaginar la felicidad que las palabras de Onetti, hombre callado y taciturno, conocido por la falta de entusiasmo que le causaba la socialización y la fatiga que le suponía tener que explicar sus pensamientos a los demás, debieron haber causado en una personalidad como la de Julio, o en todo caso como la del Julio que Onetti nos hace conocer a través de las lúcidas implicaciones que hace mientras habla con él, semejantes a las que hace de sus personajes, en las que nos va dejando huellas para que nosotros construyamos el resto de la historia. En medio de sus corrientes reflexiones sobre cosas tangibles que lo rodeaban o lo preocupaban, o sus entretenidos comentarios sobre las muchas películas que veía cada semana, Onetti dejaba colar frases que sus lectores nunca vimos de su pluma, ni podemos imaginar que las hubiera pronunciado nunca, como por ejemplo: “Me resulta tonto hablarle de cómo lo recuerdo, cuánto y de qué manera tan cariñosa, usted lo sabe muy bien”. De pronto, alguna de las frases de estas cartas sinceras y elocuentes nos sorprende con una unión verdaderamente imprevista de opuestos, como las que admiraba en las artes plásticas y buscaba en sus relatos, con una visión antagónica a la que siempre hemos tenido de él: “Como en una buena novela policial, todo está perfecto, todo es hermoso y armónico. Entonces, soy un hombre feliz. Usted no se imagina cómo doy gracias a Dios porque en mi vida no haya ningún elemento que me disguste, nada que quiera suprimir”.

Aunque pudiera sonar difícil e inclusive improductivo, resultaría muy intrigante tratar de adivinar de dónde sacó Onetti el impulso para crear la vida de un sepulturero que diera cuerpo a Juntacadáveres, una de sus novelas más suntuosas y originales, o la intriga de El infierno tan temido, ese cuento en el que un hombre casi enloquece al recibir fotos pornográficas día tras día, o las escenas asfixiantes sin aparente sentido de Tierra de nadie, novela dedicada justamente a Julio Payró en sus dos versiones. Esa tarea se nos vuelve más factible leyendo esas cartas, pues en ellas Onetti explica no sólo sus pensamientos, sino que nos muestra el cuadro completo de su campo visual, contando cosas que jamás hubiera dicho en público, como el desaliento que sentía al ver que sus relatos no tenían eco ni resonancia alguna. Con ellas conocemos mejor a ese hombre que siempre supo dónde estaban los ojos del nuevo objeto con el que se enfrentaba, el porqué de sus desvelos y las muy válidas razones por las que nos sorprende afirmando sin dubitación que es un hombre feliz.

Aunque el estilo de las cartas es por muchos motivos el perteneciente a un gran escritor, en ellas es más desinhibido, más libremente irónico, se ríe de muchas cosas, de los lugares comunes que hermanan a tanta gente dejándolo a él siempre fuera y en buena hora de los patrioterismos latinoamericanos tan susceptibles de la burla de cualquiera, del dialecto local que usaban los hinchas montevideanos en el Estadio Centenario donde vendió boletos mucho tiempo. Una diferencia entre el texto privado y los relatos que conocemos, digna de mencionarse, es que en éstos la desventura desafía a la imaginación y siempre sale ganando; el Onetti del día a día, sin embargo, pone la imaginación a su favor para conseguir trabajos esporádicos e insólitos, para realizar acrobacias y poder cumplir mínimamente con las exigencias del mundo de los hechos reales, para conquistar mujeres y no pocas veces para burlarse de sí mismo: Este portentoso empleo comercial es tan ridículo en tarea y en sueldo que me alcanzará para reírme solito”.

Moderna en todo el sentido de la palabra, la literatura de Onetti pareciera estar hecha con la cámara de un cineasta que puede filmar simultáneamente vidas paralelas que se entrecruzan en una gran ciudad, mezcladas con las vidas de otras personas con sus mundos propios indiferentes al juego de los demás, interponiendo escenas de otros tiempos con las que suceden en el presente. Su interés por un cierto tipo de cine estadounidense y muy especialmente por la pintura post-impresionista y sus numerosos comentarios a un hombre culto como Payró, quien durante esos años escribió varios tomos sobre historia del arte que a su vez comentaba, nos ayudan a entender su poética, sus persecuciones estéticas, pero ya no sólo como lectores, sino como artesanos capaces de descomponer un artefacto sabiendo que podemos volver a armarlo. Muchos párrafos —siempre entretenidos por su singular visión— son dedicados a “El hombre con sombrero de melón”, autorretrato de Cézanne, “porque es una de esas cosas que nos enloquecen, en la medida en la que trastornan todas las ideas preconcebidas sobre el acto de pintar y e escribir […] al contemplarlo, sentí que aquel hombre me estaba enseñando algo indefinible, que yo podría aplicar a mi literatura”. También en su momento lo enloqueció Gauguin, su libertad, sus cuerpos asiáticos lo maravillaron tanto que él mismo fantaseó largo tiempo con escaparse a una isla parecida e ideó una posible vida allí, buscando como siempre una nueva objetividad, una creación nueva del mundo de lo visible en que pudieran conjugarse el sueño y la vigilia, lo racional o lo irracional. “La gitana dormida” del también post-impresionista Henri Rousseau, con imágenes desconcertantes como una mujer con un león, la luna y otros objetos desordenados, también lo maravillaron. Ahora, a la distancia, podemos entender por qué le gustaban ese tipo de cuadros con elementos aparentemente ilógicos, qué es lo que buscaba en ellos y la forma en la que logró desmenuzarlos para después traducirlos a su poesía. El espacio verbal irreal del que hablaba estaba claramente inspirado en las artes plásticas, mientras entendía la palabra texto en su sentido más original, el de tejido, tejido hecho con hebras de muchos tiempos, de muchas latitudes y sentimientos.

Podemos igualmente, por admiración o placer, o simplemente por deporte, desenredar la forma en la que —un hombre que se declaró tantas veces antirrealista y que se entristecía al constatar que su vida interior no armonizaba con la mayor parte de la realidad que lo rodeaba— concebía la creación y la manera en la que se la explicaba su fiel y entendido interlocutor: Hay una zona, en el espíritu, pongamos, que se llama arte y que no es la realidad; una zona donde el hombre alcanza a tocar el misterio, el infinito, Dios, el cosmos, la esencia; el alma de la creación, allá en los cielos y en la cosa más humilde y doméstica”. Es la realidad entonces el sostén de toda creación artística, pero como aclara Verani, Onetti no renunciaba del todo a ella, se mantenía en el umbral, para que después su arte fuera creado desde afuera.

Aunque en sus cartas hace alusiones a su consabida admiración por Faulkner, Onetti siempre se negó a reflexionar sobre temas literarios, sobre todo en la manera en la que lo hacen los estudiosos, tal vez por la inmensa carga literaria que tenía intrínsecamente su personalidad y su manera de relacionarse con las cosas. Además de tener a la pintura como maestra que enseñaba “la divina habilidad de combinar frases y palabras”, se interesaba por la teoría de Newton y combinando las muchas películas que veía, le dedicaba tiempo a escuchar música, llevando como es de suponer, sus reflexiones a otros campos de la realidad: El jazz es el instinto suelto […] lo que lo salva —¡y cómo!— es que se trata del instinto de una raza infeliz y religiosa. Pero ciertamente, es posible sentir, oyéndolo, la angustia mansa y sin salida (sin salida en el mundo tangible) del hombre negro, amarillo o ario”.

A momentos parece un cantante, una voz que domina varios registros y que se mueve sin esfuerzo de uno a otro, manteniendo en todos el mismo comando, un rara avis que vuela muy alto, que domina la vida desde muy arriba, que comanda las cosas que entran a no a su campo visual. Cuando quiere baja y se posa donde le place, ignorando todo lo demás, olvidando todo lo que les importa a los otros, construyendo con ello otra lógica, otra secuencia de sensaciones que arman otras posibilidades de comprensión, de odio, de apego a la vida, fundamentado justamente en su propio vacío.

Además de comentar sobre sus viajes, trabajos y por supuesto novelas y cuentos, Onetti habla de varias otras cosas que no llegaron a ver la luz o que quizá se perdieron en el camino. Entre ellos hace mención a un relato que nunca se publicó en el que una mula es la protagonista. No puede esto de ningún modo extrañar a los lectores que conozcan la genialidad de “Para una tumba sin nombre”, uno de sus relatos más estrambóticos en el que una cabra es el motor de la vida de una mujer loca que camina con ella esperando a que se muera para poder enterrarla.

Pese a su picardía y a la manera sarcástica con la que habla de las peripecias que tenía que hacer para cumplir medianamente con las exigencias del mundo, puede percibirse claramente que la angustia a veces desesperada de sus personajes está fundamentada en sus propias sensaciones, “en cuanto a mi corazón, todos sabemos que ha muerto y no tiene dirección”, aunque le agradecemos después cuando en otra carta nos consuela diciendo que el desánimo nunca le dura más de veinticuatro horas. “El trabajo diario tan estúpido y el tiempo que se pierde y el esfuerzo que es necesario para hacer que casi ningún día pase sin escribir, producen crisis de desaliento, pero al escribir se está bastante contento”.

Este otro Onetti, el de las cartas, es la cara desconocida de una misma moneda, tan clara y definida como la otra mitad, la nos confirma el valor y la envidiable definición con la que fue acuñada la primera, la que conocíamos. Es la contraparte del gran iceberg que es Onetti en las letras contemporáneas del idioma español, por su tamaño a veces engañoso, su aislamiento, por la fuerza de aquello que no dice, de todo lo que no se ve a primera vista.

Su interés y respeto por la vida de su amigo es semejante al interés genuino por el post-impresionismo o por Faulkner. El tono de la charla es entrañable y llega tal vez al clímax literario y afectivo en una carta en la que Onetti describe la tarde en la que María Julia, su segunda esposa, lo abandonó para siempre en un autobús. “Ya entonces nada tenía que ver con ninguno”, nos había dicho en “El Pozo” con el mismo tono literariamente humano que usaba también para describir el mundo tangible y entonces no se sabe si es Juan Carlos o Linacero el que habla del hastío y cansancio que argüía María Julia de tener que fungir como interlocutora entre él y todo lo demás. Payró se mantiene, al igual que en los largos veinte años de correspondencia, a la altura de la amistad, mostrando la misma habilidad que su interlocutor para tratar los diversos temas, los que duelen, los que alegran, los que nos llevan a tiempos olvidados, los muchos niveles de los que están hechas las cosas, escribiendo y trabajando siempre, igual que Onetti, en varios sentidos.

Estas páginas de Onetti, un regalo que ya nadie esperaba, me hacen recordar el valor del género epistolar y a quienes como Galileo lo cultivaron con talento y destreza. También pienso en el personaje central de “Los adioses”, que al estar confinado en un hospital para tuberculosos da especial importancia a la práctica de escribir cartas y especialmente recibirlas, siendo sus visitas al correo la única actividad que le daba cierta ilusión. Pienso también en las cartas que yo misma conservo y que se han vuelto ya una reliquia ahora que nadie va al correo y envía mensajes telegráficos sin estilo, sin acentos, sin marcar ninguna diferencia entre unos y otros. Pienso en Onetti de una manera diferente, en sus cuentos, sus infaltables vasos de whisky, sus fugaces mujeres que al marcharse lo dejaban herido, aunque él nunca lo confesara. También en la manera en la que sus personajes entraban y salían de Santa María, del viento que esparció el fuego que quemó aquel pueblo mágico, hoy mitológico, cuando con “Dejemos hablar al viento” el autor se despide de todos nosotros, diciendo que no le gustan los compromisos literarios. ®

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Publicado en: Ensayo, Junio 2010

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