El payaso de Kierkegaard

El buen humor es un hombre que está en su lecho de muerte

El buen humor, me temo, es una cuestión moral —ay, ya veo los pelos crisparse en las nucas de los eternos contreras, de esos ilustrados dispuestos a someter todo al tribunal, si no de la razón, al menos del desmadre.

El humor no nos salva; no sirve prácticamente para nada. Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantenerse una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón.
—Michel Houellebecq, Las partículas elementales

I.

© Cindy Sherman

Hace años que no me encuentro en una situación tan graciosa, tan cagada, que me haga sentir como si mi sentido del humor estuviera a punto de evaporizarse. Esas risas que provocan dolores musculares y que no queremos que se detengan pues sabemos que después sólo puede seguir la vergüenza. Por otro lado, cada vez salgo menos, me dedico más al trabajo y en general siento como si mi vida se redujera a ver pasar nubes por la ventana. A la distancia, como una buena memoria, veo ese tiempo en el que uno no podía parar de reír, frente a cervezas y amigos —un tiempo que, irremediablemente, enmarco en las coordenadas de mi adolescencia. No es que mi vida haya dejado de ser alegre, mucho muy al contrario —es mi opinión que estoy viviendo uno de los momentos más felices de mi vida—, es sólo que mi humor ha dejado atrás, finalmente, a ese otro gesto que le acompañaba: la desesperación.

¿Estoy diciendo que la risa abrupta, la carcajada violenta, siempre tiene algo de impostado? Con mayor precisión, estoy diciendo que estas explosiones son de alivio, de un ya-no-puedo-más-con-la-situación-actual-de-las-cosas, así que me permito este pequeño exabrupto, este chorro de leche saliendo por la nariz, ese pedito que espero no hayan escuchado —y seguro no fue así, pues fue ensordecido por sus igualmente sonoras risotadas, sus terribles ganas de estar bien.

II.

Imaginemos a un joven. Lo llamaremos Dave, porque es estadounidense. Este joven existe, hoy camina por las calles de San Francisco, sólo que lo estamos imaginando unos años atrás. Bien. Pues Dave está sentado en un sofá, frente a la televisión. Tiene el pelo chino y con sus manos aplica presión sobre el tabique de su madre, quien está recostada sobre el mismo sofá, a su lado. Dave aún se encuentra calmado, intentado detener lo que parece una pequeña hemorragia —nada grave. Su madre, por supuesto, también está calmada. Los ojos de ambos apuntan distraídos hacia la pantalla del televisor en el que pasan un programa de concursos.

“Sonríe ante la adversidad”, le habían enseñado. Pero buscar siempre lo gracioso, lo humorístico, esa válvula de escape, se ha dado cuenta, no es sencillo. El humor es un paliativo muy débil cuando lo enfrentamos a las fuerzas de la crueldad natural. Y en ocasiones, sospecho, se hace parte del problema.

Y aunque ambos están tranquilos, algo comienza a crecer en una zona oscura y poco visitada del cerebro de Dave, una memoria de unas cuantas semanas atrás, en la que un médico le dice “No podemos tener hemorragias”. ¿Imaginan bien esto? ¿A Dave y a su madre, con esa piel bronceada, sentados en el sofá, con apariencia despreocupada pero con esa cara que se asoma por la ventana, ese intruso, ese médico con malas noticias? ¿Imaginan a la madre de Dave quien, pasados unos minutos, le pide a su hijo que revise si todavía está saliendo sangre? Dave suelta el tabique de su madre y observa con atención. Primero no pasa nada. Después, con torpeza, una torcida y delgada línea de sangre sale de la nariz —sólo para salir más gruesa, con mayor velocidad. Debe volver a apretar su nariz. Todavía está saliendo sangre.

Ahora quiero que se metan en la cabeza de Dave, quien aún está recordando la conversación con el doctor. Sabe que éste es su trabajo, su papel: escuchar con atención lo que tiene que decirle el médico, un oncólogo. Hacer preguntas sobre tecnicismos. Aclarar dudas. Informar sobre cómo ha respondido su madre al tratamiento. Cargar con esto. “Su sangre no está coagulando como debería”, le diría el doctor. “Así que no podemos tener ningún tipo de sangrado”, concluiría seriamente. Así que Dave, cuyo trabajo es escuchar, dirá alegremente: “Alejaré los objetos punzocortantes del cuerpo de mi madre”. Porque, verán, también éste es el trabajo de Dave: hacer la situación más ligera. Ponerle un poco de humor. Sólo que el doctor no se ríe. Quizá no me escuchó, piensa Dave. ¿Debería repetirlo? No. Tal vez sí me escuchó pero no le pareció gracioso. Sería mejor guardar silencio —o tal vez, sí, tal vez debería apurar un segundo chiste para formar así una especie de doble alivio cómico. Quizá le ofrezca un “Ya no jugaremos con navajas”. O un “Nada de arrojarle dagas a mamá”.

Pero tal vez no lo haga: sabe que éste no es un doctor que bromee demasiado —a diferencia de algunas de las enfermeras. Quiero que lo imaginen bien, pues éste es el momento en que Dave —el escritor Dave Eggers— al recordar las horas que antecedieron a la muerte de su madre se dio cuenta del papel que tenía el humor ante la muerte. “Sonríe ante la adversidad”, le habían enseñado. Pero buscar siempre lo gracioso, lo humorístico, esa válvula de escape, se ha dado cuenta, no es sencillo. El humor es un paliativo muy débil cuando lo enfrentamos a las fuerzas de la crueldad natural. Y en ocasiones, sospecho, se hace parte del problema.

III.

Al menos, cierto tipo de humor. Precisamente, ese humor de la carcajada, de los ojos apuntando hacia el cielo, de la lengua en el cachete. Esa jodida ironía que puede cansar a cualquiera y que, sin demasiado esfuerzo, y muy a menudo, sobretodo en las manos de la mayoría, se transforma en sarcasmo. El humor sardónico, ese ingenio, esa chispa que pretende emparentarse con la ironía socrática como si se tratara de un burgués del siglo xvii buscando a toda costa una pizca de nobleza —no sé. No puede hacerle bien a nadie.

Pero entonces, ¿qué nos queda? Zadie Smith, una escritora obsesionada con las vinculaciones entre ética y literatura, advertía a los escritores que rechazaban la ironía (escritores como Eggers o como Foster Wallace), que con mucha facilidad uno podía decidir sacar a la ironía de la casa, sólo para descubrir que con ella se ha ido nuestro humor. Es verdad. Uno puede despotricar todo lo que quiera con esta herramienta del pensamiento débil, con esta criatura enfermiza a la que podemos patear cuando está caída, pero no proponer nada a cambio. Encuentro que la ironía es más un recurso retórico, de la argumentación, que algo a lo que acudimos cuando buscamos hacer sentir mejor a un amigo. En la ironía no hay, digamos, amor; sólo una mano que da zapes, un profesor apurado por dar una lección. No en vano la ironía es parte del proceso catártico: también podría serlo la terapia de shock.

El buen humor es esa anécdota que nos cuenta Vila-Matas, en la que, ante el lecho de muerte de Buster Keaton, dos personas se preguntan si ya habrá muerto o no. Una le dice a la otra: “No sé. Tócale los pies. La gente muere con los pies fríos”. A lo que Buster Keaton responde con sus últimas palabras: “Juana de Arco no”.

Recuerdo que en la revista La Tempestad no. 46, que se dedicó a algo que se decidió nombrar “La estética de la risa: los artistas y el humor”, mi amigo Héctor Zagal escribió un texto que tituló llamativamente Contra la amargura. En él hacía notar que si bien Sócrates utilizaba la ironía para “curar” el alma de los jóvenes —o de quien se sometiera a su mayéutica—, el filósofo lo hacía de forma velada. Pequeño detalle, una buena cortesía, que dejamos de lado cuando herimos con escarnio. He escuchado tantas veces a la gente alabar el buen humor de otros, cuando en realidad sólo están hablando de su capacidad para humillar a alguien. El buen humor, decido, es algo que debe costar un poco más que un trío de frases jocosas; debe ser más difícil que una resentida patada en la espinilla. Cito del texto de Zagal: “El pensamiento agrio es siempre un débil pensamiento. La explicación es muy simple: destruir es más fácil que construir. Desnudar al hombre y mostrar sus ignorancias es siempre más fácil que tejerle vestidos. El humor ácido y el humor negro son modalidades de la crítica. Ciertamente la crítica resulta indispensable en la sociedad, en la cultura y en el quehacer filosófico, pero demoler es una cosa, edificar otra”.

El buen humor, me temo, es una cuestión moral —ay, ya veo los pelos crisparse en las nucas de los eternos contreras, de esos ilustrados dispuestos a someter todo al tribunal, si no de la razón, al menos del desmadre. Pues, es curioso, estas personas que reniegan de la solemnidad de la filosofía (digamos de grandes ironistas como Hegel, o bien, de otros no tan grandes pero igual de solemnes, como Schopenhauer) caen en la misma trampa, en la ironía más bien barata, la del colmillo.

En La posibilidad de una isla Michel Houellebecq explora una idea con la que ya cargaba desde otra de sus novelas, Las partículas elementales, a saber, que el humor —entendido exclusivamente como algo irónico, ingenioso y que puede hacer a alguien cagarse de risa— es poca cosa ante, digamos, la muerte. Cuando el protagonista de su última novela comienza a desesperar de su profesión —se trata de un comediante especializado en la crítica mordaz, tipo Sacha Baron Cohen (Borat)— se percata de algo:

La ventaja de pronunciar un discurso moral es que ese tipo de frases han estado sometidas, desde hace tantos años, a una censura tan fuerte, que provocan un efecto de incongruencia y atraen de inmediato la atención del interlocutor; el inconveniente es que éste nunca llega a tomarte del todo en serio.

Lo mismo sucede con el buen humor. Y seguramente, con los defensores de un buen humor (que son lo mismo que los defensores de “una buena persona”, en el sentido de una ética de la perfección). Es como ese payaso del que hablaba Kierkegaard, quien corrió a la aldea vecina para pedir ayuda, pues su hogar —toda la aldea— ardía en llamas. La gente de la aldea vecina no podía parar de reír —era una payaso realmente bueno, ¡casi le creían! ¡Sus gritos! ¡Sus lágrimas! ¡Una aldea ardiendo, ja! En la anécdota de Kierkegaard, al final ambas aldeas son reducidas a cenizas.

El buen humor, a diferencia de la ironía, no es algo que vaya en contra de la situación, cualquiera que sea ésta. El buen humor es un hombre que está en su lecho de muerte. El buen humor es Buster Keaton, en su lecho de muerte. El buen humor es esa anécdota que nos cuenta Vila-Matas, en la que, ante el lecho de muerte de Buster Keaton, dos personas se preguntan si ya habrá muerto o no. Una le dice a la otra: “No sé. Tócale los pies. La gente muere con los pies fríos”. A lo que Buster Keaton responde con sus últimas palabras: “Juana de Arco no”.

Pero, ¿no es esto ingenio? Creo que no. Creo que es un esfuerzo por hacer reír, por mejorar el momento, digamos. Francamente, prefiero esas últimas palabras a las que se pueden leer en la lápida de Bukoswky: Don’t try.

Pero entonces, ¿qué? ¿Sonreír como idiotas, estar siempre de buenas, o al menos intentar sonreír como idiotas e intentar estar siempre de buenas como lindos boy-scouts?

A huevo. ®

—Publicado originalmente en Replicante no. 11, “Humor”, primavera de 2007.

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Publicado en: Destacados, El sentido del humor, Mayo 2012

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