Nos adentramos en un mundo heteróclito en el que el pensamiento se devalúa y los pensadores se extinguen. Se escribe en general para la galería. En el camino fue surgiendo, casi sin darnos cuenta, un nuevo género compuesto de varias especies entre las que destacan los “analistas políticos” y los “intelectuales”.
Así que crees que sabes distinguir
El paraíso del infierno
Los cielos azules del dolor.
¿Puedes distinguir un campo verde
de un frío raíl de acero?
¿Una sonrisa de un cumplido?
¿Crees que puedes distinguir?
¿Consiguieron hacerte cambiar
tus héroes por fantasmas?
—Pink Floyd
Las biografías son un arma de dos usos. Como los cuchillos, que pueden utilizarse para cortar pan o para asesinar. En ellas el biografiado está por completo a merced de su biógrafo, que tiene la libertad y la impunidad para convertirlo en santo, héroe o genio —según sea el caso— o para defenestrarlo. La “historia”, al fin y al cabo, es una materia dúctil, moldeable al gusto y a la ocasión: el biógrafo, como el ensayista y el reseñador, siempre pueden hacer el papel de Procusto, sus textos ser el lecho y tanto la historia como el personaje las víctimas. Los célebres documentos —antaño tan sacros y anhelados— han dejado de ser un obstáculo para aquella carnicería: si no se los encuentra a propósito se echa mano de “la imaginación”; si están ahí pero nos contradicen se les ignora o, en el más desconcertante de los casos, se citan pero se deduce o “interpreta” lo contrario de lo que ellos dicen. Y que el mundo ruede.
Ortuño Martínez, por ejemplo —a quien cabría reprochar cierta premura y ninguna originalidad al catalogar las Memorias del padre Mier como “una increíble y apabullante mezcla de realidad y fantasía”, y al propio fray Servando como un “fraile andariego y socarrón” y “el fraile más excéntrico de América”, aunque también “cargado de sabiduría y elocuencia”—, en un pasaje de su brevísima presentación psicoanaliza a Mier, y, sin citar fuente alguna que lo avale, asegura que en su momento éste se puso a “reinventar una autobiografía que le liberara de la tensión que le producían las incesantes crisis de egoísmo, identidad y autoestima que padecía”. En absoluto me asombraría que “la fuente” en este caso fuese, de nuevo, “la imaginación”, la misma que en el pasaje aludido le permite a Ortuño cambiar el nombre de la Apología y rebautizarla como “Apología del Día de Guadalupe”.
“La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, escribía Marx —otro damnificado— en el deslumbrante análisis de su Dieciocho Brumario. Con ello indicaba que los hombres son artífices de su propia historia, pero no la hacen en circunstancias elegidas a su gusto sino sobre la base y dentro de los límites de aquéllas con las que se enfrentan, legadas por el pasado. En otro nivel podría decirse que los biógrafos, en particular, poseen la patente para vengarse de los muertos, manipulándolos a su antojo para acrecerlos o disminuirlos, para someterlos al ridículo o construirles cierta grandeza. Y no sólo las biografías, los ensayos o los artículos, seamos justos: desde que las novelas y el cine “históricos” tomaron impulso, ellos le disputan el campo a las obras de vida y a las exégesis. Según el humor político de los autores, la gente puede creer que Patton fue un brillante y carismático general estadounidense que, con su pistola de cowboy, bien pudo tomar él solo Berlín si lo hubiese dejado el Alto Mando; o no comprender cómo es que Vietnam pudo ganar la guerra, si tantas películas muestran las palizas que un puñado de héroes propinan a los “amarillos”. Igualmente puede ver a Mozart (en un campo lejano a la política-por-otros-medios pero también invadido por las licencias metahistóricas) como poseedor de un inmenso genio para la música y a la vez poco menos que un retrasado mental en su comportamiento cotidiano, víctima de un muy competente y nada desdeñable Salieri, condenado por la cultura cinéfila a vagar por el mundo como un mediocre y envidioso villano. Y es alarmante, o bien haríamos en lograr que lo fuese, que podamos recorrer cualquier librería sólo para encontrar novelas históricas en los estantes rotulados: “Historia”.
Si Lucien Febvre, arrogante, exigía que en el frontispicio de las escuelas y los institutos de historia se colocara la advertencia: “Nadie entre aquí si no es muy inteligente”, tal vez a la vista de esta epidemia de historia de baratillo habría que arriar esa divisa y poner esta otra: Credo quia absurdum.
Nos adentramos en un mundo heteróclito en el que el pensamiento se devalúa y los pensadores se extinguen. Se escribe en general para la galería. En el camino fue surgiendo, casi sin darnos cuenta, un nuevo género compuesto de varias especies entre las que destacan los “analistas políticos” y los “intelectuales”, a quienes el sempiterno coro de los simples, habitantes de aquella galería, reconoce como personalidades. En la academia proliferan, cada vez más abaratados, los maestros y los doctores. Los títulos en estos casos y los reconocimientos en aquéllos —los del vulgo mediatizado y a la vez construido por los mass media, pero sobre todo los oficiales—, acabaron por echar al olvido, aunque han acrecentado su vigencia, aquel sabio y mordaz Quod natura non dat, Salmantica non praestat.
Si Lucien Febvre, arrogante, exigía que en el frontispicio de las escuelas y los institutos de historia se colocara la advertencia: “Nadie entre aquí si no es muy inteligente”, tal vez a la vista de esta epidemia de historia de baratillo habría que arriar esa divisa y poner esta otra: Credo quia absurdum.
Que el fenómeno haya ocurrido en todos los campos, particularmente en las ciencias sociales, la literatura y la academia, y con la única excepción, quizá, de las ciencias “puras”, no significa ningún consuelo. Hace algunos decenios Pierre Vilar tenía ya motivos para lamentarse: “El comercio de la historia tiene en común con el comercio de los detergentes el empeño por hacer pasar la novedad por innovación. La diferencia estriba en que sus marcas están muy mal protegidas. Todo el mundo puede llamarse historiador…”. El mismo fenómeno asaetaba Cervantes en la figura de Orbaneja, aquel pintor de Úbeda que, preguntado una vez qué pintaba, contestó: “Lo que saliere”.
Pensamiento barato, historias a contentillo, inescrupulosidad filológica e inescrupulosidad sin más, pereza intelectual, marcas desprotegidas y “lo que saliere”; todo ello confluye en la configuración de una realidad infectada de apariencias, un mundo cada vez más refractario e incluso hostil al pensamiento teórico y al ejercicio independiente del criterio. Lo mismo ocurre en la praxis política, que se enfrenta a una sociedad invertida en la cual las apariencias cobran un peso mayor que las realidades, una sociedad en la cual lo que parece ser a menudo es más fuerte que lo que es. Estas apariencias son construidas, con frecuencia no conscientemente sino en la cauda de una cierta inercia de lo social; pero construidas deliberadamente o no, ellas se hacen operantes porque otros las creen y las aceptan como auténticas. Y unos y otros, constructores semiconscientes o inconscientes, actores y creyentes, se mueven de ese modo en una realidad artificial que, por ese mismo hecho, se transforma en una realidad real para todos los efectos. No lo saben, pero lo hacen.
Los días de fray Servando nos observan desde sus Memorias. No obstante la vanidad, los excesos y las contradicciones del padre Mier, a la luz de estos considerandos aparecen como los días de un pasado que, en muchos sentidos, aún tenemos por delante.
Habent sua fata libelli, en efecto. La frase completa, empero, elimina el ingrediente implícito de incertidumbre y sujeta ese destino a una condicional: Pro captu lectoris habent sua fata libelli, es decir: “Según la capacidad del lector, los libros tienen su destino”. ®
—Epílogo de la Introducción de Días del futuro pasado. Las Memorias de fray Servando Teresa de Mier, edición crítica del autor en dos volúmenes [Monterrey: UANL, 2009].