Del comunismo sangriento al “socialismo del siglo XXI”; del Estado de bienestar al capitalismo salvaje; de las dictaduras militares a las teocracias islámicas; del populismo de derecha o izquierda a las endebles democracias del sur o a las carcomidas democracias del norte, tal parece que no queda un sistema por ensayar en el mundo.
La sucesión de protestas y revueltas en varias regiones del mundo desde hace unos años es un indicador obvio de que distintos modelos de sociedad no han podido satisfacer las necesidades de sectores importantes de la población, sobre todo de jóvenes de distintas clases sociales —y el hecho de que por ahora no haya manifestaciones masivas en países totalitarios como China, desde la matanza de Tiananmen en 1989, Cuba o Corea del Norte, no significa que ahí las cosas marchen mejor. Incluso en los países nórdicos, donde la democracia parecía idílica, ha habido inquietantes señales de malestar. Las causas son muchas: injusticia, inequidad, corrupción y despilfarro, despotismo, simulación y demagogia, inseguridad e imperio del crimen, desempleo y explotación, depredación y destrucción del medio, educación cara y de mala calidad, distribución desigual de la riqueza, privilegios fiscales a unos pocos, conservadurismo, intolerancia, discriminación, censura, represión, asesinatos. De México a Brasil y de Estados Unidos a España o Turquía las protestas al final confluyen en enérgicos llamados a la democratización efectiva de la sociedad —lo cual no siempre se consigue, si vemos los tristes resultados de la primavera árabe, por ejemplo, en una amplia región en la que Estado y religión están estrechamente ligados.
Si bien es verdad, como decía Churchill, que “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio” —¿No me cree? Hable usted con un panista, un priista o un perredista, siempre y cuando no sea usted panista, priista o perredista o algo peor—, no es menos cierto lo que dice otra célebre frase suya: “La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás sistemas políticos”.
La naturaleza y la cantidad de los manifestantes es también tan variopinta como los países en que salen a tomar calles y plazas —unas veces son decenas, otras son millones. Unos desean la destrucción del Estado, otros solamente demandan empleo o seguridad y algunos más que cese la corrupción, sin olvidar a los que defienden a los animales, la naturaleza o las cosmogonías indígenas. Del comunismo sangriento al “socialismo del siglo XXI”; del Estado de bienestar al capitalismo salvaje; de las dictaduras militares a las teocracias islámicas; del populismo de derecha o izquierda a las endebles democracias del sur o a las carcomidas democracias del norte, tal parece que no queda un sistema por ensayar en el mundo. Si bien es verdad, como decía Churchill, que “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio” —¿No me cree? Hable usted con un panista, un priista o un perredista, siempre y cuando no sea usted panista, priista o perredista o algo peor—, no es menos cierto lo que dice otra célebre frase suya: “La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás sistemas políticos”.
No deja de ser paradójico que en un país con gobiernos inclinados a la izquierda, como Brasil, las manifestaciones sean tan cuantiosas y la reacción policiaca digna de regímenes autoritarios, o que en México, un país en donde la represión fue el sello característico durante toda una era, el puñado de sospechosos “anarquistas” que amenazan con hacer pedazos el Estado agreden a la policía sin el temor de recibir un toletazo de vuelta. Es también incomprensible que los turcos que protestaban contra el proyecto inmobiliario en el parque Gezi de Estambul y que consiguieron su cancelación exigieran enseguida la dimisión del presidente Erdogan, laico y conservador pero elegido democráticamente. “Suena muy conocido”, dice Luis González de Alba, “no saben cuando ya ganaron” [“¿Son mexicanos los turcos?”].
La utopía no existe, como lo demostró el fracaso del socialismo estalinista y maoísta, que asfixió la libertad y segó la vida de millones de personas en medio mundo. Habrá quien oponga a estas cifras las muertes del capitalismo y del imperialismo, pero aun así no puede negarse que es en los sistemas donde se construye dificultosamente la democracia en los que hay lugar para cambios y reformas, a pesar de lastres y poderosos intereses empresariales. Penosamente, sí, y a tropezones y no pocas veces con retrocesos y omisiones, avanzan los derechos humanos, la libertad de expresión, la pluralidad política e ideológica, la transparencia, el castigo a los corruptos y a los criminales, la exigencia a las autoridades —que nosotros votamos— de cumplir sus funciones con profesionalismo y honestidad. Los milagros económicos no existen, y optar por fantasías populistas o regímenes de mano dura es una regresión peligrosa. Es en la democracia donde la ciudadanía organizada puede detonar cambios significativos. El costo es alto, pero vale la pena pagarlo. ®
Publicado originalmente en Milenio Jalisco, 1 de junio de 2013.