La misma demagogia vieja de decenas de años, con algún añadido tomado en préstamo de las modas discursivas en boga. La misma falsedad de un discurso emitido con voz engolada, con el ademán propio del declamador escolar o el manoteo y la mirada jupiteriana cuando hay que ponerse incendiario.
Es necesario destruir el viejo mundo y establecer uno nuevo. Pero para ello es necesario que los hombres crean en ese mundo nuevo y sepan cómo debe ser. Es necesario, ante todo, hacer la revolución en los espíritus. Para que una gran modificación social salve a los hombres, es indispensable que ésta les parezca a la mayor parte de ellos como evidente y lógica.
—Henri Barbusse
En la edición del 30 de noviembre del diario español El País Adolfo García Ortega publica un artículo cuyo título, “El estallido que viene”, al lector mexicano medianamente informado pudiese traerle a la memoria uno de los tópicos más recurrentes en la hueca retórica de los políticos nativos —y en la no menos huera aunque sí más pretenciosa de sus intelectualillos orgánicos—: los que navegan con banderas de izquierda, principalmente, pero también sus pretendidos opuestos ideológicos. Para los primeros “el estallido social” es como el petate del muerto que esgrimen un mes sí y el otro también para espantar a sus contrincantes, que se amedrentan tanto como aquéllos se creen la realidad de la amenaza. Para los segundos el mismo estallido social es un espantajo al que invocan para advertir de las consecuencias y los riesgos que se corren si no se siguen las normas del “buen gobierno”, es decir, del suyo.
Pero la similitud es sólo aparente. García Ortega no agita fantasmones. Si bien sostiene que tarde o temprano ocurrirá, el estallido social no es utilizado como un tema más del cartabón de los discursos al uso entre nosotros, que unos utilizan para asustar y los otros para disuadir. “El mundo que prometía un bienestar sostenido está roto. Los políticos no lo ven, o no lo saben o quizá sea que han llegado a ese estado de ceguera, necedad y estupidez que les impide salir de su discurso hueco, repetido y refractario”. Los políticos, efectivamente, no son agentes externos al eventual estallido; son parte fundamental del problema y les atañen responsabilidades graves y decisivas en él. Por su estupidez, su ineptitud y su gruesa insensibilidad ética ante las carencias, para suprimir las cuales se supone fueron elegidos. Porque no es que sean ciegos: no se necesita una vista de lince para darse cuenta de que las cosas se derrumban alrededor; es que no les importa. Tan lo ven y no les importa que sus medidas de administración pública tienden a demoler más el entorno, a favorecer a los pudientes, depauperar a las míticas clases medias y arrinconar a los ya casi indigentes.
El panorama que García Ortega resume de buena parte de Europa nos es familiar:
los serios problemas de ciertos estratos de su población, tales como los mayores, los jóvenes, los inmigrantes, los parados, etcétera, pendientes cada uno de su inhóspito y tambaleante futuro. Y esto conduce a nuestro mayor problema: somos más viejos, somos más pobres, pero los ricos son más ricos […] la clase política es el gran problema que impide modificar la realidad en Europa […]. Han entregado a los ciudadanos a los bancos, a las instituciones financieras, a los principios inmorales de un capitalismo sin control. Y esto todos: los políticos de derecha y los políticos de izquierda. Porque, en este sentido, en la Europa en crisis, derecha e izquierda han terminado por ser parodias recíprocas. O, lo que es peor, cómplices de una vieja dramaturgia, la de su propia supervivencia.
Los bancos dejaron de ser, si alguna vez lo fueron, entidades de interés social para convertirse en los modernos usureros, el agiotaje de nuestra época; beneficiarios además, cuando lo necesiten, del rescate financiero con fondos públicos. El rescate que no pueden esperar sus pequeños deudores, echados a la calle para que el banco no pierda o perseguidos y acosados por “la ley”, que protege al que tiene y pune al que no.
Y mientras el desempleo se extiende, a medida que el trabajo se abarata y el bienestar se vuelve más mítico, otros estamentos de la sociedad —que ni son banqueros ni industriales ni generan producción o ganancia alguna— al igual que los organismos saprofitos prosperan sobre la descomposición. La corrupción conocida, tolerada y protegida, por ejemplo, permite la permanencia y reproducción de funcionarios gubernamentales y de héroes de la clase trabajadora enriquecidos.
En el menos peor de los casos, suponiendo cándidamente la ausencia de la corrupción, son los altos ingresos y los privilegios no menores el cemento que une y consolida a otro estrato. La misma sociedad que alberga aumentos de los salarios mínimos de tres o cuatro pesos cada año exhibe a una clase política con estipendios exorbitantes. Ministros, magistrados y consejeros del Consejo de la Judicatura obtendrán en 2013 entre salarios, prestaciones y aguinaldo un total de 6 millones 118 mil 837 pesos. Los consejeros electorales, más pobres, ganarán poco más de 3 millones al año, a razón de 252 mil 801 pesos mensuales. El presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, gozando de su propio derecho humano, recibirá 198 mil 629 pesos al mes, más un pago anual extraordinario de 508 mil 497 pesos y un escuálido aguinaldo de 366 mil 505.
Su indigencia ética e intelectual, su absoluta falta de imaginación se delatan en su discurso, en el canon (repetitivo como todo canon musical) del “trabajamos por México” y de “la agenda nacional”; del “apego al Estado de derecho” y las eternas “asignaturas pendientes”; de “la democracia” válida como pegote para toda ocasión y de los “servidores de los mexicanos”.
Los 500 diputados, ilustres licurgos aborígenes, echarán mano a un merecido aumento anual de 359 mil pesos para llegar a un total de un millón 264 mil y así no quedar tan lejos de los esforzados servidores públicos anteriores. Y además un aguinaldo de 198 mil desdeñables pesos. Los senadores, con más categoría que los simples diputados, tendrán un sueldo anual de 2 millones 57 mil pesos y un aguinaldo de 234 mil. Y todo ello sin contar los llamados gastos de representación, viáticos, seguros médicos, boletos de avión, coche, gasolina, celulares y el pago a costa del erario de prácticamente todos los servicios que sus señorías requieren. Ser prócer de la Patria en ningún otro país es tan rentable.
Y es esta clase política la que gasta dineros públicos haciendo el elogio de sí misma, y si bien una parte de ella afirma ser la portadora de la decencia ética y la ideología de izquierda y no pierde oportunidad para declarar su amor “al pueblo”, en general y en lo fundamental actúa con estricto espíritu de cuerpo al lado de sus supuestos contrincantes.
Ni siquiera se trata de una clase política original. Su indigencia ética e intelectual, su absoluta falta de imaginación se delatan en su discurso, en el canon (repetitivo como todo canon musical) del “trabajamos por México” y de “la agenda nacional”; del “apego al Estado de derecho” y las eternas “asignaturas pendientes”; de “la democracia” válida como pegote para toda ocasión y de los “servidores de los mexicanos”; de los cursis y ridículos spots en los que presidentes y gobernadores compiten ventajosamente con las peores telenovelas.
La misma demagogia vieja de decenas de años, con algún añadido tomado en préstamo de las modas discursivas en boga. La misma falsedad de un discurso emitido con voz engolada, con el ademán propio del declamador escolar o el manoteo y la mirada jupiteriana cuando hay que ponerse incendiario.
García Ortega cree que el estallido llegará indefectiblemente. Yo no. He sostenido en repetidas ocasiones y diversos lugares que el mexicano es un pueblo que aguanta esto y más. ¿Cómo va a “estallar”, si por el peso combinado de la dominación y la hegemonía ha llegado a ver todo lo anteriormente descrito con la naturalidad de lo cotidiano? ¿Cómo, si sigue votando por quienes han conducido al país a la situación en que se encuentra y contempla y evalúa cualquier brote, ya no de rebelión sino de simple protesta, con la visión del que domina? ¿Cómo, si en este país la izquierda no existe y la derecha no necesita existir porque ya existe el PRI? ¿Cómo, si el derecho a modificar la forma de gobierno se encuentra sepultado en el artículo 39 de la Constitución y penado y perseguido en la práctica, y el propio espíritu de rebelión se esfumó a lo largo de decenas de años de sometimiento?
La subalternidad, digámoslo coloquialmente, es cabrona. El efecto de dominio también. La fuerza de ambos es más poderosa precisamente porque no se les ve, no se pueden palpar materialmente y mucho menos pueden ser cuantificados. Con ellos y ante ellos ni siquiera es necesaria la coerción abierta, aunque cierta vocación represiva —que no se ejerce contra el crimen organizado más que en sus linderos— no se detenga en ocasiones contra los disidentes políticos.
Mientras esa pesada e inmaterial camisa de fuerza continúe saludable y operante, la amenaza o la advertencia de un estallido social seguirán siendo lo que hasta ahora son: un espantajo, un desahogo y una coartada. ®