La guerra, las peores atrocidades humanas, ni siquiera dirigidas contra los otros, los extraños, sino contra la propia gente. Los militares y los alzados —campesinos, indígenas de un México soterrado, quintaesencial, que obviamente no existe para aquellos que promueven la globalización.
Unos pies desnudos, convulsos, sujetos con cuerdas, voces altisonantes, alaridos, botas de militares. La cámara, con película en blanco y negro, permanece en un plano inferior. Viaja de uno a otro interrogado. Son varios, colocados en dos hileras, atados cada uno a una silla, unos frente a otros, todos con los ojos vendados. Un nudo en el estómago comienza a oprimir al espectador. Ninguno suelta prenda. Están en un granero, o un ámbito semejante, en todo caso, en el campo. La escena siguiente, fugaz, dentro de la misma secuencia, presenta los sollozos de cuerpos femeninos, esculturas vivientes, echadas por el suelo, vapuleadas, casi inconscientes, víctimas ciertas de una violación. La guerra, las peores atrocidades humanas, ni siquiera dirigidas contra los otros, los extraños, sino contra la propia gente. Los militares y los alzados —campesinos, indígenas de un México soterrado, quintaesencial, que obviamente no existe para aquellos que promueven la globalización.
Con estas imágenes crudas, de sabor a documental, cine snuf, panfleto político, aunque también de una rara belleza fotográfica —los planos bajos, al sesgo, las figuras fuera de foco, el profundo contraste entre los negros, los blancos y la casi infinita gama de grises— y, desde luego, un convincente dramatismo, huelga decirlo, da comienzo el filme de Francisco Vargas, El violín (2007). El tiempo de exhibición nunca es suficiente para una cinta que fue distinguida con 33 premios, entre internacionales y nacionales (sólo arieles se llevó tres). La Palma de Oro en Cannes la recogió Ángel Tavira, un anciano actor aficionado —quien hace su debut en esta cinta— por su caracterización de don Plutarco, un viejo músico de rostro enjuto y manco, padre de uno de los alzados. Don Plutarco va por los pueblos tocando su violín, con el arco atado a un muñón, en compañía de su hijo Genaro (Gerardo Taracena), a la guitarra, y su nieto Lucio (Mario Garibaldi), en la voz. Sin quererlo el viejo va a servir como una especie de mediador entre los escasamente pertrechados insurrectos y las heroicas e implacables fuerzas militares.
Más que alegato político y adentrarse en las causas de los conflictos sociales, la película se centra en mostrar una realidad en Chiapas, Guerrero y Puebla, aunque también en El Salvador, Honduras y Colombia. Los militares, personificados en El Capitán (Dagoberto Gama), reciben al principio con displicencia a don Plutarco, quien llega a ver su milpa en los terrenos ocupados, tras repetidas veces, gracias a su música y paciencia, acaba ganándose a los uniformados. Aunque no se crea que al punto de acabar bien las cosas. Aquí no hay lugar para finales felices. En su última visita al campamento, tras haberse servido del estuche del violín para ocultar municiones, el viejo es testigo de cómo prenden a su hijo y a otros. Cuando El Capitán le apunta en las sienes para que toque, él cierra el estuche de su instrumento. La commedia è finita.
Escenas de una gran belleza fílmica y de un frescor apabullante, todas rodadas en exteriores, entre cañadas, bosques, caminos de tierra y campos de cultivo. La crítica internacional no se ha cansado de reconocer los méritos de la fotografía, que es de Martín Boege. Extraña, con todo, que un trabajo reconocido públicamente en México por González Iñárritu y Guillermo del Toro, como uno de los más notables de aquel año, recibiera tan poca promoción en el propio país de producción. Causas hay muchas, no es una sola, todas actúan juntas. El boicot de los exhibidores estadounidenses de todo trabajo de mérito que se salga de sus circuitos. El temor de los gendarmes del mundo por toda película que cree una cierta reserva en contra de la milicia. El rechazo absoluto de los poderosos —tanto dentro como fuera— de encarar la realidad: la pobreza va en aumento, son más los que no tienen que los que alcanzan algo del llamado progreso. La incoherencia de un régimen que, por un lado, aporta algunos fondos para la realización de la obra y luego se asusta de los resultados. Esto sucede con un trabajo que no pretende ser amarillista ni mucho menos mover a las armas. Muy al contrario, Francisco Vargas ha declarado que hay un planteamiento en el filme de no saber quiénes son los buenos y quiénes los malos, sino tratar de acceder a niveles más profundos de la realidad. La historia está centrada en los conflictos humanos de estos hombres y de ahí su valor como obra dramática. ®