Es imposible conocer en su totalidad la obra de todos los grandes compositores, pero muchos conocen sus “grandes éxitos”, a veces sin saber de quiénes son. ¿Qué pasa con la obra de los menos conocidos?
Al menos en algunos círculos es difícil encontrar a alguien que no conozca algo sobre Ludwig van Beethoven (1770–1827), desde que era un compositor que se volvió sordo y que tenía muy mal carácter hasta que fue el compositor del motivo del primer movimiento de la quinta sinfonía o del tema principal del cuarto movimiento de la novena sinfonía.
En Europa debe ser muy difícil encontrar a alguien que no sepa algo acerca de Beethoven, en especial porque en 2019 se celebraron los 250 años de su natalicio —opacado por la pandemia— y porque ese tema es la base del Himno de Europa. No sólo se le conoce ahí, empero. Tal vez sea válido decir que es un compositor auténticamente mundial. A pesar de ello, una de sus mejores obras, la Grosse Fuge, no siempre es parte de ese conocimiento.
De una manera u otra, Richard Wagner (1813–1883) y Gustav Mahler (1860–1911) son una presencia tan clara como Beethoven, en especial gracias a la música para cine. Erich Wolfgang Korngold (1897–1957), seguidor de aquellos y emigrado a Hollywood en 1934, ayudó a sentar las bases para ese estilo que ha caracterizado la obra de, por ejemplo, John Williams (1932). Ni Wagner ni Mahler son la única influencia en la música para cine ni Williams es el compositor más importante o representativo en ese medio. Sin embargo, es innegable que existe un lenguaje cercano a la obra de esos dos compositores.
A pesar de que dos de los tres compositores mencionados son “conocidos”, ocurre algo curioso, si no es que fascinante. En el caso de Wagner, por ejemplo, la cabalgata de las valquirias es una obra muy conocida, aunque no siempre en el contexto del tercer acto de la ópera. Se podrán conocer selecciones de la Tetralogía, como la marcha fúnebre de Sigfried en Götterdämerung, pero no toda persona está dispuesta a escuchar las más de doce horas que requieren esas óperas. Es posible escuchar selecciones de las cuatro óperas, orquestales o no, o el The “Ring” Without Words en arreglo de Lorin Maazel. En un poco más de una hora se obtiene una idea general de la música. Es posible que se llegue a escuchar las cuatro óperas una vez, se deje como un reto completado y como evidencia de que Oscar Wilde estaba en lo cierto en su juicio acerca de ese compositor. Si bajo estas condiciones alguien dijera que le gusta la obra de Wagner sería difícil creerle. Lo que se conoce son selecciones de la obra, no la obra. Aun así, con un conocimiento parcial, es posible para esa persona aceptar, cuando no alegar, que es uno de los “grandes”. No deja de ser interesante que los escritos de Wagner pasen inadvertidos, incluyendo el muy bien escrito y más que despreciable Das Judenthum in der Musik. ¿Se conoce la obra de Wagner o se conoce una distorsión de su obra?
En el caso de Wagner, por ejemplo, la cabalgata de las valquirias es una obra muy conocida, aunque no siempre en el contexto del tercer acto de la ópera. Se podrán conocer selecciones de la Tetralogía, como la marcha fúnebre de Sigfried en Götterdämerung, pero no toda persona está dispuesta a escuchar las más de doce horas que requieren esas óperas.
Antonio Vivaldi (1678–1741), Johann Sebastian Bach (1685–1750), Wolfgang Amadeus Mozart (1756–1791), Frederick Chopin (1810–1849) o Johannes Brahms (1833–1897), por mencionar unos cuantos nombres, son considerados entre los grandes de la “música clásica”, aunque en ocasiones su grandeza se reduce a unas cuantas de las múltiples que compusieron, cuando no a una selección de una parte de alguna de esas obras o a arreglos que se asocian con algo que puede llegar a ser irrelevante para la obra.
¿Cuánta gente que conoce la marcha fúnebre de la segunda sonata para piano de Chopin, asumiendo que sabe que es de él, conocerá los otros movimientos o se dará cuenta de lo radical que es el último movimiento? Le quattro stagioni han pasado a ser música de fondo o algo tan “conocido” que se olvida lo original que son esos conciertos, al tiempo que se olvidan los otros ocho que forman parte de Il cimento dell’armonia e dell’inventione. El segundo movimiento del concierto 21 para piano de Mozart llegó a ser conocido en una época como el tema de Elvira Madigan, la película sueca de 1967. Aunque un caso deplorable tiene que ver con gente para quien la marcha turca de Die Ruinen von Athen, de Beethoven, no es otra cosa que el tema de El chavo del ocho. Ni siquiera el arreglo era original de quienes crearon ese programa. Se puede llegar a ser un conocido desconocido.
Existen, pues, los grandes éxitos de los grandes compositores, algo que a veces parece garantizar que no se conozca otra cosa que esos éxitos y que a veces se reconozca la autoría de los compositores. ¿Por qué ocurre esto? ¿Es un resultado de la democratización o de un mayor acceso a la educación, una que requiere saber un mínimo de todo tema posible gracias a que puede aparecer en el examen? ¿Es conocido aquello que aprueba la “opinión pública”, la mayoría, o es una minoría la que ha determinado eso para la mayoría, que lo ha aceptado sin más? ¿Por qué esos compositores y no otros? ¿Qué hace que Camile Saint–Saëns (1835–1921) sea considerado un compositor de “segundo nivel” y no uno de “primer nivel”? ¿Quién o cómo se determina eso? ¿Cómo se determina, asimismo, la jerarquía entre obras de un mismo compositor? ¿Por qué la quinta sinfonía de Beethoven es más popular que la tercera, a pesar de que Beethoven consideraba mejor sinfonía a la tercera? ¿Por qué hay compositores que parecen ser menos afortunados, que, a pesar de ser reconocidos por sus méritos, rara vez son interpretados en público o merecen pocas grabaciones, al menos comparado con la sobreoferta que existe con algunas obras de los “grandes”? En general ¿qué nos dice esta apariencia de conocimiento sobre las formas en que entendemos el mundo?
¿Es conocido aquello que aprueba la “opinión pública”, la mayoría, o es una minoría la que ha determinado eso para la mayoría, que lo ha aceptado sin más? ¿Por qué esos compositores y no otros? ¿Qué hace que Camile Saint–Saëns (1835–1921) sea considerado un compositor de “segundo nivel” y no uno de “primer nivel”?
La “música clásica” presenta una situación curiosa. Tal vez se deba ser especialista o apasionado para conocer la obra completa de al menos un compositor (o al menos un tipo de obra de ese compositor), algo que puede llegar a ser un reto cuando pueden ser cientos de obras por explorar. Incluso si son unas cuantas se pueden requerir meses para escucharlas una primera vez para después volverlas a escuchar en repetidas ocasiones para asimilarlas o digerirlas. Conocer la obra de un compositor no se reduce meramente a escuchar sus obras, sino a saber cómo escucharlas. Ello requiere concentración y tiempo. Hay que aprender a escuchar la música más allá de estar consciente de que se escuchan sonidos. Hay que aprender a escuchar aquello que transmite el compositor y que esperaba fuera entendido, siquiera eventualmente. Dedicarse a ello se traduce en no poder hacer otras cosas al mismo tiempo. Hay un costo de oportunidad. Rara vez hay una gratificación inmediata.
La música no es el único medio que requiere aprender formas de pensar diferentes o el aprender un nuevo lenguaje que parece familiar sin que lo sea. Ocurre algo similar con la lectura de obras de filosofía política, por ejemplo. No es meramente cuestión de leer las palabras y asumir que se plantean “verdades eternas”, sin más. Es necesario encontrar las ideas principales y las ideas secundarias; la forma en que se usan los conceptos; el argumento con el que el pensador nos quiere llevar a un punto que no hemos considerado; la forma en que se hilan las ideas; la lógica, la evidencia y la relevancia de los problemas y soluciones que se plantean; entender por qué se quiere que veamos la realidad en una forma diferente; por qué se busca que reconsideremos nuestros supuestos sobre esa realidad; encontrar los diálogos explícitos e implícitos que se entablan con otros pensadores, antecesores y contemporáneos, y los diálogos que se entablan con el público al que iba o va dirigida la obra, entre otros elementos. Con esto se puede empezar a entender mejor a qué quiere llegar quien escribe, asumiendo que estemos familiarizados con el lenguaje, la historia y las condiciones institucionales —las reglas del juego— de su época. Se necesita conocer tanto la época de ese pensador —los problemas que preocupaban a esas personas— y los juegos de palabras y el lenguaje en el que se encontraban inmersos, que son tan importantes como las condiciones en que se practicaba la política, elementos que ayudaban a entender lo político. De una u otra forma, hay algo que se pierde sin ese conocimiento adicional, algo que incluso las mejores traducciones no pueden proporcionar por las peculiaridades de cada lenguaje en cada época. Por ello es que se debe leer y releer, más que nada estudiar, las “grandes obras”, aunque se cuestione por qué y qué obras deban ser consideradas “grandes”. Hay varios niveles de lectura requeridos. Y bueno, si no se goza el hacer esto será difícil lograr el estudio de esas obras.
La música nos puede sorprender por seguir caminos inesperados o por hacer que el camino esperado sea diferente de alguna manera. Nos abre los oídos incluso ante lo usual. Es por ello que, en un nivel menos complicado, se requiere conocer diferentes interpretaciones de una misma obra. Las “grandes obras” nos pueden decir diferentes “cosas”, lo que permite se les interprete de diferentes maneras.
En el caso de la música, se necesita considerar las formas en que se articulan los sonidos, las frases y las relaciones entre frases, las libertades que la obra permite para ser interpretada, los efectos que el público esperaba/espera y las sorpresas que el compositor podía/puede dar ante las expectativas de ese público y las formas a las que se recurre para expresar esas ideas, entre otros elementos. La música nos puede sorprender por seguir caminos inesperados o por hacer que el camino esperado sea diferente de alguna manera. Nos abre los oídos incluso ante lo usual. Es por ello que, en un nivel menos complicado, se requiere conocer diferentes interpretaciones de una misma obra. Las “grandes obras” nos pueden decir diferentes “cosas”, lo que permite se les interprete de diferentes maneras. Otras obras no llegan a algo así. Son “planas”, por decirlo de alguna manera. Idealmente, y en un nivel más complicado, se requiere conocer las partituras y lo que se ha escrito sobre el compositor y sus obras —al menos los libros y artículos que se considera son más importantes—, precisamente como hace quien se aventura al estudio de la filosofía política. Ayuda poder platicar o, al menos, escuchar a alguien con formación académica para no perderse en aquello que no se ha estudiado formalmente, un lenguaje riguroso y con reglas estrictas.
El reto para quien escucha música reside en que no sólo se escuchan sonidos, como cuando uno se percata de que en una tienda o en un restaurante hay “música de fondo” o “música ambiental” que compite con ruidos, sino que se busca entender el argumento que se presenta y los vínculos entre los elementos que conforman la obra —en su conjunto y entre los movimientos o las secciones que la conforman—. En el caso de la música abstracta, ese argumento no tiene por qué reflejar algo que pueda ser expresado o traducido a palabras —de ahí que no se haya expresado con palabras en primer lugar, incluso si el título de la obra hace alusión a algo en particular— o que se pueda ignorar la lógica de ese argumento y los medios por los que se expresa —melodía, motivo, armonía, ritmo y variaciones en el mismo, “velocidad”, instrumentación, colores, timbres—. Escuchar música requiere ser activo, no un mero espectador pasivo. Hay que ver el paisaje y los detalles que lo conforman.
Digamos que no se está dispuesto a invertir tiempo en conocer partituras o estudiar sobre las obras. Puede ser suficiente aprender a escuchar sin otros apoyos. En este caso, no basta un ciclo de las sinfonías de Beethoven, por ejemplo. El estilo “romántico y pesado” de alguien como Wilhelm Furtwängler parece que pasó de moda para ser sustituido por el estilo “rápido, rítmicamente claro y de texturas transparentes” de John Eliot Gardiner, por citar dos polos entre múltiples ciclos completos de los que se puede escoger (más de 100). Incluso dentro de una forma de interpretar se pueden dar variaciones significativas, que en parte se pueden deber a la edición que se use, además de las habilidades e intereses del director y las capacidades de la orquesta. En este sentido, resulta interesante escuchar la quinta sinfonía de Beethoven en las interpretaciones de René Leibowitz, Frans Brüggen, Nicholas Harnoncourt, David Zinman, Jos van Immerseel, Ricardo Chailly y Gardiner como muestra de esas diferencias. No todas son históricamente informadas, pero comparten el énfasis de texturas claras, ritmos marcados y velocidades “rápidas”. A pesar de los elementos en común, se escuchan aspectos diferentes de la misma obra. Después de escuchar esas versiones queda la impresión que es y no es la misma obra.
La importancia de conocer diferentes interpretaciones tal vez resulte más clara con compositores como Mahler, situado entre el siglo XIX y el XX. Baste comparar, por ejemplo, la interpretación de Leonard Bernstein de la sexta sinfonía con la Filarmónica de Viena, su segunda grabación, con la interpretación de Thomas Sanderling con la Filarmónica de San Petersburgo (difícil de conseguir en CD, disponible en YouTube y en iTunes, entre otras opciones) o la de Michael Gielen con la Orquesta de la Radio del Sudoeste Alemán, Baden–Baden y Freiburg para notar que puede ser visto como un compositor anclado en el romanticismo del siglo XIX, a veces con todos sus excesos, o como alguien anclado en el siglo XX. No es cuestión meramente de los tiempos que se registren para cada movimiento, sino lo que hace el director con la misma partitura, desde las fluctuaciones en los tiempos dentro de cada movimiento a los balances entre los instrumentos o la capacidad de destacar el colorido de la orquestación. Es la misma obra, y sin embargo se pueden escuchar mundos diferentes.
Aunque existan cien versiones de la quinta de Beethoven sigue siendo la misma sinfonía, aunque con cada interpretación se puedan escuchar aspectos diferentes. ¿Vale la pena tener tantos ciclos de las sinfonías de Beethoven cuando hay tantas otras obras por escuchar del mismo compositor o tantos otros compositores por descubrir?
Surge una ironía con la “música clásica”. Independientemente del género que se considere —sinfonías o conciertos, por ejemplo—, la oferta de obras es limitada, a pesar de la gran cantidad de CDs, DVDs o Blu–ray disponibles. Hay opciones de dónde escoger, sin lugar a dudas, pero para algunos compositores y para algunas obras. A veces parece que se hace todo el esfuerzo humanamente posible por grabar las mismas obras una y otra vez. Aunque existan cien versiones de la quinta de Beethoven sigue siendo la misma sinfonía, aunque con cada interpretación se puedan escuchar aspectos diferentes. ¿Vale la pena tener tantos ciclos de las sinfonías de Beethoven cuando hay tantas otras obras por escuchar del mismo compositor o tantos otros compositores por descubrir? Surge el problema de profundizar o el de tener una visión general. El tiempo es un recurso finito.
Una segunda ironía es que esa oferta se podría ampliar si se incluyeran las obras de compositores considerados de “segundo rango”. Mientras no sean fácilmente accesibles o no se hable más de esas obras da igual que se considere que existe más música por descubrir y conocer. Sólo en el siglo XIX y sólo en el ámbito de las sinfonías existen obras que muy rara vez son interpretadas a pesar de ser consideradas de primer nivel, al menos de acuerdo con algunos especialistas y reacciones que parecen favorables por parte de quienes, sin ser expertos, las han escuchado. Ejemplo de ello son las tres sinfonías de Louise Farrenc (1804–1875), en particular la tercera, compositora admirada por Robert Schumann (1810–1856) y Hector Berlioz (1803–1869) o las dos de Norbert Burgmüller (1810–1836), admirado por Schumann.
Tal vez no sea extraño que esas obras no sean conocidas pues calidad no es sinónimo de popularidad, como se puede ejemplificar con la obra de un compositor popular en su momento, Joachim Raff (1822–1882). Brahms y uno de los grandes violinistas del siglo XIX, Joseph Joachim (1831–1907), consideraban que el concierto para violín 22 de Giovanni Batista Viotti (1735–1824) era una obra perfecta. Ahora es una obra que todo estudiante de violín debe tocar y que no atrae a los solistas de renombre. Ocurre algo parecido con el concierto 19. Una de las obras cumbre de la escuela italiana del violín ha dejado de ser relevante. Por fortuna existe una grabación con David Oistrakh y otra más reciente con Elizabeth Wallfisch. Beethoven y Brahms admiraban profundamente Medea de Luigi Cherubini (1760–1842). Existen varias grabaciones, incluyendo la versión original en francés, con diálogo, pero siguen dominando las versiones en italiano con Maria Callas. La interpretación en Dallas, de 1958, ayuda a entender por qué era su papel. A pesar de ello, dista de ser una obra conocida entre el público en general. Los criterios de Beethoven y Brahms parecen no ser muy importantes con esas dos obras.
Lamentablemente, hay obras que sólo existen en partitura. A veces se pueden escuchar gracias a programas que simulan una orquesta o el no muy agradable MIDI. Hay obras para las que existen una o dos interpretaciones, casi invariablemente con orquestas de “segundo o tercer nivel”, con directores conocidos en un plano local y producidos por compañías pequeñas, a veces poco conocidas. Es difícil llegar a conocer esas obras si no se adquirió en su momento el CD o si no han llegado al streaming. A veces se pueden conseguir o escuchar en medios como YouTube. A veces existen restricciones en cuanto a los lugares en que están disponibles o problemas de derechos. Lo extraño con esta situación es que, en lugar de recurrir a esas obras como parte del repertorio, se insiste en privilegiar las obras “consagradas”, ésas que llaman la atención y que parece no son tan caras, en apariencia aquellas que interesan a las compañías disqueras y las orquestas más reconocidas. Tal vez el público se entusiasmaría con esas obras “secundarias” si orquestas de renombre y sus maestros del podio las consideraran en sus programas.
Además de Farrenc, están las cuatro sinfonías de Friedrich Gernsheim (1839–1916), considerado par de Brahms, quien también escribió cuatro sinfonías. En tal caso, se puede decir lo mismo respecto de Edward Elgar (1857–1934), cuyas dos sinfonías parecen ser poco conocidas fuera de Inglaterra y Estados Unidos, a pesar de que se le considere equiparable a Brahms, o las nueve sinfonías de Ralph Vaughan Williams (1872–1958), compositor con un estilo fascinante que tal vez sea demasiado británico a pesar de todo. Existe un paralelismo interesante entre las tres sinfonías de Richard Wetz (1875–1935) y las nueve sinfonías (numeradas) de Anton Bruckner (1824–1896), antítesis de Brahms por ser admirador de Wagner. Se considera que Wetz es continuador de Bruckner, aunque la mayor parte de la obra de Wetz no tiene mucho que ver con el estilo y obras del otro. Ni siquiera Bruckner es un compositor muy conocido. Es cierto que su Te Deum y las tres últimas sinfonías son conocidas, pero las primeras seis, en particular la segunda, no han tenido la misma suerte. Si a eso se añaden las múltiples versiones de algunas de sus sinfonías, como es el caso de la tercera y de la cuarta, se debe considerar que es difícil llamarlo un compositor conocido fuera de Austria y de Alemania.
La lista de obras que merecen ser conocidas es considerable. Tal vez no incluyan melodías memorables o situaciones que permitan al director ser un personaje con el corazón a la vista, brincar, sufrir, erigirse en el intérprete indudable, al estilo Leonard Bernstein. Como sea, baste considerar Wallenstein, de Josef Rheinberger (1839–1901) o, en época más reciente, las sinfonías de William Walton (1902–1983), en especial la primera, o de Michael Tippet (1905–1998), también con la primera, para cuestionarse por qué rara vez son interpretadas o grabadas.
La lista de obras que merecen ser conocidas es considerable. Tal vez no incluyan melodías memorables o situaciones que permitan al director ser un personaje con el corazón a la vista, brincar, sufrir, erigirse en el intérprete indudable, al estilo Leonard Bernstein.
Algunos compositores simple y sencillamente parecen ser “demasiado buenos para su propio bien”, demasiado “locales” en su estilo o sin gran interés en entrar al proceso de ser conocidos. Para Robert Simpson (1921–1997), compositor poco conocido de once sinfonías, aunque mejor conocido en una época en Inglaterra por sus análisis musicales para la BBC, Bruckner, Carl Nielsen (1865–1931) y Havergal Brian (1876–1972) son tres grandes compositores. Nielsen ha tenido mejor suerte con algunas de sus obras —en particular dos de sus seis sinfonías y uno de sus tres conciertos—. Brian es un auténtico desconocido a pesar del interés que ha generado su primera sinfonía, The Gothic. Al menos una de sus 32 sinfonías ha generado interés generalizado y algunas grabaciones que hacen justicia a la obra. Nikolai Myaskovsky (1881–1950), prolífico compositor (27 sinfonías), tal vez sea demasiado soviético para los gustos actuales siendo que era demasiado individualista para las autoridades de la URSS. Es una diferencia notable respecto a sus contemporáneos Dmitri Shostakovich (1906–1975), considerado un Mahler de tercera por Pierre Boulez (1925–2016), y Sergei Prokofiev (1891–1953). Está el caso de Kaikhosru Shapurji Sorabji (1892–1988), sin mucho interés en que se tocaran sus obras. También se debe aceptar que no consideró la posibilidad de limitar el tiempo requerido para tocarlas. Ejemplo de ello es la Sequentia Cyclica.
Es una lástima que no se conozca la obra de estos otros compositores. Apenas he considerado unos cuantos nombres que, en tal caso, son de los conocidos de entre los menos conocidos. Hay algunos que son realmente casi desconocidos. ¿Vale la pena explorar sus obras? Sí, como vale la pena explorar las obras no conocidas de los “grandes” compositores. Ello, claro está, requiere asumir el costo de oportunidad: centrarse en esto y dejar de lado otras alternativas, en no divagar por las redes como se logra con Facebook. A final de cuentas, escuchar una obra de veinte minutos no se limita a esos veinte minutos. Hay que volver a escucharla, considerar otras versiones, si existen, pensar en lo que se escuchó, darse tiempo para volver a escucharla, aprovechar que se pueden repetir partes que no sean “claras”. Pero ¿es posible esto en la época de trabajos a destajo y horas dedicadas a transportarse de un lugar a otro, en que existen opciones que requieren un menor esfuerzo mental y menos tiempo, que son las obras diseñadas para atraer a la mayoría?
Mantener una orquesta no es precisamente barato, como tampoco es barato producir un CD. Las decisiones no dependen meramente de argumentos válidos o basados en evidencia, sino de algún tipo de análisis costo/beneficio. Hay algunas perversiones en las decisiones de grupo que no pueden ser ignoradas y que son contrarias a aquello que podría parecer lógico o el mejor curso de acción.
¿Qué pasaría si hubiera mayor interés por dar a conocer a los compositores de “segundo rango”? Es difícil saberlo. Podrían ser poco atractivos para el gran público. Además, entran en consideración problemas de análisis financiero. Mantener una orquesta no es precisamente barato, como tampoco es barato producir un CD. Las decisiones no dependen meramente de argumentos válidos o basados en evidencia, sino de algún tipo de análisis costo/beneficio. Hay algunas perversiones en las decisiones de grupo que no pueden ser ignoradas y que son contrarias a aquello que podría parecer lógico o el mejor curso de acción. ¿Y qué pasa si esos compositores exigen demasiado del público? En tal caso ¿qué pasaría si se tocaran más obras de compositores del siglo XX fuera de los mejor conocidos, en particular las obras de esos compositores que rompen cualquier vínculo con el “lenguaje tradicional”? No es que sea imposible encontrar grabaciones de algunos de esos compositores, sino que exista un público dispuesto a hacer atractiva la inversión para orquestas y disqueras.
Ésta podría ser una tercera ironía de la “música clásica”: tal vez sea más factible que se llegue a conocer mejor a los compositores poco conocidos de los siglos XVII, XVIII y XIX que a los del siglo XX y del XXI, incluyendo a los mejores que rompen con la tradición.
¿Cuarta ironía? Algunos compositores del siglo XX y del XXI no han abandonado ese lenguaje tradicional, incluso cuando hayan incorporado elementos del nuevo lenguaje, sin que por ello sean la sensación que llegaron a ser, y siguen siendo, algunos de sus predecesores. Ejemplo de ello es el Adagio for Strings de Samuel Barber (1910–1981), originalmente el segundo movimiento de su cuarteto para cuerdas. Compuso otras obras realmente bellas, como Knoxville: Summer of 1915, que tal vez sea demasiado estadounidense. Resultaría extraño que quienes nos invitan a escuchar algo diferente de nuestra época tuvieran menores posibilidades de ser considerados que quienes nos invitan a escuchar los sonidos de otras épocas. ¿Quién en una megalópolis sabe lo que es el silencio? El ideal de hermandad del siglo XIX no es el mismo del siglo XXI, aunque en lo abstracto parezcan ser lo mismo. Por parafrasear y modificar una frase de Theodor Adorno, pensaría que la música no puede ser la misma después de Auschwitz.
Algunos compositores empezaron a cambiar el lenguaje musical, en especial desde finales del siglo XIX, lenguaje que en algunos casos pasó a ser un cambio radical, complicado cuando no casi imposible de entender para una parte del público. Esas obras requieren un esfuerzo adicional por sobre el que se requiere para las obras tradicionales. Requieren aprender a escuchar de una forma diferente a la que se haya aprendido con los compositores de periodos previos, por retomar una idea de Boulez. Buscar una melodía llega a ser imposible. Los patrones rítmicos, el timbre de los instrumentos y sus posibilidades o los elementos aleatorios, entre otros elementos, pasan a ser más importantes que una “buena melodía”. A veces se pueden distinguir intentos de melodías en algunas de las obras “más modernas” de Arnold Schoenberg (1874–1951) y de Alban Berg (1885–1935), como ocurre en sus respectivos conciertos para piano y violín, pero ya en compositores como George Antheil (1900–1959), en su Ballet Mécanique (1923, revisado en 1953), o Boulez, con Le Marteau sans maître (1955) estamos en un terreno diferente. No hay algo familiar o sencillo, como todavía ocurría con algunos de sus predecesores más distinguidos, algunos que incluso regresaron a estilos de composición menos radicales y con algunas similitudes a lo que había sido aceptable en otras épocas, como ocurrió con Igor Stravinsky (1882–1971).
Ésta es una situación extraña pues se han realizado esfuerzos por dar a conocer ese nuevo lenguaje y cómo entenderlo, sea con las pláticas de Bernstein de los sesenta del siglo pasado, disponibles en YouTube, o con libros como The Rest Is Noise (2007) de Alex Ross o Cómo escuchar la música (1957 [1939]) de Aaron Copland (1900–1990). ¿Es la democratización de la vida cultural lo que ha dificultado el éxito de obras que requieren audiencias más activas en el esfuerzo por entender lo que se presenta? ¿Es imposible esperar que una mayoría muestre interés por algo que requiera un mayor esfuerzo aun y cuando los niveles de educación formal hayan aumentado? ¿Simple y sencillamente llevamos un ritmo de vida que no permite tener tiempo para la reflexión, menos con algo tan abstracto como puede llegar a ser la “música clásica”? ¿El grado de conocimiento depende meramente de con quién se hable o depende de lo que cuente como “ser una persona con una buena educación formal”?
¿Es la democratización de la vida cultural lo que ha dificultado el éxito de obras que requieren audiencias más activas en el esfuerzo por entender lo que se presenta? ¿Es imposible esperar que una mayoría muestre interés por algo que requiera un mayor esfuerzo aun y cuando los niveles de educación formal hayan aumentado?
En cierta forma, los nuevos compositores “clásicos” se han quedado algo solos, con un público especializado, por lo mismo reducido y leal, y con un público general que huye de escuchar sus obras. Parece que los criterios en cuanto a lo que cuenta como bello no han sido fáciles de aceptar para el público en general. En la “fealdad” y lo “agresivo” se puede encontrar tanta belleza como en lo “tranquilo” y “espiritual”, si es que tiene sentido una oración tan subjetiva como ésta.
Los compositores del siglo XX parecen haber llegado a un extremo que los puso contra la pared. Por ejemplo, si se escucha la cuarta sinfonía de Charles Ives (1874–1954) surgen varias dudas, desde sencillas a complicadas, en cuanto a qué pensar de esa obra. ¿Qué es una sinfonía más allá de que tenga cuatro movimientos, en especial cuando incluye tantos elementos que no parecen tener relación entre sí? ¿Acaso buscamos sentido alguno cuando escuchamos una obra que nos guste y al mismo tiempo escuchamos, siquiera a la distancia, la música que escucha alguien más y los ruidos o conversaciones que provienen de la calle? ¿Cuáles son las relaciones entre movimientos de esa sinfonía? ¿Existe algo como lo que se podían encontrar en obras del siglo XIX? ¿Qué sigue de una obra como esa sinfonía?
La vanguardia del siglo XX dejó obras cerebrales, sin los logros melódicos, cuando no teatrales, de compositores que llegaron a ser favoritos del público, como es el caso de Pyotr Ilych Chaikovsky (1840–1893) o de Sergei Rachmaninoff (1873–1943). Sus melodías son irresistibles, sin lugar a dudas, pero hay más que bellas melodías. Aunado a ello, ocurrió el reto de la música popular, incluyendo a aquella que retomaba esas bellas melodías de los “clásicos”, el pop y otras alternativas, como el rock ’n roll (heredero del blues, rhythm and blues y country, por lo que entiendo) y las variaciones que empezaron a darse en éste desde los sesenta del siglo pasado y hasta nuestros días (entre otros, el metal, por lo que entiendo). Ante las alternativas, la “nueva música clásica” perdió terreno. Tal vez la “otra música clásica” se anquilosó.
Hay un paralelismo curioso entre el siglo XIX y el XX. Hay compositores conocidos y una gran cantidad de compositores desconocidos. Hay más obras por conocer que obras conocidas. Edgard Varèse (1883–1965), Boulez, Iannis Xenakis (1922–2001) o Karlheinz Stockhausen (1928–2007) tal vez sean nombres conocidos, pero la lista de no tan conocidos, como ocurre con sus predecesores del siglo XIX, es notable. Esto es curioso pues inclusive entre los compositores “difíciles” hay obras accesibles y obras que, a pesar de los retos, siguen siendo interesantes en el peor de los casos. Eso ocurre, por ejemplo, con Nikos Skalkottas (1904–1949) o, más recientemente, Sofia Gubaidulina (1931).
La vanguardia del siglo XX dejó obras cerebrales, sin los logros melódicos, cuando no teatrales, de compositores que llegaron a ser favoritos del público, como es el caso de Pyotr Ilych Chaikovsky (1840–1893) o de Sergei Rachmaninoff (1873–1943). Sus melodías son irresistibles, sin lugar a dudas, pero hay más que bellas melodías.
He escuchado decir que el rock es el heredero de la música clásica previa al nuevo lenguaje del siglo XX. Encuentro algo difícil de aceptar que el rock a partir de los sesenta del siglo pasado sea una herencia directa de la música clásica de los siglos XIX y XX. También encuentro difícil que sea una alternativa a la “música clásica”. Sutileza, colores o silencios no son algo frecuente en el rock, algo que sí es frecuentes en la “música clásica”, inclusive la de “lenguaje difícil”. Hasta Wagner puede ser sutil. Cuando la batería tiene que estar presente por el tiempo que dure la obra que se escucha es difícil decir que haya algún énfasis en la sutileza. Que Niccolò Paganini (1782–1840) o Franz Liszt (1811–1886) hayan creado el tipo de espectáculo y sensación que han aprovechado algunas estrellas en ese nuevo género tampoco es un elemento suficiente para comparaciones. Incluso obras fascinantes e imperfectas como “Tales from Topographic Oceans” de Yes distan de ser comparables con las sinfonías corales del siglo XIX o del XX —vale la pena comparar esa obra con la octava de Mahler o la primera, A Sea Symphony, de Vaughan Williams—. Tampoco parece ser el caso con obras como “Journey to the Center of the Earth” de Rick Wakeman.
Ahora bien, es cierto que hay casos en que existe una relación más cercana entre esos mundos. Ejemplo de ello es la Fanfare for the Common Man, obra independiente (1942) que reaparece en el cuarto movimiento de la tercera sinfonía (1944–1946) de Copland. En cuanto al arreglo de Emerson, Lake & Palmer, el mismo Copland encontró interesante lo que habían realizado, aunque no pareciera que le quedara claro lo que ocurría una vez que había sido presentada la fanfarria. Tal vez lo fascinante de ese arreglo es que muestra los alcances y límites que tiene ese estilo para ser heredero del lenguaje “clásico”. Baste comparar la forma en que Copland usa la fanfarria en su sinfonía y lo que hacen con ese mismo material Emerson, Lake & Palmer. Caso aparte es el concierto para piano de Keith Emerson (1944–2016), tecladista de Emerson, Lake & Palmer. Es una obra cuyo ejemplo no parece haber creado escuela. Como sea, que hay más que separa esos dos mundos puede quedar más claro cuando se escucha ese concierto de Emerson y se le compara y contrasta con, digamos, el concierto para piano de György Ligeti (1923–2006).
En cuanto al arreglo de Emerson, Lake & Palmer, el mismo Copland encontró interesante lo que habían realizado, aunque no pareciera que le quedara claro lo que ocurría una vez que había sido presentada la fanfarria. Tal vez lo fascinante de ese arreglo es que muestra los alcances y límites que tiene ese estilo para ser heredero del lenguaje “clásico”.
Me queda la duda en cuanto a qué cuenta como ser alguien que conoce de “música clásica” sin ser un músico profesional o sin ser un historiador de ese tipo de música, duda que también me surge con otros temas. ¿Qué tanto se puede llegar a conocer cuando se está hablando de siglos y de miles de obras a través de esos siglos? Resulta imposible creer que alguien conozca toda la “música clásica” que se haya escrito entre los siglos XVII y XXI solamente en Europa. Es demasiado pedir. Cuando mucho, se podrá tener una idea más o menos amplia de la música en un periodo y se podrá conocer a fondo aquello en que se busque estar especializado, por retomar la forma en que se estudia en la academia. De una manera u otra, incluso entre gente que estudia el posgrado en un área determinada hay un conocimiento parcial en comparación con todo lo que existe en esa área. Fuera de aquello en que se está especializado, se habla a partir de información incompleta.
Esto no es extraño. Es imposible abarcar toda un área de conocimiento y con detalle. Por lo que tengo entendido, John von Neumann (1903–1957) fue el último matemático que tuvo una visión amplia de su disciplina, sin que conociera toda la disciplina. Tal vez fue posible en alguna época. Ahora no alcanza la vida para algo así. Es por ello que resulta extraño escuchar expresiones como “conozco sobre X” cuando lo que se conoce es, en realidad, una parte de X, un subconjunto de X o un subconjunto del subconjunto de X, y que con ello se crea que se conoce lo suficiente como para generalizar sobre aquello de lo que se habla. Lo peor es que es posible que ese subconjunto ni siquiera sea representativo de aquello de lo que se habla. Platón no es representativo de los atenienses de su época, pero se habla de una época de profundidad en el pensamiento en Atenas gracias al trio Sócrates/Platón/Aristóteles. Pobre Demócrito, relegado porque se perdió casi toda su obra. En tal caso ¿quién es más representativo de la Viena de principios del siglo XIX, Beethoven o Daniel Steibelt (1765–1823)?
Es irónico que por profundo que sea el conocimiento que no deja de ser un conocimiento parcial, uno que sólo se podría subsanar si se conociera más que aquello que ha sido aceptado como lo mejor, dejando de lado lo que era más relevante o popular en una época. En tal caso, se pueden llenar huecos cuando se platica con alguien que esté especializado en aquello sobre lo que tenemos una idea general, pero no es lo mismo que nos platiquen sobre Maquiavelo que leer su obra una vez advertidos sobre cómo deberíamos leerla y estudiarla. Ahora bien, que esa persona nos puede guiar a conocer aquello que él o ella conoce mejor no se traduce en que lo hagamos. A veces estamos más que satisfechos con lo que creemos conocer.
Esto ocurre también con la filosofía política. Hay tres libros que son buenas introducciones: Historia de la teoría política (1961 [1931]) de George Sabine; Política y perspectiva: Continuidad e innovación en el pensamiento político occidental (2004 [1960]) de Sheldon S. Wolin, y An Introduction to Political Philosophy (2016 [1996]) de Jonathan Wolff. Hay otras obras similares con diferentes grados de importancia y utilidad, dependiendo de la crítica que hayan recibido por parte de especialistas. Sin embargo, para ahora se considera que no es posible que una persona pueda cubrir todos los siglos que abarca la filosofía política —usualmente, de Platón a John Stuart Mill pues la filosofía política más reciente es otro tema—. Como sea, es difícil que alguien pueda decir mucho excepto a grandes rasgos o enfatizando algunos temas que pueden resultar en una visión algo distorsionada de la realidad, incluso si es una visión propuesta por un experto y basada en las investigaciones de otros expertos. Ni alguien dedicado de tiempo completo a esa área podría conocer todas las fuentes primarias y todas las fuentes secundarias que abarcan todos esos siglos. A veces ni siquiera es posible abarcar un siglo. Hay mucho que se debe dejar de lado. Sin embargo, se habla de conocer la filosofía política cuando lo que se hace es conocer y retomar lo que otras personas han aprendido sobre partes de esa totalidad. Lo que se conoce de primera mano es relativamente poco y muchas veces centrado en pensadores que no son representativos de una época precisamente porque van más allá de lo que eran las discusiones usuales. Se podrá conocer lo que dicen algunos “grandes pensadores” sin que se pueda decir que uno conoce los temas que abarca el estudio de la filosofía política. Es una diferencia sutil, sin lugar a dudas, pero el que no se considere esa diferencia no deja de ser curioso.
Lo que se comenta sobre la filosofía política también ocurre en las disciplinas y las ciencias. El conocimiento resulta del trabajo de miles de personas, sin que una de ellas pueda decir que conoce con detalle lo que abarca la disciplina o ciencia que estudió, menos otras disciplinas o ciencias que no sean parte de su interés central. Hay difusores de las ciencias, como hay difusores en las artes. En el primer caso, es difícil creer que sea conocedor a fondo de todo lo que abarca cada una de las ciencias. Como dicen, “el diablo está en los detalles”. Al menos queda claro que cuando algunos de esos difusores de ciencia se meten a las ciencias sociales que llegan a repetir trivialidades o a recurrir a argumentos triviales dado lo superficial de su conocimiento, cuando no por lo erróneo de éste. Es difícil tomar en serio a un difusor de la ciencia que sea marxista y que, al mismo tiempo, considere que la economía no es una ciencia, aunque sólo sea una ciencia social, por ejemplo.
Aceptamos sin más una forma de ver la realidad sin saber de dónde procede esa forma de verla. Pasamos a creer que somos personas informadas y que conocemos sobre aquello de lo que se habla. Tal vez terminemos aplaudiendo a Steibelt e ignorando a Beethoven. Perdemos la oportunidad de ver o escuchar por prestar tanta atención a unas cuantas voces.
¿No nos pasa lo mismo cuando hablamos con certidumbre sobre la “música clásica”, en especial cuando queda tanto por descubrir, al menos para quienes somos aficionados a ella? Me queda claro que lo que he planteado es debatible y que hay elementos que pueden ser demasiado subjetivos. Sin embargo, la idea es que tal vez sea mejor aceptar que se sabe o conoce menos de lo que se cree saber o conocer. Baste considerar un ejemplo concreto. El 6 de enero se cumplió un año de la “rebelión”, o lo que haya sido, de gente que apoyaba a Trump y que atacó al Congreso en Washington, D.C., para de esa manera detener el conteo de votos y dejar asentado que Joe Biden había ganado la presidencia. Ya se habla de la posibilidad de una guerra civil, de una dictadura militar después de 2024 o de inestabilidad creciente que haga muy difícil el poder gobernar. Incluso si se ha estudiado algo relacionado con estos temas es difícil creer que sea sencillo determinar cuándo la inestabilidad se traduce en ingobernabilidad. Sin embargo, se toma en consideración lo que dicen quienes han captado la atención en la época de la atención difusa y que pertenecen a escuelas que venden bien porque son “realistas” o de “realpolitik”, gente que tiene una visión general y no específica de los temas que se tratan. Se abre el foro a unas cuantas voces y se deja de lado otras, sin que se pueda estar seguro de que lo que no escuchamos sea más acertado e importante que lo que escuchamos. Aceptamos sin más una forma de ver la realidad sin saber de dónde procede esa forma de verla. Pasamos a creer que somos personas informadas y que conocemos sobre aquello de lo que se habla. Tal vez terminemos aplaudiendo a Steibelt e ignorando a Beethoven. Perdemos la oportunidad de ver o escuchar por prestar tanta atención a unas cuantas voces.
Me he desviado del tema. Tal vez al reconsiderar a esos compositores menos conocidos, o menos afortunados, de la época que más nos guste podamos apreciar mejor por qué algún “gran compositor” era visto como un revolucionario, si no es que como alguien difícil, y así podríamos entender mejor cómo otra época puede ser tan diferente y, al mismo tiempo, tan parecida a la nuestra, todo ello sin tener que recurrir a una narrativa específica o a palabras. Podríamos ampliar nuestro entendimiento de lo que nos gusta, sin que por ello podamos decir que conocemos aquello de lo que hablamos. Es posible que no hayamos valorado suficientemente aquello que no es tan “bueno” como las “grandes obras” y que, a pesar de sus limitaciones, esas obras menores nos pueden dar un punto de referencia que resulte en mayor claridad y profundidad, al tiempo que nos permita decir que aprendimos un poco más y que conocemos menos de lo que creemos. ®