La biblioteca personal es un ente vivo, mutatis mutandis, y como tal está sujeta a fenómenos que la exponen, fragilizan, o sea, de alguna forma la humanizan. Tales fenómenos habría que analizarlos a detalle para decidir y aceptar que un título al que le abrimos las puertas de nuestro mundo de pronto sea excomulgado.
I
Toda biblioteca personal comienza con el primer libro que llega al hogar y ocupa un espacio, el cual comienza a habitarlo, desgastarlo, transformarlo, integrándose como parte del universo personal de a quién pertenece. No hay bibliotecas más importantes que otras, pues la filiación es lo que le da valor más allá de si en ella hay incunables, primeras ediciones o firmados por sus autores. Una biblioteca puede constituirse de uno o mil libros, la cantidad no importa sino el camino ininteligible para cruzarse en el destino del lector.
Por ello, y para quienes los libros son más que un objeto, toda biblioteca personal pasa a formar parte de uno, llámenme ridículo, pero creo se vuelven la propia alma.
Y es que antes de enamorarme de los libros no sabía bien quién era. No es que haya mirado más allá de la ventana a través de ciertas historias, o me identificara con personajes que tuvieron las mismas alegrías y tristezas, o experimentaron mis crisis, o depositaron en mí deseos. Sería incapaz de ponerlo con palabras como igual de complicado es definir qué es el alma; sin embargo, puedo decir que con los libros me es más fácil respirar, sobrellevar el peso de la incertidumbre, reír a carcajadas y, lo más importante: encontrarle sentido a las cosas en un mundo donde a veces parece que nada lo tiene. Un libro en la mano es la palma del ser querido que acompaña. Un libro en el espacio físico es por sí mismo el hogar. Sí, todos los lugares en los que hay libros son para mí un hogar. Por ello acudo a las bibliotecas, a las librerías en tiempos aciagos. Compre o no, los toque o no, el simple hecho de saberme allí, así como en casas ajenas en las que los hay, me hace sentir como el extranjero que ingresa a la embajada de su patria.
Lo anterior es para decir que despojarse de un libro al que le hemos dado asilo en nuestros aposentos pareciera como arrancarse un hueso. Duele. Una biblioteca personal comienza a dejar de serlo cuando le quitamos títulos cuales pétalos pensando que la flor será la misma. Claro, la biblioteca personal es un ente vivo, mutatis mutandis, y como tal está sujeta a fenómenos que la exponen, fragilizan, o sea, de alguna forma la humanizan. Tales fenómenos habría que analizarlos a detalle para decidir y aceptar que un título al que le abrimos las puertas de nuestro mundo de pronto sea excomulgado.
II
Hace varios años, en una feria del libro, en tiempos de carencia económica, tenía la costumbre de llevarme toda impresión gratuita de los stands. Así me hice de libros jurídicos, electorales, de agrupaciones de apoyo, manuales técnicos, postales, trípticos, revistas, diarios y otros más. Entre tanto papel que sabría que no leería jamás me topé con un artículo sobre la biblioteca personal del editor y crítico José Luis Martínez. Salí de él prendado. Las imágenes de los libros por toda la casa como si fueran glicinias trepadoras me fascinaron. El texto, escrito por su hijo Rodrigo, hizo que descubriera que uno como vástago podrá amar o no las mismas cosas que los padres, pero no se puede ser ajeno e indiferente con facilidad a las pasiones que mueven a los que nos importan.
Esa gran biblioteca se integró a las otras que conforman el megaproyecto de la Biblioteca de México, en la Ciudad de México, dispuesta para los miles de lectores que buscamos otras sedes del hogar. No sé si a Rodrigo y la familia le habrá sido fácil desprenderse del legado cultural de su padre (o los detalles económicos y morales que llevaron a tal decisión), pero recordé cuando me inspiró a que tal vez la única herencia (o al menos la más importante para mí) que le dejaría a mi hija Aura sería una biblioteca que comencé a alimentar desde entonces con voracidad y a veces a pesar de las circunstancias.
III
S me cuenta de la venta de libros que hará una escritora en la Condesa. Se trata de libros que pertenecieron a su padre que ha fallecido. Dice que lo hace con pesar y ante la complejidad que representa crear un fondo o encontrar un espacio para depositarlos. Mientras comemos en un lugar de tacos árabes que no vende particularmente tacos árabes conversamos sobre lo “bien” o “mal” que está deshacerse de algo que —asumimos— fue muy especial para esa persona. S defiende el desprendimiento material, sus argumentos son claros y elocuentes. Una parte de mí lo tiene claro y hasta está de acuerdo con ella, pero la otra, al final de lo que estoy más conformado, es decir, de pasiones, considera aquello como una afrenta a la memoria de quien se ha ido. Y es que lo imagino adquiriendo cada libro, integrándolo al ecosistema de su ser, dibujando momentos —tal vez inexistentes— en los que algunos salvaron su vida, dieron aliento o ayudaron a atravesar tempestades. Al final de cuentas creo que se trató de una proyección, pensaba en él cuando en realidad me refería a mí, de cómo la biblioteca que se inició con el libro de El evangelio de Lucas Gavilán, de Vicente Leñero, aquel que me convirtió en lector, fue creciendo, insuflando perspectivas e ideas que probablemente no habría adquirido de otra forma. Las anécdotas que imaginé fueron las propias, como cuando compré los diarios de Stefan Zweig a un precio muy elevado con un tarjetazo y con la conciencia de que no tenía forma para solventar ese gasto. Fue la vez que en una librería de viejo en la Ciudad de México encontré el guion de El castillo de la pureza, escrito por José Emilio Pacheco, con su firma.
Mi biblioteca está conformada de memorias, de personas, de lugares, de momentos; son mi alma, y si de este mundo me he de ir quisiera que me sobrevivieran y que en ella se viese un poco o mucho de lo que fui.
Le decía a S que no imaginaba a Aura abriéndole la puerta a desconocidos para que manosearan lo que con tanto esfuerzo, celo y pasión construí. Unos tocando y llevándose por treinta pesos una vieja edición de Madame Bovary que leí en las islas de la UNAM cuando el peso de la soledad fue soportable gracias a ella. Otros, meditando si valía la pena llevarse El amante de la China del Norte, de Marguerite Duras, que me prestó —y jamás le regresé— una amiga que me dijo que había que leerla para convertirse en escritor.
Si yo vendiera mis libros los vendería en sumas impagables, porque su valor, queda de manifiesto, no está en la edición ni en lo coleccionables que puedan ser. Mi biblioteca está conformada de memorias, de personas, de lugares, de momentos; son mi alma, y si de este mundo me he de ir quisiera que me sobrevivieran y que en ella se viese un poco o mucho de lo que fui.
Salí de la venta con tres libros, formando parte de esas aves de rapiña que no reparamos más que en la propia hambre de tener más títulos. No tengo cara para pedir que no se haga lo mismo con los míos, aunque espero que mi hija tenga mejor juicio y que las condiciones sean las que sueño, porque soñar no cuesta nada.
S me preguntó si prefería que Aura me mintiera asegurándome que se quedaría con la biblioteca heredada o si estaba dispuesto a escuchar la verdad. “Que mienta”, respondí. Tal vez, a final de cuentas, al morir uno no se lleva los libros que le conformaron el alma, pero sí el alma de los propios libros. En eso creo. ®