Un entretenido y bien documentado repaso de la conformación de grupos de poder en la literatura mexicana; su asociación con grandes empresarios, líderes religiosos y políticos; la trascendencia de los exiliados españoles; la conformación de redes educativas, son algunos de los puntos abordados.
Lo importante es descomponer la vieja historia de la literatura en una sociología de la literatura.
—Effio Daudaben
Hace algunos años, en un país extravagante en el que lo sórdido solía mezclarse con lo infame y lo turbio con lo negro (ahora esas épocas han quedado atrás en la medida en que en el presente la realidad de ese país es un espesísimo pantano de consumadas tropelías), existió un luminoso cacique tan revolucionario como institucional que tornó el pequeño feudo cultural, para fortuna de todos los interesados, en una vigorosa República Letrada, ocasionando que los habitantes de la villa se volvieran no sólo contemporáneos de todos los hombres sino que aspiraran, con variada fortuna, a la construcción, el mantenimiento y la reproducción de una sólida institución literaria nacional (¡nunca una industria!), lo que derivaría no sólo en una profesionalización de la vida intelectual de la comarca y un elevamiento del nivel del diálogo entre sus habitantes —hecho a todas luces formidable—, sino también en la solidificación de una tremenda corte despótica y canalla que, con los delirios y la pompa que corresponden a la pedantería de una rancia aristocracia y a una burguesía aspiracional, intentaría capitalizar las bondades del reino a través de los enredos y los embustes dignos de una corte polaca (la nacionalidad es intercambiable pero los efectos son los mismos), lo que nutriría no sólo enconos políticos y vedetismos culturales entre los distintos componentes del feudo sino también azuzaría las prácticas facciosas y mezquinas que, con el tiempo, revelarían un hecho trágico, soterrado y minimizado en el país de la abundancia: en ese reino extravagante, estructurado hasta el año 2010 como una obscena y criminal sociedad de castas (de ahí el encorsetamiento y la mamonería de la mayoría de los escritores nacionales, vicios estúpidos que se reflejan en la gravedad y pacatería de la literatura mexicana y en el ninguneo de incontables “escritores menores”), los atributos sociológicos de sus habitantes —cuna, educación, herencia, influencias, capital— configuran neurálgicamente su acontecer político y social, lo que implica desde luego a sus bellas artes, y para el caso que nos atañe, a su literatura, esa impoluta columbina dentada que sobrevuela con toda hipocresía el mundanal ruido.
Tengo claro que al poner sobre la mesa los aspectos sociológicos de la creación, la promoción y el consumo literarios aparece de inmediato la estólida y principesca tradición que consiste en denostar las apreciaciones de esta naturaleza por considerarlas dignas de temperamentos resentidos, outsiders, proletarios ofuscados, inteligencias estériles o palurdos insensibles ante la inefabilidad del galano arte de la escritura, meras chapuzas de científicos sociales para los cuales la literatura se reduce a castillos y unicornios o aguafiestas que no comprenden la magnitud etérea de las bellas letras; caricaturas todas que consiguen disipar la atención sobre las condiciones materiales de la creación literaria y que, como cualquiera puede constatar, influyen directamente en el espíritu de la literatura. Al respecto Pierre Bourdieu, quien con su herramienta intelectual Las reglas del arte ha compartido una manera de observar el fenómeno literario con amor y con verdad, sostiene que esa actitud es enarbolada por sujetos “protegidos por la veneración de todos aquellos que han sido dirigidos, a menudo desde su más tierna juventud, a cumplir los ritos sacramentales de la devoción cultural (y el sociólogo no constituye ninguna excepción), los campos de la literatura, el arte y la filosofía oponen obstáculos enormes, objetivos y subjetivos, a la objetivación científica”, olvidando o queriendo negar que, en realidad, “el análisis científico de las condiciones sociales de la producción y de la recepción de la obra de arte, lejos de reducirla o destruirla, intensifica la experiencia literaria”.
Estas notas marginales, que no dicen nada nuevo sino sencillamente apuntalan algunos dimes y diretes conocidos, son el breve testimonio de un observador consciente de que, mientras algunos tiran migajas de pan para trazar un camino hacia cualquier parte (o incluso para perderse), otros son poseedores de autopistas y subterfugios efectivos que sólo en apariencia simulan migajas, pero que en realidad los habilitan plenamente para repartir(se) el queso —léase capital simbólico— de las letras nacionales.
La cultura como espectáculo
Como cualquier estudiante de letras hispánicas en el país puede constatar, los acercamientos a la literatura mexicana del siglo XX, representada fundamentalmente por las obras de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Juan José Arreola, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Jorge Ibargüengoitia, Elena Poniatowska, Gabriel Zaid, Juan García Ponce, Sergio Pitol, Salvador Elizondo, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Inés Arredondo, Emilio Carballido, Vicente Leñero y José Agustín (entre otros), suelen establecerse desde una distancia que, mediada por los profesores —otros grandes engañados, reproductores de mitos—, los libros, la geografía, el espacio, el tiempo y otras contingencias, hacen de la cultura nacional una suerte de fantasma omnipotente, una presencia real —el término es de George Steiner— que obliga a concebir a los autores y a sus obras como entidades metafísicas más allá no sólo del análisis crítico contundente sino incluso del “mundo real”: la literatura mexicana, como su cultura entera, ha vivido en un servilismo y un clasismo sorprendente, lo que hace que las relaciones entre la sociedad civil y sus más destacados actores culturales ocurran casi siempre en una especie de escenario celestial en el cual las musas y los bardos comparten sus efluvios creativos —salvo escasísimas excepciones— entre ninfas y cervatillos para consumo de su ombligo, como tan bien reflejara Arno Schmidt en su impresionante novela alegórica La república de los sabios.
Tal circunstancia hace que tanto los estudiantes universitarios como los lectores en general se encuentren en mayor o menor medida incapacitados para analizar el proceder político de los implicados (recubiertos siempre por una pátina de honorabilidad), haciendo de la literatura un ejercicio de esteticismo narcisista, de los textos monumentos y de los escritores bustos para pedestales: por motivos que todos saben pero nadie menciona no nos atreveremos a mirar a los autores en babuchas.
Por razones tanto de higiene intelectual como de compromiso ciudadano, las críticas y los debates políticos y culturales deben ubicarse en un más acá que nos acerque a la espesura de las cosas, haciendo de los protagonistas nuestros iguales a través del diálogo de argumentaciones; de lo contrario, en la medida en que la cultura siga contando con un efecto pantalla será imposible soñar con una sociedad horizontal en la que todos los ciudadanos sean definidos mayormente por sus obras culturales y no por sus blasones, heredades y títulos nobiliarios, como de hecho sucede. De continuar por este camino, las palabras de Arthur Schopenhauer (Parerga y paralipomena) seguirán contando con una terrible vigencia: “En la república de las letras pasan las cosas como en la república mexicana, donde cada uno no piensa más que en su provecho y busca la consideración y el poder personal, sin cuidarse para nada del conjunto de la nación, que marcha a su ruina”.
La conformación de la élite
Resulta curioso, pero no del todo, que uno de los de mayores especialistas en la conformación de las élites, el reclutamiento político y las relaciones entre intelectuales y el Estado, entre otras asignaturas similares, sea un estadounidense, abocado desde hace más de tres décadas al análisis y al funcionamiento profundo de la política mexicana. Roderic Ai Camp, en libros fundacionales para comprender la dialéctica del poder en el país como Los intelectuales y el Estado en el México del siglo XX y sobre todo en Las élites de poder en México, ha conseguido dar cuenta con todo rigor de los entretelones y el particular funcionamiento de nuestra polaca, sistematizando y teorizando lo que la mayoría de los mexicanos sabemos y padecemos empíricamente: en este país existe una paleta social grandísima que va del “criollo” al “tente en el aire” hasta llegar el “no te entiendo”. Ai Camp ha diseccionado la tenebra, las componendas y los cochupos de las cúpulas más poderosas del país con la objetividad del académico extranjero: empresarios, políticos, militares, clero e intelectuales.
En Las élites del poder político en México, además de proveer de un archivo inestimable sobre la historia, socialización y consolidación de las élites de primera mano, uno de sus principales hallazgos es explicitar no sólo las estructuras de clasamiento, asignación de estatus, redes políticas, prácticas de exclusión, tipos de mentoría y el papel de la educación como factor de socialización, sino también, para mi mediana sorpresa, la relación existente entre las distintas élites ya sea por motivos familiares, escolares, económicos o políticos; en sus palabras “el hallazgo más importante […] es que los integrantes de la élite de poder en México están vinculados mediante diversas redes. Los datos sugieren un mínimo de 500 vínculos, una cifra que indica el importante grado de amistades entre este grupo”. De esta manera, resulta menos sorprendente enterarse de los vínculos entre las familias de Carlos Fuentes y Miguel Alemán Velasco, Gabriel Zaid y distintos empresarios regiomontanos o Carlos Monsiváis y Carlos Slim,1 por ejemplo, o de los diversos vínculos que unen a la Iglesia con la política y con distintos empresarios. Las élites mexicanas, ¡faltaba más!, se encuentran comunicadas entre sí.
Los análisis de Ai Camp, pese a todo, no hacen más que comprobar los rumores y las sospechas de más de uno: existe una brecha muy amplia entre los procesos de socialización y conformación de las élites y la mayoría de los mexicanos (como sucede en todos los países), sin embargo, lo que llama poderosamente la atención es la permanencia de una estructura cuasicolonial que hace que uno no pueda explicarse ni por error cómo carajos fue que un indio de Guelatao pudo llegar a presidente.2
Aspectos al vuelo de la circunstancia mexicana
He mencionado ya la relación que, mayormente, campea entre los autores y sus lectores. Quisiera detenerme ahora en algunos aspectos escogidos que acaso puedan dar cuenta de las prácticas recurrentes en el medio literario mexicano.
—El exilio español. Es sabido que, durante la segunda mitad de los años treinta y la primera de la década de los cuarenta, el país, por merced de las políticas de Lázaro Cárdenas, presidente de la nación de 1934 a 1940, recibió aproximadamente 25 mil refugiados españoles, de los cuales aproximadamente 25% eran intelectuales, para quienes en 1938 se fundaría la Casa de España, que posteriormente daría pie a El Colegio de México, dirigido inicialmente por Alfonso Reyes y posteriormente por Daniel Cossío Villegas, artífice principal de ese proyecto. Entre los diversos intelectuales destacarían José Gaos, Ramón Xirau, Manuel Pedroso, Enrique Díez-Canedo, José Moreno Villa, María Zambrano, León Felipe, Luis Cernuda, Pedro Garfias, entre otros. Bien sabida y documentada es la importantísima herencia cultural de aquellos temperamentos que le cambiaron el rostro al siglo XX mexicano: sin sus talentos y capacidades seguramente hoy habitaríamos otra república; sin embargo, lo que no se encuentra documentado con precisión —y que sería interesante cotejar— son los pequeños detalles formales, las minucias, que en su momento ocasionaron resentimiento y ahora es posible interpretar como mitologías colonialistas (“a los extranjeros siempre se les paga más”, “otra vez el malinchismo”, “ya volvió Quetzalcóatl”) que sin duda alguna darían un panorama más completo de la circunstancia de entonces, como tan bien lo señala Antonio Alatorre en el artículo de Arturo García Hernández aparecido el 1 de octubre de 2008 en La Jornada: “Hay que decir que no todo México recibió a los españoles con los brazos abiertos, como se ha dicho. Y no sólo de parte de la derecha y de la Iglesia, que veían con mucho recelo a esos rojillos, a esos comunistas que venían a infectar a México, sino también de maestros y artistas que comenzaron a resentir los altos sueldos que se les daban a los españoles, y claro que era así, porque ellos no tenían nada y había que crearlo todo”.
La figura de “el español”, se diga lo que se diga, sigue teniendo un lugar de preeminencia en el imaginario y en la sociedad nacionales, como puede cotejarse en la solapa de la novela Recursos humanos de Antonio Ortuño, en donde se nos informa, como parte de su currículum, que el autor es hijo de emigrantes españoles.
—La cuna de los principales escritores nacionales, pertenecientes mayormente a núcleos urbanos y a familias establecidas (Octavio Paz, Gabriel Zaid, Juan García Ponce, Salvador Elizondo),3 ha sido también un factor esencial para pertenecer a una élite. En un país como el nuestro ser pobre, prieto y provinciano no augura nunca los mejores dividendos literarios (a diferencia de la política, donde esos factores pesan menos).
—La socialización a través de redes educativas. Es singular comprobar que la mayoría de los escritores más destacados recibieron parte de su educación en instituciones privadas (Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Hugo Gutiérrez Vega, Héctor Aguilar Camín, Juan Villoro), o la totalidad de ella, como en el caso de Gabriel Zaid, quien cursó su educación básica en el exclusivo Instituto Laurens para después matricularse en el colegio Eugenio Garza Sada y finalmente egresar como ingeniero mecánico administrador del Tecnológico de Monterrey (muy probablemente este hecho, entre otros, haya influido en su visión al respecto de la sociedad estatista y la megalomanía que reconoce en la UNAM).
Al respecto de la socialización de la literatura en las etapas escolares, resulta curioso que una novela espléndida como Aura de Carlos Fuentes sea un libro extensamente leído en escuelas secundarias y preparatorias públicas, y que a la vez el autor sea capaz de permitir que su libro Por un progreso incluyente, publicado por el Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América en 1997, cuente con un prólogo de la destacada maestra Elba Esther Gordillo (el libro puede descargarse en la página del SNTE) .
Personalmente quedo con la sospecha de que acaso la idea mexicana de Fuentes no ha sido otra cosa que un mundo de palabras, folclóricamente fantástico y una espléndida cantera literaria que, a la hora de la verdad, se revela como una palabra enmascarada por cuetes, serpentinas y bisutería.4
—El influyentismo. Este punto, escabroso y delicado en el que hay que andarse con tiento para no herir susceptibilidades ni aventurar juicios inoportunos, es imposible de cuantificar debido a lo oleaginoso de su praxis; sin embargo, son hechos que suceden, en ocasiones a pesar de los beneficiarios directos. Pareciera más fácil publicar un libro en una editorial o llegar a un puesto gerencial en la administración pública o cultural si los padres han trabajado anteriormente en ese rubro o se encuentran relacionados con el medio en alguna medida. Al respecto podrían analizarse los casos de Laura Emilia Pacheco, actual directora de publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y el de Joaquín Díez-Canedo, director vigente del Fondo de Cultura Económica e hijo del legendario Joaquín Díez-Canedo Manteca, director del FCE durante veinte años y fundador de la editorial Joaquín-Mortiz.
—Las afinidades políticas, económicas y literarias. Para ilustrar este punto me parece que el caso de los Contemporáneos y la generación del Medio Siglo es más que elocuente. Todos sus exponentes pertenecían, como pertenecen los que aún viven, a los estratos altos y medios altos de la sociedad, y aunque si bien sus opiniones políticas pudieron ser contrastantes entre sí en su momento histórico, el hecho de trabajar en espacios similares o adyacentes (universidad, revistas, editoriales, etcétera) hizo que su impacto político como grupo cultural fuese cohesionado.
Por otro lado, los famosos espaldarazos suelen ser una manera efectiva de posicionar a ciertos escritores o grupos de escritores, como ha sucedido con el crack —esos rebeldes de biblioteca que tronaron a la primera de cambios y entraron al sistema por la puerta grande5— y con los casos de Xavier Velasco y Cristina Rivera-Garza, que si bien se hicieron de un nombre por sus méritos a la postre quedarían ahijados a la sombra del padrino Carlos Fuentes.
Otro caso interesante y anterior a los referidos fue el de Gabriel Zaid, que hasta el día de hoy cuenta con una superioridad moral dentro de la intelectualidad mexicana debido a su independencia del Estado y a la manera en que ha dirigido su carrera. Como es sabido, desde hace muchos años Zaid ha sido renuente a participar en actos públicos (conferencias, cursos, presentaciones de libros) e incluso a ser fotografiado —como bien debe recordar el fotógrafo Pedro Valtierra, quien en 1993 publicó una foto del escritor en la revista Mira sin su consentimiento, lo que le costaría una enfadosa demanda por un millón de pesos que finalmente no procedió pero que sentó un precedente al respecto—, resguardando su vida privada y privilegiando de esa manera el diálogo con los lectores que a él le interesa, es decir, exclusivamente a través de los textos.
Zaid, el crítico por excelencia del Estado priista mexicano, ha conseguido hacer una vida literaria ejemplar al no tener que mantenerse exclusivamente con su trabajo literario (Zaid es director y propietario de IBCON S.A. de C. V., una empresa dedicada a la organización y manufactura de directorios empresariales), puesto que de ser así no podría costearse los privilegios de una vida no expuesta a las vicisitudes de la práctica de la escritura en un país subdesarrollado, en el que de no ser por el Estado, la familia, el multichambismo y algún milagro peregrino resulta imposible subsistir.
A lo largo de buena parte de su obra Zaid se ha ocupado tenazmente de criticar y juzgar a todos aquellos escritores más pendientes del chisme que del fenómeno literario, de la publicidad que de su oficio, defenestrando una y otra vez a los arribistas que no están dedicados exclusivamente a leer y escribir, como él, sino al compadrazgo, al esnobismo y la vanagloria, críticas válidas y prudentes por donde se vea; sin embargo, no se ha reparado en el hecho de que en 1957, a los 23 años, Zaid le envió algunos poemas a Octavio Paz, quien por entonces ya era una autoridad cultural de primer orden y una figura respetadísima en el medio literario (para entonces Paz había publicado El laberinto de la soledad, El arco y la lira y Piedra de sol), quien le respondería con una elogiosa carta que a la vez serviría como prólogo para el libro de poemas Seguimiento del ingeniero, poemario que vería la luz nada menos que en el Fondo de Cultura Económica, la editorial de mayor prestigio del país. Atendiendo su proceder es posible esbozar unas preguntas, puesto que si todo lo que debe hablar por los autores son sus páginas, ¿cuál es el sentido de ponerse en contacto con el pope de la capilla? ¿Acaso lo animaba una búsqueda de legitimación por parte de la máxima autoridad en aras de mayor visibilidad social en los espacios principales de la cultura? ¿Será posible que el prólogo y las influencias de Paz le hayan allanado el pedregoso camino para publicar al poeta oriundo de la provincia? El caso de Zaid ejemplifica una de las prácticas recurrentes en el campo literario nacional: ahijarse por admiración, mutualidad o conveniencia personal al Gran Tlatoani del imperio.
—La demarcación distrital. La movilidad social de México —como no sea en el reino fantástico de la política y el narcotráfico en donde todo puede suceder— en la mayoría de los casos es sólo una frase huera. Las huellas del código postal, como con tanta saña lo remarcan ciertos chistes nacionales, son imborrables: se puede salir del barrio, pero el barrio no sale de uno. Literaturas eminentemente urbanas como las de Armando Ramírez o Emiliano Pérez Cruz, cronista de Neza York, difícilmente embonan en el imaginario pop de la ciudad construido por Juan Villoro y su mujer barbuda o Fabrizio Mejía Madrid, quienes han hecho de ciertos aspectos de la vida en la Ciudad de México extravagancias coleccionables y artesanías de exportación que miradas desde otra óptica no son sino el testimonio de las infamias de vivir en una ciudad mal planeada y abusiva, racista y criminal.
El caso de Mejía Madrid es elocuente al respecto de lo importante que es religarse a la capital, sobre todo si se pretende asumir el papel de cronista del monstruo y devenir símbolo hipster de la gran Tenochtitlán. Antes, en las fichas bibliográficas que acompañaban sus colaboraciones literarias se leía que el autor era oriundo de la cajetera ciudad de Celaya, en Guanajuato. De unos años para acá las mismas notas informan que el autor es originario del Distrito Federal. En caso de que fuera un error no habría mayor inconveniente, y en caso de que el hecho indicara que Mejía Madrid se siente más cómodo siendo chilango por adopción tampoco habría razón para rasgarse las vestiduras, puesto que esa práctica cuenta con extendida raigambre en el país, como nos recuerda el caso del gran Juan Ruiz de Alarcón, que al llegar a España se decía originario de la Ciudad de México y no de Taxco, Guerrero.
La Ciudad de México, aquella ubicada más allá del eje rococó (Roma, Coyoacán, Condesa) es también una mujer lampiña. Afortunadamente Las Lomas y El Pedegral —lo digo sin ironía— han contando con una representación permanente en las páginas de Guadalupe Loaeza.
—Los vínculos familiares. Este caso es representativo en el caso de Carlos Fuentes, quien al ser hijo del diplomático de carrera Rafael Fuentes Boettiger, secretario por unos años de Alfonso Reyes, pudo “iniciarse en la literatura en las piernas de Alfonso Reyes” (las palabras son suyas, sin ningún doble sentido). Y algo parecido sucede con Juan Villoro, quien señala en un artículo aparecido en Milenio el 7 de noviembre de 2008 haber conocido a Carlos Fuentes en Acapulco cuando tenía catorce años, una situación a lo que no se ven expuestos todos los niños mexicanos, pero sí tal vez los que cuentan con un intelectual reputado en la familia domiciliado en el Distrito Federal.
—La pedantería como fórmula de distinción. Esta práctica es acaso una de las más anodinas e insignificantes pero, a no dudarlo, una de las más cretinas y recurrentes, toda vez que los protagonistas de la literatura mexicana suelen descollar con gran fulgor en el vasto firmamento de los petulantes. Cito, primero, unas palabras de Margo Glantz aparecidas en La Jornada el jueves 29 de octubre de 2009 que ilustran puntualmente mi argumento (disculpe el lector la extensión de la cita, pero no tiene desperdicio).
Acabo de volver en este eterno (¿podrá serlo?) deambular que empieza a asombrarme. Presenté mis Obras reunidas editadas por el Fondo de Cultura Económica, obras reunidas, afortunadamente, no obras completas. Después de este preámbulo obviamente narcisista, empiezo mi crónica. En Nueva York una especie de verano indio, calor, sol, gente por doquier, muchas exposiciones, cine teatro… Por todos lados hay edificios del campus de la Universidad de Nueva York, NYU, donde se presentaron mis libros gracias al consulado de México allá, a la Universidad y last but no least al propio Fondo. (Veo con pena y gozo apenas disimulado, que me persigue el narcisismo). Estaba alojada en el Washington Square hotel, en el lado norte de la plaza, cerca del enorme arco que imita las construcciones romanas, como sucede en cualquier ciudad que se precie de pertenecer al primer mundo, aunque una amiga que acaba de volver de China me dice tajantemente: “Nueva York se está volviendo una ciudad del quinto mundo, adonde hay que ir es a Pekín, ésa sí es ciudad de primer mundo”; lo anoto en mi cuaderno de viajes mental. Sigo caminando, me detengo y tomo café en alguno de los muchísimos changarros de la zona, malo como su vino.
Luego, un artículo arrogantísimo —como todos los suyos— de Bárbara Jacobs aparecido el 10 de enero de 2010 en La Jornada al respecto de su molestia por conocer a Alberto Manguel y no así él a ella, que explicita también los mecanismos de reconocimiento del tipo “si soy mujer, escritora, contemporánea, y tenemos amigos en común ¿cómo es posible que no se me conozca?”, perorata a la que añade el tópico aquel de “seguramente se debe a que soy mujer” (razón que habría que contrarrestar en sus mismos términos, es decir, las filiaciones políticas, culturales, estéticas, nacionales o de género, puesto que Manguel es homosexual).
No me pregunté por qué yo conozco a Manguel y él a mí no, con tal de no enfrentar la contra pregunta de cómo sé que él no me conoce a mí. Pero mi duda sigue una lógica más sólida de lo que parece, pues también implica que, si Manguel y yo somos escritores contemporáneos, los dos nacidos en Latinoamérica, con apenas un año de diferencia, yo, la mayor, y por lo visto a los dos nos atraen temas similares, lo natural sería que así como yo lo he leído a él, él me hubiera leído a mí, por no añadir que hemos coincidido como colaboradores en un mismo suplemento y hemos sido autores de una misma editorial, ambas cosas, además, en lengua castellana, de modo que no está de más insistir en que si yo lo he leído a él, él bien podría haberme leído a mí. (O, si él es amigo de amigos míos, como lo es de Alberto Ruy-Sánchez, ¿por qué no es amigo mío?). Explicar el motivo por el cual yo he escrito sobre Manguel y él no sobre mí no es tan fácil de exponer, pues no quiero atribuirlo al gastado y superado prejuicio de que soy mujer y, por tanto, “inferior” y más proclive que el hombre a admirarlo y probar mi admiración en palabras impresas.
Y ya que ella lo ha citado no estará de más traer a colación la pedantería engolada de Alberto Ruy Sánchez, com puede cotejarse en la red en la entrevista realizada por el periodista argentino Guido Carelli Lynch para la Revista Ñ, que se encuentra disponible aquí.
—La pertenencia al Servicio Exterior Mexicano. Este factor, como se sabe, es una práctica antigua entre los escritores nacionales, y se remonta a los tiempos de don Amado Nervo, Federico Gamboa, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, lo que redundaría en la mexicanísma tradición del escritor diplomático, funcionario o agregado cultural, como ha sucedido en mayor o menor medida —ya sea tanto en la ruta Revlon (Europa y Estados Unidos) o en la ruta Baygón (Centro y Sudamérica)— en los casos de José Gorostiza, Octavio Paz, Jaime Torres Bodet, Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Fernando del Paso, José María Pérez Gay, Hugo Hiriart, Guillermo Sheridan, Juan Villoro, Jordi Soler, Jorge Volpi, Ignacio Padilla y un vasto etcétera.
—Las buenas intenciones. Este caso, particularmente, puede aplicarse a la emergente editorial Almadía, una tentativa interesante en el ámbito literario mexicano que surge como una apuesta inteligente ante los grandes consorcios editoriales a través de la manufactura de libros de alta calidad pero que, en realidad, más que una apuesta por nuevos valores literarios o extravagancias sorprendentes funciona más como un circuito entre indie y cool para autores consagrados y alguno que otro colado. Almadía podría ser verdaderamente una tentativa revolucionaria si su catálogo principal no estuviera mayormente compuesto por pesos pesados como Sergio Pitol, Margo Glantz, Jorge Volpi, Rodrigo Rey Rosa, Mario Bellatin, Juan Villoro, Mario González Suárez y Guillermo Fadanelli.
—El escalafón originado por el Estado mexicano. A este punto cito a Pierre Bourdieu una vez más: “El campo de poder es el espacio de las relaciones de fuerza entre agentes o instituciones que tienen en común el poseer el capital necesario para ocupar posiciones dominantes en los diferentes campos (económico y cultural en especial)”.
El sistema de becas nacionales, que van desde las becas para jóvenes creadores en los estados hasta las becas para creadores eméritos, ocasiona, por su naturaleza, una burocratización del medio literario nacional, estableciendo una suerte de pirámide en la cual es más importante la opinión de los colegas que la de los lectores, originando mafias y grupúsculos que, en un afán de sobrevivencia o sencillamente debido a las delicias que ocasiona la cercanía con el poder (así sea diminuto), entorpecen el funcionamiento de las estructuras literarias.
Hasta hace algunos años uno de los requisitos para aspirar a una de las becas nacionales de jóvenes creadores era contar con una carta de recomendación de una persona destacada en la disciplina, cláusula absurda que ponía en franca desventaja a quien no tuviera por amigo a Elena Poniatowska y sí contara con el apoyo de su profesor de español superior de la Universidad de Tlaxcala o Tenancingo.
Por otro lado, las becas y los premios, al igual que la universidad pública, al funcionar como un mecenazgo democrático, han cambiado el rostro de la literatura nacional, puesto que han empoderado a la clase media y media baja, otorgando un espacio real a una parte de la población que en otra época y otro contexto se hubiera topado con mayores restricciones para acceder a su ejercicio.
—Factores varios. Evidentemente son muchos más los factores extra literarios aparentemente anodinos que pueden apoyar o dinamitar una carrera, entre otros el pertenecer al taller literario de alguna luminaria nacional o firmar los libros con un nombre más elegante que el de pila. Como ejemplo de esto último puede citarse el caso de la escritora Guadalupe Nettel, quien en la Antología de Jóvenes Creadores del FONCA de 1994 aparece como Guadalupe Sánchez, un apellido que, como es sabido, no suele asociarse con la alcurnia de la sociedad mexicana.
Me parece que los ejemplos ofrecidos son suficientes para sostener mi teoría: la literatura mexicana, como toda cosa mexicana que en el mundo ha sido, se encuentra permeada por los agudos e irresueltos conflictos históricos, políticos y raciales que arrastramos como país, impidiéndonos aspirar a una vida más justa, equitativa y democrática.
Creo sinceramente que analizar la literatura desde una perspectiva sociológica es interesante y necesario porque permite insertar y comprender su acontecer en el verdadero monstruo —invencible leviatán— de nuestra cultura: la política mexicana. ®
Omar Nieto
Checa tus textos antes de mandarlos. Es Mario González Suárez no Mauricio González Suárez.
Causa curiosidad que «pesos pesados» como llama el autor del artículo a personajes como «Guillermo Fadanelli» hayan levantado hace años la misma bandera de outsiders.
Tal vez sólo sobreviven los que valen la pena. A mí me vale madres si es Emiliano Pérez Cruz o Jorge Volpi, lo que me interesa es el texto, no quién es más amigo de cuál. Al final quedan los textos. Ya nadie recuerda o le interesa saber de quién era amigo Shakespeare, Goethe, Borges, Ginsberg o Burroughs.
También creo que en subsuelo hay unas supermafias entre los escritores que se dicen «outsiders», hay culeradas, envidias y amiguismos estúpidos para integrar fanzines, plaquettes o hasta revistas que se venden en el Chopo..Al final todo es una guerra muy mexicanota de güeva en la que escenifican la historia de «Nosotros los pobres y ustedes los ricos».
Si te interesa aquí también hay una crítica al crack.
http://www.lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas/?p=183
Saludos
Onofre
Si a Gabriel Zaidno le gusta que lo retraten ¿por qué no se le respeta? En este artículo su foto es tan amplia, que hasta incluye el nombre de su empresa privada
Sería preferible decir de él, que ni siquiera se sabe si su firma es un pseudónimo
victor hugo garduño
Gabriel Zaid como miembro del Colegio Nacional recibe un estipendio del estado, sin hacer nada, como no le gusta la interacción con el populacho jamás se ha parado a dar una conferencia, curso o lo que sea. La Academia mexicana de la lengua también recibe subsidio estatal y tampoco cumple con las funciones que se le asignaron, solamente sirve para inflar el ego clasista de sus miembros.
Inge y los Malditos
Igual que el libro de Roderic Ai Camp,el artículo formaliza lo que es un secreto a voces.
Hada tica
Un artículo bastante replicante, Rafael. Cargado de ciencia y arte, dos aspectos que se desplazan de la mano, de manera fluida y transparente. Tus trazos siguen olendo a Veracruz y son tan reconocidos, sin tener que ponerte el traje de chilango, mejor dicho de otra manera: sin dejar de ser Rafael T.
Leerte invita a leer y a realimentar contigo con una cerveza «Imperial», un tequila Cuervo, un vino chileno o argentino, un café de altura ramonense o simplemente un delicioso jarro de aguadulce, en la campiña de La Paz. Alivianaste mi furia, ha sido una excelente medicina leerte. ! Gracias halcón de letras… ! RA
ira
Qué texto tan claro y tan revelador Rafael. La cantidad de ejemplos concretos documentados debe haberte costado mucho tiempo y esfuerzo, cosa que en cualquier texto periodístico actual es rareza y una gran fortuna.
Estemos o no de acuerdo en algunos puntos, estoy asombrada de tu capacidad para exponer tus ideas. Ya necesitábamos un ensayista como tú.
Ira.
Quevedo
jajajajajajaajaa.. que chistosooo
Guillermo Gasca
Aplausos. Al fin alguien se atreve a decirlo. Agrego que las antologías son otro medio de exclusión. Ni que decir de la elaboración de ‘manifiestos’ y por supuesto darle nombre a una ‘generación’.
A manera de colofón: La primera acción de Pedro Ángel Palou como rector de la UDLA fue cerrar el periódico escolar.