El ritual del baño

Y el amor de mamá

En estos dos relatos la autora sigue explorando los recuerdos de la infancia, como el intenso ritual materno del baño sabatino de ella y sus hermanas y la vez en que su madre le demostró su amor de una manera especialmente violenta.

«La madera del portón estaba llena de marcas de los golpes que le dábamos con las piedras…»

El baño

La casa de la calle Libertad era vieja, de ésas que tienen un enorme portón de madera que sirve de entrada a las personas y también de cochera. Lo primero era el zaguán, después estaba un patio iluminado cruelmente por el sol, hecho con cemento pintado de rojo que simulaba grandes baldosas cuadradas.

Cuando nos mudamos a este lugar, al final del patio había un corral y una noria en cuyas proximidades pululaban las gallinas con sus pollitos.

Las habitaciones se ubicaban en forma de C alrededor del primer patio y tenían comunicación una con otra, como los vagones de un  tren. El baño fue construido después y se puso más allá de la cocina, que era la habitación en la que remataba la C.

Su única puerta daba al patio rojo.

No pasó mucho tiempo para que también se pusiera piso de cemento en el corral, esta vez de color azul cielo, porque cayeron en cuenta de que una noria era peligrosa para los niños el día que mi hermana Lulú, siendo una bebé de dos años, por poco se va al hoyo al andar persiguiendo un pollito.

Al fondo se encontraban las bodegas, dos enormes galerones en los que mi papá guardaba los muebles que posteriormente llevaría a su negocio.

Seguramente, en mi mente quedaron grabados los detalles de pisos y mosaicos, porque siempre estaba mirando hacia abajo, como la mayoría de la gente que conozco, que nunca mira hacia arriba. Lo más cercano es el piso, y eso es lo que forma la realidad, una niña no puede levantar la cabeza y mirar al cielo, porque ni se le ocurre ni lo puede alcanzar.

No sé cuánto nos podríamos haber ensuciado, pero supongo que con ocho días sin haber usado el agua y el jabón no solamente la cabeza estaría muy grasosa y sucia, sino todo el cuerpo. Recuerdo los puntitos negros que aparecían en mis tobillos y también en los codos.

Así crecí, grabando en mi mente los pequeños dibujos, formas y colores de los rincones de mi casa, las macetas del zaguán, la tierra acumulada en las grietas de las baldosas, los mocos untados en la pared junto a mi cama, los cuales, por supuesto, eran mi contribución artística a la decoración del cuarto.

En la sala había una especie de tapete, llamado linóleo, que tenía dibujadas flores en las esquinas. Era brillante y un poco resbaloso. Sobre él estaba el juego de sala color verde, forrado con plástico para que los niños no lo fuéramos a ensuciar y una mesa de centro redonda. En las paredes había fotos de nosotras las niñas, que mi mamá mandó hacer en un estudio fotográfico. Estaban colocadas encima del tocadiscos, un aparato grande de madera con bocinas cubiertas por una tela color beige con hilos dorados y una tapa que se levantaba para poner los discos. A ambos lados tenía espacio para guardarlos y eran de acetato negro que giraban a treinta y seis revoluciones por minuto los grandes y a cuarenta y cinco los chicos.

En una esquina de la sala estaba el piano vertical negro, con sus dos candelabros dobles a cada lado y en el otro extremo del salón había un pequeño mueble en donde guardaban los vinos y licores, al que llamaban la cantina.

Uno de los recuerdos de esa época, más intensamente grabados en  mi mente, era el procedimiento del baño.
De pequeñas mi mamá solía bañarnos a mis dos hermanas y a mí juntas bajo el chorro de la regadera.
Lo necesitáramos o no, cada sábado nos tocaba baño.

El ritual consistía en meternos a las tres niñas juntas e ir lavando de una por una, primero el cuero cabelludo y después el cuerpo. La forma de tallarnos la cabeza era utilizando las uñas, como si estuviera removiendo toneladas de tierra y grasa. No sé cuánto nos podríamos haber ensuciado, pero supongo que con ocho días sin haber usado el agua y el jabón no solamente la cabeza estaría muy grasosa y sucia, sino todo el cuerpo. Recuerdo los puntitos negros que aparecían en mis tobillos y también en los codos. Nunca me vi las orejas, pero detrás de ellas mi madre encontraba toneladas de mugre.

El caso era que el llanto no se hacía esperar.

Siempre comenzaba con Laura, la mayor, y esta parte del aseo se convertía en una batalla campal, porque ella se resistía, gritaba, no paraba de llorar y pegaba intentando zafarse de las manos firmes de mi mamá, mientras Lulú y yo esperábamos aterrorizadas nuestro turno.

Lo curioso es que no recuerdo el dolor que me causaba, sólo el terror que sentía y también mi reacción, que era totalmente opuesta a la de Laura. Me dejaba llevar mansita, con los ojos cerrados, a sentir las feroces uñas raspando mi delicada piel, sin emitir un solo grito, esperando que pronto terminara el martirio. Cerraba los ojos, como si al no mirar pudiera hacer desaparecer la experiencia que estaba viviendo. En todo caso, no ver y no gritar seguramente iba a hacer menos dolorosa la tortura. Sabía que no había escapatoria, de manera que, mientras menos me resistiera, más pronto terminaría.

Así era, mi mamá se enojaba menos y aflojaba más, sin olvidar nunca el objetivo principal de su labor que era dejarnos rechinando de limpias.

Al final, nos enredaba a cada una en un una toalla y nos sentábamos en el piso de azulejo color amarillo para esperar a que ella se bañara y vistiera. Entonces, nos atendía y acicalaba a cada una, de pies a cabeza, habiendo vuelto otra vez la calma y la normalidad con mi madre tranquila y orgullosa de ver nuestras caras limpias y cabellos peinados.

El portón de la casa

Hace poco vi un video que trajo a mi mente el recuerdo de un evento de la infancia.

El video trata de un mono bebé atrapado en una arpilla de plástico azul, llorando y gritando. Mientras más intenta zafarse, más se ahorca. Varios hombres lo están ayudando. El camarógrafo filma un grupo de monos de la misma especie mirando atentos desde los pocos árboles que se encuentran en esta planicie árida. Hay expectación y posiblemente preocupación, quizá incluso angustia por parte de los monos adultos, que no se atreven a acercarse al pequeño. Están allí, atentos y dispuestos tal vez a atacar, en caso de ser necesario. Un hombre paciente y delicadamente sostiene al bebé mientras otro va cortando los hilos de plástico que lo lastiman. La pequeña criatura trata de defenderse lanzando mordidas, que solamente atinan al aire. Poco a poco es liberado y, cuando por fin se corta la última hebra, el hombre lo abraza y lo acaricia. Entonces la cámara filma a una mona adulta acercándose a prudente distancia del grupo de hombres que tienen al pequeño. El hombre con suavidad pone al bebé en la tierra y en cuanto lo suelta, al mismo tiempo corren madre e hijo a encontrarse en un abrazo tan intenso de alivio y amor que me conmovió profundamente. La madre lo abraza y con absoluta maestría lo pega a su cuerpo mientras corre velozmente con él hacia la zona arbolada en donde esperaba el resto de la tribu.

Al verlo recordé la escena a la que me referí anteriormente… totalmente diferente.

Salimos como de costumbre Laura, mi hermana y yo, de la escuela. Estábamos en primero de primaria, yo tenía cinco y ella seis años de edad. Lo primero que me sorprende ahora, mirando hacia atrás, es que, a pesar de ser tan pequeñas, nadie venía a recogernos al terminar las clases. Al salir nos íbamos caminando, cargando nuestra pesada mochila y teníamos instrucciones muy precisas de no entretenernos en ningún lugar, porque mi mamá nos estaba esperando en casa. El trayecto en realidad era sencillo, sólo teníamos que caminar por una calle recta, la avenida Pino Suárez, desde el parque frente al Sagrado Corazón de Jesús, hasta llegar a la calle Libertad. Son aproximadamente diez cuadras de tamaño regular.

En esa ocasión se le ocurrió a mi hermana detenernos un momento a medio camino para visitar a mis primos, hijos de mi tía Mayo, que vivían en un caserón enorme en donde tenían la fábrica de colchones, colchonetas y muebles que surtían a la tienda de mi papá.

Con enorme preocupación le dije que no, porque mi mamá nos estaba esperando, pero ella no hizo caso y me llevó hasta el portón de la fábrica. Nos recibió Ricardo, y en cuanto vio a Laura le dio mucho gusto y la invitó a jugar. Ella aceptó y él corrió a traer uno de esos diablitos, como les llaman a los artefactos con ruedas en los que llevan cosas pesadas. Subió a Laura en él y la paseó por toda la fábrica, muertos de risa yendo de un cuarto a otro, recorriendo el inmenso lugar hasta llegar al patio que se encontraba al fondo, una y otra vez. Mientras yo esperaba parada en el zaguán con la angustia de que se nos estaba haciendo tarde y mi mamá estaría preocupada por nosotras.

No sé cuánto tiempo pasó, yo trataba de hacerla entrar en razón. Laura, ya hay que regresarnos —le decía—, a lo que ella contestaba: Espérame, nomás otra vuelta… Así seguimos varios minutos más, no sé, diez, o quince. Entonces, se nos prendió el foco y hablamos por teléfono con mi mamá para decirle que estábamos en casa de mi tía y que no nos tardaríamos. Ella nos ordenó regresar en ese mismo instante. Obedecimos y reanudamos  nuestro camino.

Nuestra casa no tenía timbre, la madera del portón estaba llena de marcas de los golpes que le dábamos con las piedras para tocar lo más fuerte posible, de manera que nos pudieran escuchar. La casa era muy grande y muchas veces esperábamos largo rato antes de que alguien se diera cuenta de que tocaban…

Recuerdo haber llevado todo el tiempo en mi pecho la preocupación de haberla desobedecido y aceleramos el paso lo más que pudimos para llegar pronto. No sé quién de las dos se agachó  a recoger una piedra del piso, cosa que hacíamos siempre que llegábamos, porque la calle donde vivíamos no estaba pavimentada y por doquiera se podían encontrar piedras. Nuestra casa no tenía timbre, la madera del portón estaba llena de marcas de los golpes que le dábamos con las piedras para tocar lo más fuerte posible, de manera que nos pudieran escuchar. La casa era muy grande y muchas veces esperábamos largo rato antes de que alguien se diera cuenta de que tocaban a la puerta para venir a abrir.

Tanto silencio me extrañó mientras cruzaba el zaguán y luego el patio, para entrar por la puerta del cuarto de mis papás. La expresión de María, la muchacha que nos abrió, también fue rara. El aire se sentía pesado. De todo esto me percaté después…

Fui yo la que entró primero y no puedo recordar con precisión la secuencia de cosas…, solo vi que mi madre estaba escondida detrás de la puerta con una tabla en la mano, y en cuanto crucé se me echó encima, me sujetó el brazo izquierdo y descargó sobre mí una lluvia de golpes dados con toda su alma… hasta que se cansó.

No recuerdo mis gritos y mi llanto, ni tampoco el dolor.
No creo haber podido soportar tanto…

Mientras, Laura corrió a esconderse a las bodegas del último patio y no salió de allí hasta que mi papá llegó por la noche.

A ella no la golpeó.
Así pasó.
Mi mamá nunca se arrepintió.

Se lo reclamé cuando crecí y siempre dijo que lo que había pasado era que estaba muy preocupada por nosotras.

Nunca me cupo en la cabeza esa explicación, pero cuando vi el video del mono bebé y su madre entendí lo que me faltaba para saber con claridad lo que es el amor materno. ®

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Publicado en: Narrativa

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