Después del sonado fracaso de su última gira La Otra Campaña, el otrora afamado Marcos se deja ver en esporádicos eventos a lo largo de la república mexicana, donde ofrece su desdibujado espectáculo en pro de las más variopintas reivindicaciones: que si los indígenas de Sonora, los mineros de Chihuahua o las sexo-servidoras de Coahuila.
El Zócalo capitalino fue uno de los lugares escogidos por el polifacético artista —escritor, conferenciante, rapsoda, clown— para representar un show que mezcla pantomima y compromiso, tragedia y farsa, divertimento y emotividad. Como cualquier gran estrella en decadencia sabe que el paso por la gran urbe es necesario para recuperar por unos instantes la atención de los mass media, además de otorgarse un baño de minoritarias multitudes, tan necesario ahora que su carrera artística está abocada a un irrevocable declive. Sirva este texto como crónica de su última actuación ofrecida en la capital.
La previa
Como en las últimas visitas de Marcos a la Ciudad de México, no se prevé que la asistencia de público sea masiva. El evento político-cultural está organizado por sus clubes de fans —más conocidos como adherentes— que permanecen activos en la capital, formados por jóvenes que eran niños cuando el showman se dio a conocer en Chiapas. Hacía más de un año que el artista no se presentaba en El Chilango. En aquella ocasión su visita no estuvo exenta de polémica. Durante una actuación en la plaza de Tlatelolco, Marcos convocó ua n performance ilegal en San Salvador Atenco, en (supuesto) apoyo a unos floristas que habían sido desplazados de sus puestos de venta. Cientos de entusiasmados seguidores —abducidos por su hamelín encapuchado— acudieron al municipio, donde fueron recibidos a golpes por elementos policiales, con el resultado de un adolescente muerto y decenas de heridos, detenidos y desaparecidos. El Rebel Star llegó dos días más tarde a celebrar un espectáculo (esta vez autorizado) en el que se limitó a denunciar la brutalidad policial. La polémica suscitada le devolvió a los espacios televisivos; el 8 de mayo de 2006 fue entrevistado en el canal 2 de Televisa por el conductor Carlos Loret de Mola. Ante las cámaras, el artista enmascarado alardeó de su sex-appeal y sus piernas, según él, “las más bonitas del sureste mexicano”. Dos días más tarde Carmen Aristegui le entrevistó para el canal CNN en español. En tiempos de decadencia, Marcos parece dispuesto a cualquier cosa para que su figura permanezca en el candelero, aunque sus estrategias publicitarias hayan dejado de surgir efecto duradero.
El mito del artista encapuchado se expandió por la izquierda alternativa intergaláctica, tan necesitada de referentes revolucionarios dispuestos a vender esperanza y, sobre todo, playeras. Los periodistas de cualquier medio enloquecieron por conseguir una entrevista con el showman, literatos de segunda fila se apresuraron a escribir libros sobre su enigmática figura.
Lejos queda la época en que su sola presencia garantizaba el éxito de cualquier convocatoria. Desde su debut ante un puñado de turistas y curiosos, el 1 de enero de 1994 en San Cristóbal de Las Casas, hasta el macro-festival La marcha del color de la tierra celebrado en el Zócalo el 11 de marzo de 2001, el artista consiguió arrastrar masas ante la permisividad de las autoridades que, pese a su encendida verborrea subversiva, vieron en Marcos un elemento distractor de la ciudadanía. Sin duda, el clímax de su carrera fue electrizante: en agosto de 1994 consiguió reunir a cientos de mexicanos y extranjeros en la Selva Lacandona para un multitudinario evento celebrado en un pomposo anfiteatro mandado construir por él mismo, con aportación económica del gobierno chiapaneco. El mito del artista encapuchado se expandió por la izquierda alternativa intergaláctica, tan necesitada de referentes revolucionarios dispuestos a vender esperanza y, sobre todo, playeras. Los periodistas de cualquier medio enloquecieron por conseguir una entrevista con el showman, literatos de segunda fila se apresuraron a escribir libros sobre su enigmática figura, grupos musicales de estética rebelde soñaron con actuar junto a él en algún evento y se formaron clubes de fans-adherentes por doquier. Marcos supo engrandecer su leyenda, con un lenguaje hábil, un disfraz seductor, sobredosis de glamour revolucionario y una acertada puesta en escena. Ha llovido mucho desde entonces.
El Espectáculo
Horas antes del inicio del festival, decenas de simpatizantes —en su mayoría, chavos cecehacheros y de prepa— ya habían ocupado las filas más cercanas al escenario, generosamente prestado por la Secretaría de Cultura del gobierno capitalino. Sobre la plancha del Zócalo algunos ambulantes ofrecen productos ad hoc al evento: banderas del EZLN, afiches de la banda, playeras con la imagen de Marcos, muñequitas indígenas con paliacate, libros biográficos del artista… Los encargados del merchandising oficial del Rebel Star plantan su changarro a un lado del estrado y se muestran incómodos ante la ostensible piratería de souvenirs zapatistas.
Marcos se hace del rogar. El público comienza a impacientarse. La presentadora del festival —una extasiada cuarentona ataviada con una blusa nice-indígena— trata de animar el cotarro, tarareando los grandes éxitos de la estrella, tales como “Zapata vive, la lucha sigue”, “Tierra y Libertad” y “Ni un paso atrás”, recogidos en su álbum más conocido, Declaración de la Selva Lacandona, del que se llevan publicadas seis ediciones, actualizadas y revisadas por el propio artista. En un principio, los asistentes corean los temas, aunque acaban chiflando. “Queremos ver a Marcos”, gritan unas chicas embutidas con la playera de Los Pumas.
Con hora y media de retraso, la estrella aparece en el Zócalo a través de la calle 5 de mayo, acompañado de su burbuja de seguridad y los zapatistas-VIP, sujetos orgullosos de pertenecer al entorno del gran showman. La subida al estrado del Rebel Star ha sido recibida con vítores y aplausos. La espera ha merecido la pena: por fin, sobre el escenario, el último artista mesiánico. Como se preveía, esta vez no se hace acompañar del EZLN, la entrañable banda de indígenas encapuchados que tanto le ayudaron en su camino al estrellato. Cuentan las malas lenguas que sus integrantes andan molestos por la excesiva fama alcanzada por su vocalista que, a su vez, parece decidido a reiniciar su carrera en solitario, ahora con el nombre de Subdelegado Zero.
Marcos se hace del rogar. El público comienza a impacientarse. La presentadora del festival —una extasiada cuarentona ataviada con una blusa nice-indígena— trata de animar el cotarro, tarareando los grandes éxitos de la estrella, tales como “Zapata vive, la lucha sigue”, “Tierra y Libertad” y “Ni un paso atrás”, recogidos en su álbum más conocido, Declaración de la Selva Lacandona.
La plancha del Zócalo registra una mala entrada. Aun así, el advenimiento de Marcos y su séquito ha provocado una trifulca entre el escaso público. Los VIP exigen ocupar las primeras filas a costa de los simpatizantes que habían llegado varias horas antes para obtener una posición privilegiada desde donde contemplar el espectáculo. Hay empujones e improperios. La presentadora, algo histérica, intenta calmar los ánimos: “A ver, compañeros, compañeras, es momento de dar un paso atrás para que los delegados zapatistas puedan ocupar las primeras filas”. Al descubrir su metida de pata intenta rectificar: “Bueno, no hay que dar nunca un paso atrás, pero en este caso sí, por solidaridad con bla, bla, bla…” Demasiado tarde. “¡Ni un paso atrás! ¡Ni un paso atrás!”, gritan los seguidores que, apretujados frente al estrado, se niegan a ceder espacio. Ni siquiera les amedrentan los machetes que cargan los guaruras de Marcos que observan la escena con nerviosismo. Finalmente, el artista opta porque los VIP le acompañen sobre el escenario, lo que ha provocado sus sonrisitas orgásmicas; el máximo gozo que se pudiera describir no definiría suficientemente los rostros refulgentes de esos intelectuales y politiquillos de la rancia izquierda que siguen al artista desde el verano de 1994 cuando, en la Selva Lacandona, se fundaron los primeros clubes de fans, nacionales e internacionales.
Antes de la actuación sucede otro incidente. La organización no había anunciado que antes de la esperada irrupción del showman estaba prevista la actuación de tres teloneros, artistas menores que han sido recibidos entre la indiferencia y los murmullos reprobatorios del impaciente público. Son, por este orden, un sindicalista, un delegado estudiantil y una indígena mazahua; sólo ella se ha ganado algunos aplausos del personal: su condición de mujer, pobre e indígena (¿y lesbiana?) la elevan a imagen iconográfica tan típica de estos ambientes.
Por fin, tras más de dos horas de espera, llega el gran momento: Marcos toma el micrófono ante la enfervorizada ovación de los asistentes. Comienza con su repertorio clásico (que incluye su primer hit “¡Ya Basta!” y otros como “Mandar obedeciendo” o “Abajo y a la izquierda”). Poco a poco comienza a desgranar los temas de su último álbum, Alerta Roja, que contiene piezas como la emotiva “Si algún día me muero”, “Cansados de promesas” o el ingenioso “Ojalá no tengan miedo a volar”, donde amenaza con expulsar a la oligarquía político-empresarial del país. “Os vamos a meter en un avión directo a Guasintón”, dice el estribillo, al más puro estilo Manu Chao, al que le une cierta amistad e incierto compromiso insurgente.
A pesar de su inevitable decadencia, Marcos —monstruo escénico— no ha perdido su saber estar sobre el tablado; gesticula bajo su pasamontañas, improvisa chistes, sabe convencer a las (menguadas) masas con la liturgia insurrecta que le llevó a la fama. A sus irredentos fans no parece importarle que sus comparsas del EZLN comiencen a darle la espalda. Al fin y al cabo, desde el principio de su carrera, Marcos fue el foco de atención, el que llevó la voz cantante, el responsable del espectáculo. Si no hubiese sido por él ese EZLN hubiese quedado como una banda más de las miles olvidadas que han surgido a mansalva con estética indígena y discurso sedicioso.
Sin embargo, algo falla. Al artista se le nota cansado. Su espectáculo La Otra Campaña apenas tuvo repercusión en los medios, a pesar de haber estado respaldado por una pretenciosa gira por los veintitrés estados de la República.
Sin embargo, algo falla. Al artista se le nota cansado. Su espectáculo La Otra Campaña apenas tuvo repercusión en los medios, a pesar de haber estado respaldado por una pretenciosa gira por los veintitrés estados de la República. Sólo el mercado internacional —Italia y España sobre todo— parece seguir creyendo en una estrella en franca decadencia. Como los antiguos rocanroleros, Marcos ha envejecido sin cambiar un ápice su soflama juvenil-rebelde. Ni siquiera supo morirse a su debido tiempo (mucho mejor si lo hubiesen matado), lo cual le hubiese convertido en figura legendaria, al estilo de Morrison, Marley o Lennon. Condenado a escenificar su propia farsa, el actual Marcos debe soportar que sus incondicionales sean cada vez más jóvenes, más inconscientes, efebos que viven el onírico paréntesis que el sistema permite en su etapa estudiantil. “¡Marcos, voltéate, Marcoooooos!”, gritan dos adolescentes con el celular en alto para captar una instantánea de su ídolo. El Rebel Star parece estar harto de sus groupies, atrás queda la época en que se mostraba afable con los mismos seguidores que ahora le acusan de ser incapaz de regalarles una sonrisa fotogénica bajo su pasamontañas o un autógrafo para la hija de un amigo.
¿Será Marcos un arrogante cascarrabias o es que sus admiradores son idiotas perdidos? Supongo que ambas opciones son válidas, pero después de haber leído el insufrible libro Mi paso por el zapatismo, del doctor Octavio Rodríguez Araujo —miembro fundador de un club de fans— me decanto más por la segunda. Intelectuales desprovistos de talento que vieron reverdecer sus frustrados ideales en los espectáculos del gran artista, cuya magnética personalidad les arrastraba a creerse abanderados de la causa de los oprimidos, los de abajo, los jodidos, los desposeídos: una clase obrera-campesina-popular-indígena a la cual, paradójicamente, no pertenecía ninguno de aquellos prístinos adláteres. Fueron acomodados profesionistas liberales (?) los que encumbraron a Marcos a la cima del star-life y ahora lo están abandonado a merced de la histeria hormonal de grupitos de adolescentes que, ajenos a los subterfugios del show-biz, se emocionan con la verborrea de su fascinante icono de rebeldía.
Después de una hora la actuación acaba como empezó: de forma descafeinada. El cielo comienza a nublarse. Aunque nadie reclama un cover, Marcos ofrece sus dos últimas piezas porque así lo marca el guión de su espectáculo. Brazo izquierdo en saludo militar, canta el himno mexicano y el zapatista, coreados desafinadamente por los VIP. El público, en cívico orden, comienza a abandonar la plaza, camino a la boca del metro. Comienza a llover. Marcos se refugia unos minutos en su back-stage —un trailer— y luego desaparece al más puro estilo de los Rolling Stones. Folklóricas harleys abren paso a la comitiva, formada por tres camionetas con cristales opacos. Su rastro se pierde, ante la mirada decepcionada de los escasos incondicionales que, bajo el aguacero, esperaban un último gesto de su ídolo. Como marcan los cánones de la industria del espectáculo, el lugar donde se alojará resulta una incógnita, salvo para las autoridades. Mientras, en la plancha, varios hombres desmontan el escenario. Son obreros, pobres y otomíes (¿y gays?). Sólo los de abajo se quedan cuando los de arriba se han marchado. Llueve. ®
[Publicado en el no. 14 de Replicante, “La sociedad del espectáculo”, febrero-abril de 2008]
Amanda
?Dónde ves espectáculo en alguien que logró que voltearamos a ver a aquellas minorías marginadas que solemos pasar por alto?
Con todo respeto, tu texto carece de objetividad y de imparcialidad.
Manuel Guillén
Simple y sencillamente, una gema de la crónica satírico-política. Excelente, como siempre, Master.