El Tahúr de Quiroga

Entre lo perro, lo lúgubre y lo entrañable

El Tahúr de Quiroga es un antro gay sucio y maloliente que tiene un enorme éxito entre sus numerosos parroquianos, hombres gay. En el corazón de la Ciudad de México, pervive en un entorno marcado por la violencia, las extorsiones y los asesinatos.

El Tahúr. Fotografía de Tracey Parker Travel.

Para Don Juan, Doña Bety, Roberto, Héctor, Armando, Berenice, Isela y Jonathan (los trabajadores del lugar).

No quise llegar por ninguna vía corta. Me enfilé por avenida 20 de Noviembre para comenzar a sentir, entre ráfagas de viento y el clima fresco y nublado, la energía de las fiestas patrias que ya se concentraba, caótica y desparpajada, en medio de basura, ruido de cornetas, globos y aviones de unicel, orines, chicharrones preparados, vendimia, chingo de gente y papalotes surcando el cielo, en la plancha del Zócalo y sus alrededores. Más de 30 mil focos led escondidos en las figuras de los llamados Héroes de la Patria, incluyendo la cabeza del mítico Quetzalcóatl e, infaltable, la tridimensional figura, esta vez monumental, del águila devorando a la serpiente sobre el nopal, la cual este año abarcó unos 16 metros de alto y un peso de cinco toneladas, suspendidas cual amarilla entrada triunfal al comienzo de la sugerida esquina.

Desde enero, el gobierno de la ciudad había anunciado que la Plaza de la Constitución sería peatonal, limitando el acceso vehicular, para que la gente pudiese caminar libremente por el primer cuadro, pero, para efectos prácticos, eso ha resultado en el uso excesivo de vallas metálicas y acordonamientos puntuales en donde uno termina sintiéndose res siendo conducida al matadero. ¿Acceso real para los pata de perro o búnker asegurado para Palacio Nacional?

Siguiendo estas colas “naturales” que se forman, en aras de salir o entrar a la plancha epicentro de todo, me enfilo hacia 5 de Mayo, en donde, en medio de olores agrios y a aceite comestible infinitamente quemado y reusado, un guía le grita a su grupo de turistas gringos algo así como “Prepárense, que ora sí viene lo mero bueno”, todo mientras se da un intento de despojo de celulares y de bolsos de mujer, cuatro sujetos montados en un par de motonetas, que de inmediato se pierden por Monte de Piedad.

Llego hasta Filomeno Mata, esquina en donde yace la cantina —ahora refinado bar— La Ópera, el histórico lugar para tomar desde 1876, ahora ofrecedor de comida mexicana cara y nice, nido de turistas atraídos por la añeja anécdota de un plomazo que soltó en su interior el general Pancho Villa. Filomeno Mata, por cierto, es el lugar preferido de directores y publicistas para filmar, evocando lo mismo pasajes históricos inverosímiles —El baile de los 41— que un toque de elegancia, en comerciales de sofisticados autos —todo tipo de marcas— que pasan a toda velocidad por el muy televisado Club de Periodistas. Hoy su adoquinado luce como siempre, embadurnado de enormes costras de mugre y de lagunas atascadas de malolientes lixiviados.

Al salir de la calle se despliega ante mis ojos una panorámica excelsa, la Plaza Tolsá, con un aire absolutamente europeo, Caballito mediante, ése que resulta sumamente competitivo para las grandes producciones fílmicas internacionales que no deseen pagar millonadas en euros por rodar en Europa. Me sigo derecho, así como voy, para pasar frente a la entrada de la antigua sede del Senado de la República —sí, la misma en donde se dieron los choques y las gaseadas ante la aprobación de la reforma al Poder Judicial— y saludo al senador chiapaneco, Belisario Domínguez, erguido en roca, cuya avenida —por donde pasa el Metrobús de la línea 4, Ruta Norte— alcanzo un par de cuadras más adelante, una vez recorrido el Callejón Héroes del 57, claro está.

Es así como, finalmente, arribo a Belisario Domínguez número 11–C, una fachada también amarilla. ¿Nombre oficial del lugar? “El Tahúr de Quiroga”, mejor conocido como El Tahúr.

El Tahúr

He sido un parroquiano medianamente regular de esta cantina desde hace poco más de quince años. En ciertas épocas, mi presencia cada fin de semana era inevitable. Puedo narrar una y mil crónicas respecto de esas visitas, pero quise concentrarme en esta noche reciente, una semana antes de El Grito.

Llego temprano, un poco antes de las 5 pm, eso sí, para alcanzar mesa, tal como ocurrió. Me siento justo en la que, desde la entrada, uno topa con pared, casi a lado de la rockola. Pido una caguama Indio, que llega fría, acompañada de su mojado vaso de vidrio y de su respectivo par de platos de duro plástico beige, uno con limones partidos y otro con chicharrones de harina “picosos” con su puño de cacahuate español. Bety —chaparrita, morena, con el pelo pintado de rubio cobrizo— va bajando las escaleras —el lugar tiene una especie de tapanco que sirve como un discreto segundo piso—, echando pestes contra el otro par de meseros, Roberto y Armando —dos morenos un tanto altos, perfectamente uniformados—, cuando se deja escuchar “Du Hast”, de Rammstein. ¡Un alucine! Son las 5:28 y el lugar ya se encuentra semilleno.

La cantina, que siempre luce, eso sí, adornos de temporada —esta vez, con sus banderas nacionales y sus globos tricolores por doquier, seguramente con sus calaveras después de octubre—, hoy también tiene otros que indican fiesta de cumpleaños, cosa común de unos años para acá. Y así es, a las 6:45, al ritmo de Madonna y su “Like a Virgin”, llega un pastel y un par de gelatinas de buen tamaño. Los meten a la parte de la cocina, pues El Tahúr también funciona como comedor en ocasiones especiales. Algunas noches he visto salir de ese lugar lo mismo tacos de bistec y sopes que platos de pozole con puerco bien caliente, directo hasta los hambrientos.

Olores, bochornos, toque de humedad, humores. Son las 8:15 y otro pastel hace su aparición, en medio del vaivén de olas humanas y de “Las Mañanitas”. Todos aplaudimos, hasta Amanda Miguel se desgañita con “Él me mintió”y el olor de los baños ya llega un poco hasta donde estoy.

A las 7:20 El Tahúr tiene gente en todas sus mesas, algunas sillas vacías, sí, por aquello de que persona que llega, persona que le buscan un asiento. De ahí en adelante es una acumulación de parroquianos, hombres muy comunes y corrientes, en su mayoría, dispuestos a estar tranquilos y pasarlo bien, entre amigos, ligues, desconocidos y muy conocidos, en medio de una larga tanda de canciones de La Sonora Dinamita.

El temperamento y la personalidad del lugar acontecen en la medida en que la música, los humores, el baile, las risas y las miradas tejen esa red que, poco a poco, va desprendiendo ese olor a madura virilidad despojada de poses. Olores, bochornos, toque de humedad, humores. Son las 8:15 y otro pastel hace su aparición, en medio del vaivén de olas humanas y de “Las Mañanitas”. Todos aplaudimos, hasta Amanda Miguel se desgañita con “Él me mintió”y el olor de los baños ya llega un poco hasta donde estoy. Y me vuelve a suceder. En medio de aquella socializada felicidad, aquel regocijo, me pregunto, una vez más, cómo en un lugar tan lúgubre, así de atiborrado, puede suceder este tipo de magia. Y es ahí donde, si acaso, un intento de respuesta yace en un peculiar caleidoscopio, una voz colectiva.

Luis Pelado Baylón, exeditor de Life and Style, de la revista Expansión:

“Mi experiencia en El Tahúr la veo como una forma de… llamémosle resistencia… de lo que han sido los espacios de convivencia para los hombres homosexuales, porque no creo que sea un espacio LGBT. Desconozco el origen de este lugar, sin embargo, la gente que asiste es gente que auténticamente abraza el lugar, lo conoce y se identifica con la gente que viene aquí… El Tahúr, entonces, tiene otra atmósfera que remite a lugares que tienen incluso una tónica heterosexual por las formas de vestir, incluso por los comportamientos heteronormativos que se ven y se mantienen. El lugar es casi un espacio museográfico de una forma de vida homosexual previa al mundo digital.

”Aquí, uno no sabe si está conviviendo con alguien que trabaja en la Cámara de Diputados, en el Gobierno de la Ciudad o si trabaja en el servicio de limpia de la Ciudad… es una cosa muy heterogénea y muy incluyente que, todo en su conjunto, se adereza con el olor a orines bastante penetrante en cada rincón del lugar, el mismo que te acompaña con la música mexicana tradicional y de todos los gustos de toda la vida de la cultura popular, como puede ser la de Juan Gabriel, Los Cadetes de Linares, Los Tigres del Norte, Selena, Caifanes y hasta Paulina Rubio. Y es que este lugar encierra un submundo de hombres homosexuales con ciertas condiciones, con ciertas características, con una dinámica y una forma de convivir que lo vuelve muy entrañable… Un lugar de donde nunca te vas a ir sin que alguien haya platicado contigo por lo menos unos quince minutos o que haya compartido una mesa o una anécdota en donde, seguro, tendrás que decir ‘Me pasó en El Tahúr’”.

Paco Dorado, activista y gestor cultural, conductor del podcast Las SantasÑeras

“El Tahúr es el único que sobrevive de una serie de sitios de aquí del Centro, El Oasis y El Buter, pero, más allá de esos, me parece que es un lugar con una personalidad propia, una que el tiempo le ha dado. Su concepto no es para nada planeado, sencillamente se dio. Es una cantina completamente diversa, incluso dentro de la misma diversidad. Puede entrar cualquier persona, así, sin más, no necesitas pertenecer a ninguna tribu de la diversidad, ni ser oso, ni ser esto ni aquello… Y es que hay personas que no tienen acceso a otro tipo de lugares… o tal vez sí lo tienen, pero me refiero a que no es valorada. En cambio, acá, no sé, pienso en La Hamburguesa, La Shakira, La Ninel —hombre moreno y chaparrito, que se contonea sensualmente al bailar— y La Gritona —hombre moreno con un ojo gris, entrecano, que a veces canta gritando las canciones— que son personajes que hacen de El Tahúr un espacio cálido. A pesar de que la cantina es un lugar de arrabal y que huele a orines. ¡Y vaya que huele!

Digo esto porque, de pronto, en el mundo gay se da mucho esta fascinación por los cuerpos hegemónicos bellos, la belleza hegemónica, por la juventud… hay una denostación por la gente mayor.

”En ese sentido, la convivencia con la gente ha generado celebraciones, como ahorita, todos estos cumpleaños que se realizan en la cantina. ¡Me parecen maravillosos! No sé exactamente por qué, pero pensar en los pasteles, la comida, las tostadas, en fin. Que aquí uno puede ser uno mismo, una misma, une misme, y no lo digo por mí, sino por lo que he observado, uno puede Ser sin temor a ser rechazado, obviamente ni por la preferencia sexual, pero tampoco por la clase social, ni por la raza. Digo esto porque, de pronto, en el mundo gay se da mucho esta fascinación por los cuerpos hegemónicos bellos, la belleza hegemónica, por la juventud… hay una denostación por la gente mayor. Y en El Tahúr encontramos un espacio en donde las personas que somos mayores, o que nos estamos volviendo viejos, podemos estar, convivir”.

* * *

Son las 9:30, curiosamente suena fuerte “Las Mañanitas” de nuevo y veo que el segundo cumpleañero está a unos pasos, a un par de mesas, rodeado de amigos. Uno de ellos me insiste y me regala una buena rebanada de pastel de tres leches, de chocolate, con su respectivo pedazo de gelatina de mosaico, en su correspondiente vajilla desechable. Al festejado lo conozco de vista, pero nos vemos directo y decimos “salud” alzando nuestras respectivas cheves. Ahora suena Chelo Silva y sus “Dos gotas de agua”.

“Otra cosa curiosa es que se han intentado hacer cosas de arte en El Tahúr, pero a don Juan le vale queso todo eso. Manuel Amador les pasó un poema, para ver si lo escribían en el baño. Julio García me platicó que unos chavos hípsters le dijeron a don Juan que querían hacer una exposición en el lugar y que les dijo algo así como ‘a la verga el arte’”, dice Paco.

Carlos Rodríguez, traductor literario, crítico de cine y periodista cultural de Letras Libres y Nexos

“Me gusta El Tahúr. Me gusta que es un lugar con características muy particulares. Es un lugar que no ha sido domesticado. Que ha resistido tal como es. Eso me parece importante… Hay otros sitios, por ejemplo… había una cantina a la que íbamos con mi papá, una que está sobre Pino Suárez —la Nuevo León—, cerca de la Suprema Corte, una en donde todavía venden tortas de pavo y cosas así. Siempre íbamos cuando íbamos al Centro, con mi papá y mi mamá… y era una cantina muy fea. Era un lugar muy feo, pero con una magia muy interesante. Las tortas estaban buenas. Era una cantina en donde, como tal, había puros señores que se rehusaban a sentarse en las mesas y estaban parados en la barra tomándose sus cubas… yo veía perfectamente a mi papá ahí… El caso es que, ya después de que murió mi papá, fuimos mi mamá y yo al lugar y ya la cantina estaba completamente remodelada de una manera que, no está mal… ¡pero le quitaron todo! ¡Parecía una cantina estándar! Fue como si le hubieran borrado… como una USB que resetean y le borran algo, ¿no? Le hicieron una remodelación a profundidad que no tuvo la voluntad de preservar nada y ni tampoco de realmente mejorar. Simplemente cambiaron el lugar para hacerlo más cómodo y hacerlo refugio, en este caso, de puros godínez. ¡Y eso me pareció horrible! Entonces, siento que aquí en El Tahúr no ha pasado eso, ¡afortunadamente! Y sí, los baños son horribles, está siempre mojado, no hay agua, obviamente están sucios, huele a pipí, ¿no? Pero, todo eso es parte de este ambiente sórdido y muy… ¿cómo decirlo?, de este ambiente que no pasa por ese tipo de consensos que tienen que ver con lo higiénico, con lo ascético, con lo complaciente. El Tahúr se salta todo eso y es lo que lo hace fascinante. Es lo que me encanta de este lugar, que nos sentimos un poco con menos máscaras.

Era un trabajador. Se veía distinto y me gustó mucho, aunque era ya un señor. Eso. ¡Era muy seductor conocer a alguien tan distinto y que mostrara un interés así de abierto y frontal por mí! Nos besamos.

”En una ocasión conocí a un tipo aquí. Él iba con un amigo y yo iba solo, porque me gusta hacer ese tipo de cosas en solitario. Venir a estos lugares así. Con esta persona, recuerdo que él me habló y como que terminó como ligándome o ligándonos y era muy padre o interesante que él era muy diferente a mí. Físicamente era más grande, se dedicaba a algo que no tenía nada que ver con lo que yo hago. Era un trabajador. Se veía distinto y me gustó mucho, aunque era ya un señor. Eso. ¡Era muy seductor conocer a alguien tan distinto y que mostrara un interés así de abierto y frontal por mí! Nos besamos. Su amigo se fue. Estuvimos bebiendo… No nos volvimos a ver nunca. ¡Fue algo único esa tarde de domingo en El Tahúr!”

* * *

Son las 10:52, suena “Las de la intuición”, de Shakira y, en un prolongado instante, casi cinematográfico, veo desplegarse ante mis ojos la dulce anarquía de El Tahúr cuando se encuentra más desbordado. Parece que el mismísimo Nietzsche emerge sudado entre los danzantes, en medio del complicado ir y venir, entre el masculino apretujamiento, para gritarnos a todos que ama ese caos, que debemos atesorarlo dentro de nosotros mismos, para que seamos capaces de dar a luz a una estrella que baila.

“Imaginar qué tanto ha ocurrido aquí, quiénes han pasado por aquí. Todos los buenos ratos que se han vivido aquí”, dice Carlos. “Pensar cómo ha resistido el lugar, que se ha mantenido a pesar de todo, a pesar de esa higienización que vivió el Centro y que no ha llegado acá. O de toda esa cosa, en algún punto fresa, que se vivió con los antros de la calle de Cuba y que al final se volvió en algo vulgar y muy naco. En ese sentido, El Tahúr, por lo mismo, siempre me ha parecido un lugar esencial al cual volver, para asomarse a ver otro tipo de gente y vivir otro tipo de historias”.         

Héctor y el circuito del sexo

Son las 11:48, suena Metallica con “Nothing else matters” y Héctor, un parroquiano del lugar, me rememora el circuito de ligue y sexo en el que dio con esta peculiar cantina. Menciona El Go Bar y El Hormiguero, lugares en donde había ligue con soldados y chacales —hombres delgados y morenos, dispuestos a tener sexo con gays—, en donde “el pedo no fue tanto la putería, sino que ya también se comenzaron a dar unas peleas muy feas a causa de la droga. Se ponían muy locos y se armaban los madrazos ya adentro del lugar. La gente comenzó a visitar El Viena, El Oasis, El Soberbia —en República de Cuba— y El Tahúr”.

Cantinuchas, hoteles y lugares se van haciendo obligatorios, en un nostálgico sendero que nos recuerda iguales procederes desde el siglo pasado en el desaparecido cine Teresa, en Eje Central —antes San Juan de Letrán.

La entrada a El Tahúr. Fotografía de Roberto Rueda Monreal.

Como todo en la vida, más allá del trago, hay gente que ve en los antros y cantinas la oportunidad de tener sexo, en un circuito lleno de códigos, miradas y guiños que va interconectando perfiles y a personas. Cantinuchas, hoteles y lugares se van haciendo obligatorios, en un nostálgico sendero que nos recuerda iguales procederes desde el siglo pasado en el desaparecido cine Teresa, en Eje Central —antes San Juan de Letrán.

“El Internet, el Hotel Savoy —sobre la calle de Tacuba—, el Hotel Mazatlán, que está en lo que antes era El Buter —Izazaga esquina Eje Central—. Ahora están como de moda las mentadas cabinas. Hay unas que están por Salto del Agua, sobre el Eje Central, las famosas Funny. Una combinación entre cabinas para sexo y antro”, dice Héctor.

¿Alguna anécdota peculiar en El Tahúr?

“Recuerdo a una pareja muy especial”, responde Héctor. “El mayor de ellos tiene 93 años y la pareja 87, si no me equivoco. En una de ésas, de la nada, se pararon y se pusieron a bailar, una canción muy suavecita. ¡Hubieras visto! Sólo ellos bailando mientras todos los demás les tomaban fotos o los grababan o se tomaban selfies con ellos. Luego, ¡todo mundo les comenzó a aplaudir! ¡Una cosa hermosa! Como si fueran artistas… en un lugar de barriada como éste, ¡El Tahúr! Eso es lo que me encanta”.

Personajes emblemáticos

“Hay un personaje que le dicen el Gatito Lagartijero. Un chavo moreno, mamado, con cara de emputado con la vida, se llama Carlos, que siempre viene los miércoles o los jueves con su playera del Pumas. El chavo viene, desde las seis, solo, se sienta, toma solo. Uno pensaría que es mamón, pero ¡fíjate que no! Sólo que es muy serio. Si le haces la plática, sí platica, tiene voz ronca. No es payaso. Él viene a escuchar la música y para tomar tranquilo, es lo que él dice. A lo que voy es que es buenísima onda, pero tú tienes que hablarle. De hecho, les habla a las vestidas y hasta va y las abraza. Sin la Hamburguesa—un hombre moreno buena onda, cuya gordura definió su apodo— y la Shakira —un hombre blanco orgullosamente afeminado, chaparrito, que siempre llega con bolsas de mujer de segunda mano cual si estuviese llegando directo de la venta nocturna de Liverpool—, El Tahúr no sería El Tahúr”, dice Héctor. Comienza una tanda de canciones de la Guzmán.

¿Por qué ubicas El Tahúr en este circuito del sexo?

“Sé que la gente siempre se queja de los orines, pero, para los interesados, el baño de El Tahúr es famoso en el submundo de las redes sociales porque te permite oler a algo más que a meados”, me responde.

Zona narca

Pasan veinte minutos de la medianoche. Lo intuí desde que pedí una entrevista formal con el o los dueños de El Tahúr. En realidad, las personas a las que pude tener acceso son los administradores del lugar. Juan, siempre en la peculiar barra, de toda la vida, y Bety, mujer madura que lo mismo trabaja de mesera que moviendo cajas y haciendo limpieza. “El dueño” les tiene prohibido dar información demasiado específica sobre el sitio.

De inmediato me topo con una actitud reacia por parte de Juan, ese señor bonachón al que todos los parroquianos conocemos desde hace décadas, aunque él diga “yo apenas tengo unos cuatro años aquí”. Suena “Flor de papel”.

—De unos años para acá he notado que El Tahúr está abarrotado, uno ya no encuentra mesa tan fácilmente como antes. Eso quiere decir que las cosas van bien, ¿cierto, Juan?
—Antes era mejor… Antes de la pandemia era mejor. Las ventas no se han recuperado todavía. Ya muchos clientes de antes ya no vienen.

* * *

Desde hace unos cinco años la gente intuía —por no decir aseguraba— que el comportamiento de los bares y antros de la zona dependía mucho tanto de la extorsión de las autoridades —las mordidas o moches cotidianos— como del crimen organizado —en acción combinada—, ése que ya se había apoderado del Primer Cuadro de Ciudad de México, en general, y de las calles de Cuba, Donceles, Tacuba, Belisario Domínguez y, claro, de las que abarcan Garibaldi, en particular.

Por ciclos, no pocos fines de semana, la gente comenzó a encontrarse con que algunos bares estaban cerrados, sin razón aparente, por lo que se daba una migración hacia otros sitios cercanos o, de plano, hacia la Zona Rosa. Todo, además, en medio de historias de constantes asaltos por el rumbo y de hechos cada vez más violentos.

El trágico suceso vino a volver a poner sobre la mesa una cadena de homicidios que han ocurrido en esa zona, donde se concentran los llamados bares de ambiente de la comunidad de la diversidad sexual —la comunidad—, de manera espaciada, en los últimos quince años.

Apenas el 29 de junio una muchacha, Karla Álvarez, fue asesinada, alcanzada por tiros de arma de fuego, detonada por un sicario justo en el callejón Héroes del 57, frente al número 28, un estacionamiento en cuyo arco rojo de la entrada reza la frase en pintura blanca “El respeto al derecho ajeno es la paz”, aunque la mayoría de las notas periodísticas sólo hayan repetido el boletín policiaco “frente a las instalaciones de La Purísima” o dado mal la ubicación. Otros medios citaron que la joven salió del bar Soberbia. El trágico suceso vino a volver a poner sobre la mesa una cadena de homicidios que han ocurrido en esa zona, donde se concentran los llamados bares de ambiente de la comunidad de la diversidad sexual —la comunidad—, de manera espaciada, en los últimos quince años, aproximadamente.

El 26 de enero de 2013 un hombre fue asesinado a balazos, después de una aparente discusión en El Oasis, bar para vaqueros gay, en un hecho que la prensa todo el tiempo manejó como un altercado entre borrachos, cuando la versión entre la comunidad era que aquello fue claramente un ajuste de cuentas entre narcos. En este sentido, de lo que ha ocurrido en algunos bares y antros de la Zona Rosa, ni hablar. El mundo de la droga y su venta al interior de los establecimientos de la comunidad han provocado asesinatos a golpes, patizas y persecuciones, realidad de la que pueden dar fe parroquianos del Bar Baby y de El Híbrido, entre otros.

Ni hablar del de “El Sádico” o “El Asesino del Arcoíris”, tal como llamó la prensa amarillista a Raúl Marroquín, un exmilitar convertido en asesino serial, cuyos brutales crímenes de odio hacia la comunidad —seducía a sus víctimas en antros, se los llevaba a hoteles, luego a su casa, en donde los torturaba por días…

En medio de la histeria, y ante el poco profesionalismo periodístico, es común que se confundan y revuelvan temas, con el pretexto del sensacionalismo. Así, vemos cómo el fenómeno del narco y su violencia en los lugares de la comunidad tiende a diluirse entre los casos de homofobia, bifobia o transfobia, como el de aquella chica trans que fue asesinada en la calle República de Perú, en mayo, o el de los casos de violencia sexual en abril de 2023 en El Cabaretito de Zona Rosa —respecto de este último antro, ¿cómo saber si no se trató de otra extorsión más por parte de las autoridades, cuyo modus operandi ya es más que conocido?—. Ni hablar del de “El Sádico” o “El Asesino del Arcoíris”, tal como llamó la prensa amarillista a Raúl Marroquín, un exmilitar convertido en asesino serial, cuyos brutales crímenes de odio hacia la comunidad —seducía a sus víctimas en antros, se los llevaba a hoteles, luego a su casa, en donde los torturaba por días— fueron viralmente expuestos.

Así, el narco ha sentado sus reales en el Centro Histórico de la capital del país —recordemos 2020 y el horrendo caso de los niños mazahuas, Yahir y Héctor, cuyos cuerpos descuartizados, metidos en bolsas negras y montados en un diablo, se le desparramaron una madrugada a un tipo justo en Belisario Domínguez esquina con República de Chile—, cuya afectación a la comunidad y sus antros se transforma en un llano tema de inseguridad, ante la “invisible” pauperización narca de la histórica zona.

Elías Álvarez, propietario de La Purísima, salió valientemente en julio a dar la cara en varios medios de comunicación a exigir “una policía especializada en temas específicos de poblaciones arcoíris; pero ¡vaya!, si no, por ahora que robustezcan la seguridad en la zona, en las calles aledañas y que sí ahuyenten a estos grupos; quizás, no sé, hasta un filtro de motonetas, porque muchos de los delitos se cometen en motonetas”.

El 17 de octubre de 2024 Diana Sánchez Barrios, una lideresa trans del comercio informal, fue baleada en la calle Motolinia casi esquina con 5 de Mayo, en el Centro Histórico de Ciudad de México, a plena luz del día. La prensa repitió hasta el cansancio que Sánchez Barrios era “activista”, dando a entender que representa a la comunidad LGBTQ+, sugiriendo con ello, irresponsablemente, que tal vez el atentado fue por su condición y orientación sexuales.

El verdadero perfil de Sánchez Barrios está en otro lado, si acaso, en los bajos fondos que mueven las narcas cloacas de la capital del país, esos que llegan incluso al Congreso de la Ciudad de México.   

Alberto Fuguet, periodista, cineasta y escritor chileno

En aquella mesa pegada a la barra, a la que me invitan amablemente a sentarme, me encuentro de pronto departiendo con el periodista, cronista y presentador Guillermo Osorno, el conocido artista de cabaret Tareke Ortiz y, para mi enorme sorpresa, Alberto Fuguet, ese escritor cuya residencia nadie sabe muy bien cuál es, autor de la novela Missing (Alfaguara, 2011) y director de Velódromo, quien, en medio del ruido y la algarabía, me suelta: “Yo vine porque me dijeron que este lugar es divertido y diferente, pero, sobre todo, de arrabal”.

El grupo se despide. Parte a La Malagueña. Suena una tanda de Juan Gabriel, que posteriormente calla, pues ha entrado un mariachi completito —cosa que yo nunca había visto aquí—, que sube al tapanco para dedicarle unas canciones al tercer festejado de la noche y su gente. ¡No puedo no grabar! “…de las estrellas del cielo, tengo que bajarte dos, una es para saludarte, otra es para decirte adiós…”.

Carlos Segovia (Sego), grafitero y muralista mexicano, cuya obra “El compañero final” llegará a la luna gracias al Museo Lunar Lunaprise de la NASA

Se deja escuchar “Nieva nieva” y un tono de nostalgia se une a la cargada atmósfera.

“Muy peculiarmente, El Tahúr fue uno de esos lugares a los que salí por primera vez a tomar y que no eran tan tan abiertamente gays. Me acuerdo de que todavía ni pasaba el Metrobús por ahí”, dice Carlos. “Yo conocí a un chico por Internet. Platiqué con él durante tres años y, como él ya conocía lugares, pues me comenzó a invitar. Me llevó a El Tahúr. Se me hizo muy interesante, porque siempre me ha gustado la ciudad, pero, sobre todo, sus rincones, pues ya vivía la ciudad de otra manera. Me gustaba visitar estos rincones en donde, para mí, no era explícito que fueran gays, justo como El Tahúr. Se me hizo padre ese espacio con esas características. Donde cierto sector de la ciudad se sentía cómodo.

”Mi amigo le echaba ganas, en el sentido de llevarme a lugares como ése, underground —se ríe, tierno—. Obviamente, yo estaba más morro, estaba más mamadillo, más fuerte y todo y, pues… fue así como comencé a conocer esos rituales, a ir a ese tipo de lugares, fue así como me empecé a dar cuenta de cuando uno es nuevo, porque hay gente que está ahí siempre, una comunidad o algo así, y cuando uno llega como nuevo, pues se dan cuenta.

”Digo esto porque, no sé, tal vez en El Tahúr me sentí valorado, en el sentido de que de pronto me invitaran cervezas y que, sin conocerme, me quisieran hacer la plática. ¡Chido! Fue una experiencia padre”.

* * *

El tiempo ha pasado y, sin más, ya van a dar las tres de la mañana. En mi mesa, tres Indio vacías y una sin acabar. Armando apaga la rockola, ahogando “El Triste”, interpretada por José José, ante la protesta de los parroquianos que aún quedan, quedamos. No tengo mejor manera de encerrar la experiencia vivida esta noche, esta madrugada, sino con el testimonio de Steve, un gringo llegado directamente de Caracas, que ha adoptado el lugar como uno de sus favoritos en Ciudad de México: “Este lugar es muy auténtico. Su identidad, es decir, sus olores, el tipo de gente, todo mal pintado, lleno de adornos viejos, en fin, su identidad es lo que me gusta. Si le quitas todo esto, ya no sería el mismo lugar… Si El Tahúr fuera un personaje te diría Así soy yo, así soy, o me amas o me odias, pero así soy. Es como un perro que vive en la calle, todo sucio y maltratado, con el pelo crecido, pero es un perro feliz… que se te acerca y es todo cariñoso y simpático. Entonces, o rechazas al perro por sucio y callejero o, sencillamente, aceptas su amor”.

Parto. Mi ser un tanto ebrio aún cree, iluso, que alcanzará Ecobici. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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