No solamente fue un poeta inspirado, un gramático excelente y un escritor correcto, sino un notable dramaturgo y educador, perteneciente a la generación del teatro de la Reforma (1867–1900), al lado de figuras como Juan de Dios Peza y José Martí.
Algunas palabras sobre Ramón Manterola
Escritor casi olvidado, Ramón Manterola nació el 1 de junio de 1845 en Tepeji del Río, Hidalgo. Fue un poeta, moralista, traductor, periodista y educador decimonónico mexicano. Tuvo fama de filósofo, pero no lo fue notablemente —su eclecticismo no pasó de ser un intento por conciliar las dos visiones ideológicas predominantes en su época: el positivismo y la metafísica—. Sin embargo, como escritor dramático publicó algunas obras de interés, en prosa y en verso: los dramas Isabel Lopouloff (1873) y El precio de un secreto (1873); la comedia Los amigos peligrosos (1873) y “un juguete cómico, un sainete” sobre amor y ficción titulado Mundos imaginarios y mundos reales (1881).
Según Antonio Magaña Esquivel y Ruth S. Lamb (Breve historia del teatro mexicano, 1958), Ramón Manterola pertenece a la generación del teatro de la Reforma (1867–1900), al lado de Juan de Dios Peza, José Martí, Rafael Delgado, Juan Antonio Mateos, Manuel Peredo y Alberto G. Bianchi.
Sin duda, el escritor que mayor influencia tuvo en su teatro fue Manuel Eduardo de Gorostiza (1789–1851). Parece que Manterola reconocía públicamente esta deuda y por tal motivo le correspondió participar como orador durante un homenaje al escritor en el Liceo Hidalgo, junto con Ignacio Manuel Altamirano, Agustín F. Cuenca y José María Roa Bárcenas (Velada literaria celebrada por el Liceo Hidalgo la noche del 17 de enero de 1876 para honrar la memoria del Señor Manuel Eduardo Gorostiza, Imprenta de “El Porvenir”, México, 1876).
En aquella ocasión, al hablar de la vida y obra de Gorostiza, “poeta que, si bien marchando sobre senderos ya recorridos, supo embellecerlos, y alcanzar el sobrenombre de rival de Moratín”, Manterola dibujó su propio autorretrato, sobre todo al decir que sus comedias “no merecen seguramente el título de obras maestras; pero sí revelan haber sido engendradas por un notable ingenio y por un corazón sensible y bondadoso”. Transcribo parte de lo dicho por Manterola (pp. 72–74):
El más notable de los críticos españoles [Mariano José de Larra, Fígaro], ocupándose de una de las comedias de Gorostiza [Contigo pan y cebolla], le señala un defecto del que igualmente adolecen otras varias del mismo autor; a saber que su trama consiste en una intriga fingida por varios de los personajes para escarmiento de algún otro. Este defecto, en el que han incurrido otros escritores de nombradía, es bastante grave, como que hace derivar el desenlace y el objeto moral de la obra, no de hechos reales o necesarios, sino de los que han preparado y supuesto de antemano los personajes lo cual forzosamente debilita mucho la impresión, y aun puede producir resultados contraproducentes. Pero estas y otras faltas están, hasta cierto punto, compensadas en las piezas […] con notables bellezas; tales como lo original y bien dibujado de los caracteres; lo vivo y chispeante del diálogo; la versificación comúnmente fluida y elegante, aunque no siempre irreprochable, y por último, el fin eminentemente moral de las obras, cualidades que han hecho llamar á su autor rival de Moratín, y deben hacérnosle ver como precursor del genio de Bretón. […]
Moratín, clásico y rigorista, había escrito varias de sus piezas en romance octosílabo, conservando el mismo asonante en todo un acto, y separándose en esto de los escritores dramáticos del siglo XVII que alternaban el romance con la redondilla. Gorostiza, si bien marchó en el fondo, sobre las huellas del célebre reformador del teatro español moderno, no quiso seguirlo en ese punto, y, comprendiendo sin duda que un solo asonante, repetido durante todo un acto, produce un cansado martilleo aun cuando se sepa manejar hábilmente, alternó también el romance con la redondilla. Bretón [de los Herreros] aceptó después esta forma y la defendió con muy buenas razones en el brillante discurso que pronunció el 15 de Junio de 1837, al ingresar con el carácter de socio honorario a la Real Academia Española.
Para bien y para mal, habría que señalar que Manterola no sólo heredó algunas de las virtudes formales de Gorostiza (sobre todo su forma de alternar el romance con la redondilla), sino también alguno de sus vicios (el uso de la intriga fingida).
En todo caso, Ramón Manterola fue un practicante más de lo que Christopher Domínguez Michael —siguiendo a Villemain— ha optado por llamar la “innovación retrógrada”: la imitación a destiempo que permite saltar del pasado al futuro, “pirueta habitual en la rutina de nuestros principales escritores” (La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805–1863, 2016).
Punto y aparte, según Luis González y González (La ronda de las generaciones: los protagonistas de la Reforma y la Revolución, 1984), Ramón Manterola formó parte de la “minoría rectora en el cenit y ocaso del porfiriato (1893–1910)”, junto a personajes como José María Velasco, Juan de Dios Peza, José Peón Contreras, José Guadalupe Posada, Rafael de Zayas, Manuel Acuña y Francisco Bulnes.
Se han ocupado de su obra al menos dos académicos de la lengua: Alberto María Carreño y Francisco Monterde (José Luis Martínez, Semblanzas de académicos. Antiguas, recientes y nuevas, 2004).
En el siglo XX, uno de los últimos en recordarlo fue Luis Leal (1907–2010), cuyos papeles en la Universidad de Stanford no he podido consultar (Guide to the Luis Leal Papers, 1946–1985: Box 31, Folder 7. “Ramón Manterola, literato olvidado.” Revista Mexicana de Cultura, No. 768, Sunday Supplement to El Nacional, 1961, p.5). Por otro lado, en Hidalgo, José Antonio Zambrano (Tepeji del Río, Hidalgo, 1953) ha mantenido a Manterola fuera del olvido en su Monografía de Tepeji del Río (Editorial Diálogo, 1993, 2002, 2003, 2011, 2016, 2019), obra deudora de los apuntes de Teodomiro Manzano (1866–1956).
Algunos pocos datos sueltos. Su nombre completo era José Pánfilo Ramón Manterola Bernal. Sus padres fueron José Leandro Manterola Alemán y María Dolores Bernal Manterola. Fue el tercero de siete hijos (José Jacinto, José Ignacio Raimundo, José Pánfilo Ramón, María de los Ángeles, José Miguel Filomeno, José Manuel María y José Guadalupe Tomás). El 1 de junio de 1874 se casó con Emilia Berazueta Gómez Parradi en la iglesia de San Cosme y San Damián de la Ciudad de México; el 4 de mayo de 1896, con Raquel Peimbert Manterola (1876–?), hija de su hermana María de los Ángeles, en la Capilla Arzobispal de Tacubaya (Seminario de Genealogía Mexicana, UNAM).
Para Fanny Chambers Gooch (Face to Face with the Mexicans, 1887), Manterola fue “un apasionado buscador de la verdad que dedicó los mejores años de su vida al estudio de la mente y la filosofía moral”, al tiempo que buscaba “introducir reformas prácticas para mejorar rápidamente la condición de su pueblo. El señor Manterola, uno de los editores de El Economista, ha realizado valiosas sugerencias adoptadas por el gobierno federal, pavimentando así el camino para la abolición de las alcabalas, o aduanas interestatales. Durante sus horas libres, el señor Manterola ha escrito algunos dramas que han sido bien recibidos en México”.
Según Irineo Paz (Los hombres prominentes de México, Imprenta y Litografía de “La Patria”, México, 1888), Manterola sobresalió como “un poeta inspirado, como un gramático excelente y como un escritor correcto”; fue un hombre que se dio a notar “por su talento e instrucción, no obstante su carácter modesto y retraído”. Además, Paz recuerda que Manterola escribió un ensayo sobre la longevidad de los sabios titulado La longevidad en relación con el trabajo mental (Imprenta del Gobierno, México, 1899).
Lector, entre muchos otros autores, de Locke, Kant, M. A. Bain, Condorcet, Wollaston, Fichte, Jacobi, Littré, Herbert Spencer y Whewell, Ramón Manterola fue más un moralista (un hombre interesado en “las reglas de la vida”) que un romántico y más un historiador de las ideas que un filósofo. Fue un gnóstico, en la acepción intelectual del término: un hombre de conocimiento.
Como educador, Manterola fundó bibliotecas (como la “Romero Rubio” en Tacubaya), colegios, sociedades científicas y escribió algunos libros de texto: Primeras nociones sobre geometría, geografía, historia patria, economía política, derecho constitucional y ciencias físicas y naturales (1889) y Cartilla sobre historia patria, escrita y arreglada al sistema cíclico (1891), por ejemplo.
Al final, estando ya la muerte cercana, Alberto María Carreño y algunos otros discípulos visitaron al anciano Manterola en su casa de Tacubaya (Alberto María Carreño, “Elogio del Sr. Lic. D. Ramón Manterola” en Memorias de la Sociedad Científica “Antonio Alzate”, Tomo 35 [1914–1916], Poder Ejecutivo Federal, México, 1920). El ánimo de Manterola era estoico y en algún momento lo animó recordar algunos versos que, con “buen humor y con motivo de las acaloradas y frecuentes discusiones que sostenía en el Liceo Hidalgo”, le dedicó Manuel Gutiérrez Nájera, el duque Job (p.12):
Antes que los labios abra,
Dígase a Manterola:
Se os concede la palabra;
Pero... una palabra sola.
Poco después no habría más palabras. Ramón Manterola falleció el 16 de noviembre de 1914. Fue enterrado, al día siguiente, en el Panteón de Dolores.
Teatro para tiempos de guerra
El precio de un secreto. Ensayo dramático en tres actos y en prosa, con dedicatoria a su madre, fue publicado por la Imprenta de Ignacio Escalante en 1873. Curiosamente, el dibujo de la portada —un ángel con lira— fue copiado del libro Macías. Drama histórico en cuatro actos y en verso del español Mariano José de Larra, impreso en 1834 por la Imprenta de Repullés, empresa que también editó El jugador de Gorostiza.
Como se indica en su portada, El precio de un secreto fue “representado por primera vez en el Teatro de Hidalgo, la noche del 3 de julio de 1872”. Era la época del teatro con velas, pues la luz eléctrica todavía no se instalaba en los escenarios (el viejo teatro Hidalgo, ubicado en lo que actualmente es la calle de Regina en la Ciudad de México, no se reformaría sino hacia 1883, según Rafael Pérez Gay, instalando “muros de mampostería, palcos con columnas, lunetas de hierro y alumbrado de gas de hidrógeno”).
Según el propio Manterola, “El plan del drama no es original; está tomado de una novela de Pablo Feval, aunque adaptado a México y a una época reciente. En cuanto a los caracteres, todos, excepto el del cínico D. Claudio, puede decirse que son absolutamente originales, o notablemente modificados”.
Dicho sea de paso, de esta novela del francés Paul Henri Corentin Féval (1816–1887), Les Compagnons du Silence (1858), existe una traducción al español al menos desde 1861: Los compañeros del silencio (Imprenta del diario de la marina, Habana, 678 pp.), aunque lo más seguro es que Manterola, conocedor de la lengua francesa, la leyera en el idioma original.
Al tratarse de su primera obra dramática, Manterola la presume “plagada de defectos”. Admite que el público fue indulgente con ella en su presentación y reconoce el acierto de la crítica que tuvo “la bondad de aconsejarme que modificara el desenlace, pues le hallaban frío, y en su concepto no correspondiente al resto de la obra”.
Los personajes de El precio de un secreto son el matrimonio de Isabel y Eduardo Carbajal, Sofía (la hermana menor de Eduardo), Ana (“fiel criada” y confidente de Isabel), el coronel Flores (“hombre de corazón noble”, partidario de la República), Luciano Sáenz (hombre fatuo de “modales finos y aristocráticos”, partidario del Imperio de Maximiliano), el mensajero don Claudio Sandoval, el guerrillero Pontones y un criado. La escena transcurre en la Ciudad de México, en 1865.
El primer secreto que nos presenta el drama es que Isabel le oculta a su marido, por miedo a ganarse su desprecio, que antes estuvo casada con don Francisco Martínez, “hombre elegante y de finos modales” que resultó ser “un horroroso reptil”, falsario y bandido. El segundo secreto, más importante, es que Eduardo participa, junto con varios hombres notables de la Ciudad de México, en una conspiración contra el Imperio de Maximiliano. Por tal motivo, Eduardo envía unas comunicaciones secretas que deben llegar a manos del general Riva Palacio a través del mensajero don Claudio. Sin embargo, este cínico decide no entregarlas, ocultarlas con ayuda de un cómplice y extorsionar con ellas a Eduardo, bajo amenaza de exponer la conspiración a las autoridades. De esta manera, don Claudio exige la mano de Sofía (“niña sencilla y pura”), junto con la dote que la pequeña heredó de su padre muerto, como precio por su silencio. Todo se resuelve por un deus ex machina.
El precio de un secreto es una obra política, en cuanto promueve el sacrificio “por la más sagradas de las causas” “cuando la patria gime esclavizada por los franceses” (p.29). De paso, también es una crítica a los títulos nobiliarios todavía presentes en el México del siglo XIX.
En todo caso, al buscar ser fiel al drama histórico mexicano su desenlace resulta predecible. En términos generales, el plan para derrocar al gobierno usurpador fracasa (la información, vital para coordinar un ataque a la capital, no llega a tiempo a manos del general Riva Palacio) y el drama concluye con las siguientes palabras:
Es verdad que el triunfo se aplaza; pero no por eso será menos cierto. Dios protege a los pueblos que quieren y saben ser libres: cooperemos todos a ese triunfo. Mantengámonos unidos, y tal vez antes de tres años el águila de la República se remontará victoriosa y altiva, después de abatir al águila del Imperio; y el pabellón republicano, nuestro hermoso pabellón, enseña de la Libertad y del Progreso, ondeará otra vez sobre el Palacio Nacional.
Está claro que El precio de un secreto expone las convicciones morales y políticas de su autor. Fuera del terreno de la ficción, según Irineo Paz (Los hombres prominentes de México), a Manterola “su carácter civil no le impidió prestar sus servicios contra el Imperio, al que combatió bizarramente en los campos de batalla”.
Ya que desconocemos casi todo sobre la posible participación de Manterola en esta contienda histórica, debemos conformarnos con saber que el autor escribió una obra de teatro a favor de la República. Biográficamente, lo único más o menos seguro es que, “enemigo del imperio de Maximiliano”, Manterola “se exilió en La Habana, pero volvió al triunfo de la República, graduándose de abogado en 1868, mientras era bibliotecario y archivista en la Escuela Nacional de Agricultura” (Enciclopedia de México).
Dado que El precio de un secreto se presentó y publicó luego del triunfo de la República, Manterola colocó al principio de la obra, de manera conciliadora, la siguiente advertencia (p.7):
El presente ensayo […] fue escrito desde Enero de 1867; es decir, cuando el yugo de la invasión pesaba aún sobre la capital de lo que entonces se llamaba Imperio; cuando los mexicanos, animados de sentimientos patrióticos, suspiraban por la reconstrucción de la República y de la Libertad.
Esto podrá servir de explicación respecto de las alusiones y opiniones políticas que se encuentran expresadas en algunas escenas. De entonces acá, las pasiones se han amortiguado, y los mexicanos se han dado el abrazo de reconciliación, ocupándose todos al fin solo de la felicidad de la patria. La opinión pública se ha modificado, o al menos no califica ya con tanta severidad como al principio los errores de algunos de nuestros hermanos. Yo, que participo de esa opinión, protesto con la mayor sinceridad, que publico esta obra sin el menor intento de herir a ninguno, ni de encender en un solo corazón pasiones ya extinguidas: ella es, simplemente, la expresión de lo que en aquella época deseaba y creía.
De cualquier manera, El precio de un secreto fue teatro para tiempos de guerra.
La educación sentimental de un pueblo
Los amigos peligrosos. Comedia en tres actos y en verso, acaso la mejor obra de Manterola, fue estrenada en el Teatro Principal de México (edificio de cantera, “a semejanza de los de Madrid, con balcones volados de fierro” del que ahora no queda ni rastro y que “estaba ubicado en el lugar donde hoy se levanta la biblioteca de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, entre las calles de Bolívar y 16 de Septiembre, en el Centro de la Ciudad de México”) “la noche del 27 de octubre de 1872” por la Compañía de Pilar Belaval y José Antonio Muñoz, “Muñocito” (“pareja de cómicos españoles que actuaron en México durante varios años”). Según el cronista de teatro Enrique de Olavarría y Ferrari (1844–1918), la obra sería recibida “con extraordinario aplauso” (Reseña histórica del teatro en México).
Los amigos peligrosos. Comedia en tres actos y en verso (México, 1873, 127 pp.) sería también impresa en la Imprenta de Ignacio Escalante, establecimiento muy frecuentado entonces donde Manterola parece haber encargado la edición en combo de sus obras. El libro lleva como parte del prólogo una amable carta de José Peón Contreras dirigida al autor, donde le recomienda dar a la imprenta la comedia.
En Los amigos peligrosos los personajes son pocos: el matrimonio de Fernando y Carolina, la viuda Doña Isabel, los dos amigos de Fernando: Ignacio y el joven Carlos, los mastuerzos Juan y Antonio, el criado Francisco. Toda la obra transcurre en México, una tarde de mayo de 1872, en la casa del matrimonio.
En esta obra, Manterola alterna la crítica literaria (“¡Y aplauden una zarzuela,/O al que malos versos rima!) con la crítica política (ya que “Así, la crítica pasa”). Por tal motivo, incluye un ataque a los “[…] políticos,/Que con sus miasmas mefíticos/Corrompen a la República” (p.17):
[…] Lo que hay es, que hoy he mirado
Muy de cerca lo que son
Esos que tan sin razón
Se llaman hombres de Estado.
[…]
¿De Estado? No, no es verdad,
Que ellos piensan al revés,
Que el Estado de ellos es,
Y obran de conformidad.
Y lo esquilman, y lo explotan,
Y hacen de él su patrimonio:
¿De Estado? ¡Voto al demonio!
¡Y sus recursos agotan!
Un poco más adelante también retrata el desorden “indigno” en las sesiones del Congreso, con sus gritos, reclamos y silbidos (“¿Y esto es representación?”). Sin embargo, aunque el personaje de Fernando se acepta “opositor” e incluso autor de “filípicas/Con estilo acre y violento”, tras leer algunos periódicos comenta en diálogo con su amigo Ignacio que
La misión del periodista
Es tan noble, que yo pienso
Que es envilecerla mucho
Rebajarla hasta el denuesto.
Además, la autoridad
Siempre merece respeto.
IGNACIO.—¿Mas si abusa del poder?
FERNANDO.—Para eso prensa tenemos:
Denunciemos los abusos
Con energía, sin miedo;
Pero nunca a la diatriba
Ni al escándalo bajemos:
Esas injurias tan solo
Nos originan descrédito
Cuando leen nuestros diarios
En países extranjeros.
¡Con razón allá sostienen
Que no tenemos remedio!
IGNACIO.—Ya te vas acalorando
Y exageras…
FERNANDO.—¡Que exagero!
¿Pues qué idea han de formarse
Por allá de los gobiernos
Mexicanos, que no pueden
Dar un paso sin tropiezo?
Si al gobierno creen malo,
Dirán: ¿cómo es que ese pueblo
Que soberano se llama
No ha usado de sus derechos,
Para derribar al déspota
Que eligió tan sin criterio?
Si por el contrario juzgan
Que el que nos dirige es bueno,
Viendo tan rudos ataques
Dirán que dicta el despecho
Esa grita, y que nos rigen
Hombres que no merecemos.
Y de cualquier manera
El que pierde es nuestro pueblo,
Que o se le llame cobarde
O se le apellide necio.
En esta comedia decimonónica, para frasear lo escrito por Fernando García Ramírez sobre Gabriel Zaid (“Zaid y el gran teatro del mundo”), Manterola “desarrolla el tema del autor que dentro de su propia obra es consciente de que todo es una representación y así lo muestra con repetidos guiños dirigidos al público”. Por citar un ejemplo, después de relatar su experiencia en las agotadoras e injustas antesalas de las oficinas de gobierno, el personaje principal de la obra, Fernando (en gran parte un alter ego del propio Manterola), se propone escribir “una sátira fina” […] “En que estarán retratados” […] “El ministro y su oficina./O escribiré una comedia”. Esa comedia no es otra que Los amigos peligrosos. El juego de espejos se hace más agudo cuando otros personajes, conversando sobre las novedades teatrales, comentan la obra en la que actúan, dejando entrever el poco aprecio de cierto público de la época por el teatro nacional:
CAROLINA. —Y a propósito: ¿qué pieza
Dan hoy en el [teatro] Principal?
CARLOS.— Me temo que salga mal:
Cometieron la torpeza
De elegir una obra nula.
CAROLINA.— ¿Sí?… ¿Por qué?
CARLOS. — Si es mexicana…
CAROLINA.— Ya de verla tengo gana;
Pero ¿Cómo se titula?
CARLOS.— Se llama… sí, ‘Los amigos
peligrosos’… ya recuerdo”
Todo lo anterior tan sólo en el primer acto, en cuyo cuerpo comienza también a perfilarse el tema principal de la obra: las consecuencias negativas que algunas amistades, ya sea nominales o reales, pueden producir. O en palabras de Manterola:
Qué hay amigos sostenía,
Que afectan nobles pasiones,
Desmintiendo sus acciones
Su aparente simpatía.
Y me faltaba añadir,
Que otros con buena intención
Y amigos de corazón,
Males suelen producir
Por un exceso de celo
Acaso mal entendido…
Siguiendo formalmente a Gorostiza, Manterola alterna en esta obra el romance con la redondilla (una constante que repetirá en Mundos imaginarios y mundos reales, su otra obra en verso). Temáticamente, si bien puede existir alguna influencia del teatro hispanoamericano en esta obra —pienso en El amigo íntimo (1825), trabajo de Gorostiza inspirado a su vez en el vodevil francés Monsieur sans gêne ou l’ami de collége (1816) de Desaugiers y Gentil, según Jean Belórgey (“Manuel Eduardo de Gorostiza, traductor entre dos mundos”)—, el modelo principal se encuentra, a mi parecer, en una novela epistolar de la francesa Sophie Cottin (1770–1807): Claire d’Albe (1799), obra que su autora escribió en menos de quince días por la necesidad de obtener recursos para ayudar a su amigo el Conde de Vaublac. Como en el caso de Les Compagnons du Silence, imagino que Manterola pudo leer la obra en francés.
Dicho sea de paso, la obra de Cottin fue traducida al inglés como Dangerous friendship or The letters of Clara d’Albe en 1807 por Eliza Crawford Godefroy (1780–1839) e impresa en Baltimor por Joseph Robinson. En España, como apunta Beatriz Martínez de Ojeda (“Claire D’Alba [1799] de Mme. Cottin y la traducción al español de 1822”), a partir de 1822 circuló una traducción anónima con el título de Clara de Alba. Novelita en cartas. Según D. M. Lauri, editor español de la novela en 1832 (Clara de Alba, novela en cartas, Librería de Cerda y Saurí), esta obra
presenta los peligros a que se expone una esposa y madre que da entrada en su corazón a una amistad indiscreta; se hace ver la imprudencia de un marido viejo cuando permite a una mujer joven un trato íntimo con un mozo, por más honrado y virtuoso que sea.
Siguiendo el espíritu artificial —de intriga fingida— de Gorostiza, Manterola evade en su obra el desenlace fatal, romántico, de la novela de Sophie Cottin. No podía ser de otro modo. Católico más que romántico, Manterola fue siempre el autor de un teatro moral que, en el caso de Los amigos peligrosos, buscaba dar consejos de conducta conyugal a sus compatriotas (p.123):
Vive solo con tu esposa
Y lejos de los amigos,
Pues la dicha pudorosa,
Para que fuese gustosa,
No necesita testigos…
Como reconoció en su momento José Peón Contreras, Manterola realizó con su teatro moral un bien a la nación, colaborando en la educación sentimental de la sociedad mexicana, “porque vapulando los vicios que la corroen, y ridiculizando las preocupaciones que la extravían, habrá usted contribuido a la depuración de las costumbres”.
Algunos años después la obra regresaría a las tablas. Gracias a un acuerdo con el entonces presidente Lerdo de Tejada —“deseoso de conseguir el apoyo de los intelectuales y literatos” promoviendo el arte dramático nacional, según E. Bryan (“Teatro popular y sociedad durante el porfiriato”)—, el actor español Enrique Guasp de Péris decidió regresar a la escena Los amigos peligrosos junto con La otra vida, obra —dice Olavarría— “escrita en verso por el buen poeta lírico José Monroy”, el 20 de noviembre de 1875. Estas obras “debieron alternarse con piezas del repertorio español como El libro talonario, de José Echegaray, El forastero, de Mariano Pina Domínguez, No la hagas y no la temas, de Eusebio Blasco, o Un drama nuevo, de Tamayo y Blas” (Raquel Velasco González, Las representaciones del esplendor).
Por desgracia, en esta ocasión la obra de Manterola no tuvo una recepción tan positiva. Según El Monitor Republicano, diario citado por Olavarría, al público de entonces ya “No le gustan las piezas mexicanas”. Con todo, apunta el cronista, a Los amigos peligrosos se le puede contar entre “los éxitos más o menos francos y efectivos” de Guasp, junto con “Gil González de Ávila, La Hija del Rey y Hasta el Cielo, de Peón Contreras; María, de Bianchi; Sor Juana, de Rosas; Conjuración de México, de Gustavo Baz; Ambición y coquetismo, de Segura; María, de Obregón; Amor con amor se paga, de Martí; […] La caja de dulces, de Delgado, y El esclavo, de Zayas”.
Siberia en México
Según Enrique de Olavarría y Ferrari, en el Teatro Nuevo México, la Cañete y la Amat estrenarían Isabel Lopouloff, drama “que, como los anteriores, valió a Manterola muchos aplausos y grandes elogios”. A decir de Susan E. Bryan, el Nuevo México era un humilde teatrillo de barrio, como La Democracia y el Guerrero. Se trataba de lugares que las asociaciones obreras frecuentaban “para sus reuniones sociales en las que daban discursos, tocaban música y leían poesías” y donde se podían ver las “obras serias y moralizantes del teatro obrero”.
En el Nuevo México (según Leticia Algaba, en Guillermo Prieto, Obras completas X. Crónicas de teatro y variedades literarias), la sala principal estaba organizada “sin el punto de apoyo en el morrillo, como en el Teatro Principal, y sin el recurso del anónimo en esos nidos que apellidan ventilas”: “se presenta en pie y de cuerpo presente el espectador, con despreocupación democrática, y el chal, y el rebozo, y el jorongo, y el plateau, suelen ofrecer un destello de igualdad republicana”.
En su “Correo de los teatros” (Revista Universal, 26 de febrero de 1876), José Martí recordaría haber saludado a Manterola en este recinto: “Allí tuvimos la ocasión de felicitar al Sr. Ramón Manterola, autor de Isabel Lopouloff, interesante drama que se ponía en escena; saludamos a la Sra. Cañete, que todavía sabe entusiasmar y conmover en el teatro; apreciamos el efecto con que veía el público la producción”.
Isabel Lopouloff. Ensayo dramático en cuatro cuadros y en prosa (editado por la Imprenta de Ignacio Escalante en 1873) es un drama imaginario basado en el caso real de Prascovia Lopouloff, una joven de diecinueve años, habitante de la villa de Ischim en Siberia, que en 1803 viajó a pie y sin recursos hasta San Petersburgo —en un viaje peligroso que duró un año— a fin de implorar al zar Alejandro I el perdón para su padre, un capitán del ejército ruso que había sido condenado al exilio siberiano.
Sobre este hecho, Sophie Cottin escribió la novela Élisabeth ou Les Exilés de Siberie (de 1806), que ha sido traducida en España como Isabel o los desterrados de Siberia. En 1825 Xavier de Maistre narraría nuevamente la travesía, aunque con tintes más realistas, en La jeune Sibérienne (La joven siberiana).
Los personajes en esta obra de Ramón Manterola son Nicolás Lopouloff (padre dulce, aunque “débil y achacoso”, “no tanto por la edad cuanto por los pesares y fatigas”), Catarina (esposa de Lopouloff), Isabel (hija “noble y generosa” de “corazón puro”, “ángel de virtud y de candor”), la generosa campesina Ana, la Condesa, Estanislao (elegante hijo de la Condesa), el bigotudo soldado Alejo Konowsky (que algo tiene de don Quijote), el villano Augusto Deniloff, un barquero, un carcelero, un oficial, un criado y algunos gendarmes.
Según Manterola, “la acción pasa, en la Siberia el primer cuadro, y en Rusia los siguientes”, durante el año de 1827. Siguiendo el drama histórico, ocurre que Lopouloff sufre desde hace muchos años un injusto destierro en Siberia, donde vive con su familia en la miseria. Su hija Isabel, que “adora a sus padres y pasa su tiempo entre el estudio y el ejercicio de la caridad, que prodiga a manos llenas entre los desgraciados” del lugar, se propone viajar a Rusia para hablar con el zar Nicolás a fin de convencerlo sobre la inocencia de su padre y de esta manera obtener su vindicación junto con la devolución de todos sus bienes confiscados. Resulta, nos internamos ahora en el drama imaginario, que Lopouloff ha sido acusado falsamente de conspirador por el cortesano Deniloff, quien cautivado por la belleza de Catarina pero rechazado, fue también “insultado y abofeteado públicamente” por Lopouloff.
Aunque los primeros cuadros del viaje tienen interés (Isabel enfrenta los peligros de la naturaleza, es atrapada por algunos bandidos y enfrenta los obstáculos que el mentiroso Deniloff coloca en su camino), el final de la obra, como en El precio de un secreto, resulta forzado.
Isabel Lopouloff es un drama en blanco y negro sobre los peligros del mundo, el amor filial y las recompensas divinas por las buenas acciones. Pudo ser la mejor obra de Manterola, de no haber apresurado su final. Al menos, al retratar pobreza e injusticia, fue un drama que tuvo el acierto de mostrar lo siberiano de México.
Infiernos nada imaginarios
La última obra de Ramón Manterola, Mundos imaginarios y mundos reales. Juguete cómico en tres actos y en verso (Imprenta de Filomeno Mata, México, 1881), tiene por tema la desgracia personal —y hasta cierto punto familiar— que resulta de olvidar el mundo real por los imaginarios.
El título de la obra parece aludir a un libro del astrónomo, cuentista y espiritista francés Camille Flammarion (1842–1925): Los mundos imaginarios y los mundos reales: viaje pintoresco al cielo y revista crítica de las teorías humanas científicas y romancescas, antiguas y modernas sobre los habitantes de los astros (1865).
Al parecer, la música científica de las esferas impresionó al católico Manterola, pues los descubrimientos astronómicos de la época lo llevaron a ser un no creyente del cielo y del infierno (en sus palabras:
La Astronomía en sus progresos, aniquilando los móviles y esferas de Ptolomeo, y llenando de mundos reales o en vía de formación el espacio infinito, no ha dejado ya lugar para el Empíreo, y ha influido en que se modifique nuestra percepción de un Dios colocado en un sitio especial, destruyendo a la vez las nociones de un Cielo y un Infierno, tales como se concebían en la Edad Media),
tal y como se lo recriminó el presbítero Emeterio Valverde Téllez en su Crítica filosófica (Tipografía de los sucesores de Francisco Díaz de León, México, 1904, p.421).
De haber vivido en el siglo XX, imagino, Manterola hubiera consultado con gran interés dos obras: Historia de los infiernos de Georges Minois e Historia del cielo de Collen McDanell y Bernhard Lang. Sin embargo, Ramón Manterola no fue (para frasear a López Velarde) un jacobino de época terciaria ni un católico de Pedro el Ermitaño.
Manterola intentó, hasta donde pudo, conciliar a la ciencia con la fe. Por eso, en su Ensayo sobre una clasificación de las ciencias (Imprenta del Gobierno, México, 1884), en el que curiosamente cita la obra Dieu dans la Nature de Flammarion, Manterola incluyó entre las ciencias de orígenes y causas a la Teognosia, aquella que busca el conocimiento de Dios.
La historia de Mundos imaginarios y mundos reales se desarrolla durante la década de 1870. Los personajes son apenas cinco: María (muchacha de mal genio, irreflexiva y caprichosa), Lola (prima de María), don Bonifaz (viejo astrónomo y padre de María), Enrique Colmenar y Alberto de Malabrigo (ambos pretendientes de María). La escena transcurre en México, en la casa de don Bonifaz. A María, extraviada en los mundos imaginarios, no hay hombre que le agrade, porque, como señala Colmenar (p.18):
[…] así como el hidalgo
Quiso hacerse aventurero
Y olvido el mundo real,
Así María, creyendo
Que somos muy defectuosos
Los hombres, un mundo nuevo
Se ha forjado, en sus lecturas
Y en sus tipos novelescos…
[…]
Y no hay un hombre
A quien no le halle defectos
Porque ninguno atesora
De su ideal, los sentimientos,
Las acciones; y aun los vicios
Y los trajes; que todo esto
Ha de reunir quien logre
Satisfacer sus deseos
[…]
Vacilaba entre Dantés,
Y los cuatro mosqueteros;
Pero ahora, decidida
La ves por otros nuevos:
Salvador el Mohicano,
Y Rodolfo el duque obrero…
María decide sacrificar el amor real a los espejismos de lo imaginario. Como consecuencia, menosprecia al hombre real que la ama, Enrique Colmenar. María también lo amaba, pero acepta sus sentimientos ya muy tarde, y sólo alcanza a realizar un berrinche al ver conformada la pareja de Lola y Enrique.
Con el paso del tiempo, esta pequeña obra del siglo XIX ha ganado vigencia. Sobre todo en el actual contexto mediático, tan saturado de modelos imaginarios: actores de cine, cantantes y otros personajes de ficción —a veces todavía novelesca.
Para Manterola los mundos imaginarios forman parte del mundo real. El cielo y el infierno existen, pero no como una realidad metafísica. Son, antes que una fatalidad, el resultado de las decisiones que tomamos en nuestro día a día. Al final, los paraísos imaginarios conducen al infierno. Y el infierno, como decía Georges Bernanos —en Diario de un cura rural—, es la falta de amor. ®