El 25 de marzo de 1911 se incendió la sede de la fábrica Triangle Shirtwaist en los pisos 8, 9 y 10 del Edificio Asch en Nueva York. Ahí murieron 123 mujeres y 23 hombres.
Pauline y Vicenza miran la luz mortecina que ilumina apenas la entrada de la fábrica. Salieron de su casa cuando la oscuridad era aún dueña de la calle. En el marzo de Nueva York las mañanas de primavera son siempre tímidas: las noches entregan con lentitud cada metro cuadrado. Pauline tiene veintiún años, Vicenza catorce. Ambas llegaron muy pequeñas desde Italia a principios de siglo. Sus padres alquilaron dos cuartos en un suburbio de Nueva York en el que el inglés nunca fue la primera lengua. Los vecinos, orgullosos de su origen, se comunican en una mezcla de dialectos de distintas provincias del Mediterráneo. Ellas nacieron en Sicilia, y crecieron discretas y pausadas, vigiladas por los silencios de su madre y la amabilidad desdentada de su padre.
Pauline empezó a trabajar en pequeños talleres de costura apenas cumplió los doce años. Sus manos adquirieron una destreza inusitada para coser delantales, pañuelos y blusas. A los catorce entró en los grandes talleres de la Triangle Shirtwaisten Manhattan. Todas las mañanas, Padre y la pequeña Vicenza solían acompañar a la joven hasta la entrada del Edificio Asch. En el noveno piso, el lugar de trabajo de Pauline es el mismo desde hace siete años: una silla que ella siente como si estuviera pegada a sus vértebras; una lámpara tuberculosa con cuya luz moribunda ensarta botones y remienda ojales; una mesa poblada de algodón, lino y organdí; un espacio apenas suficiente para acomodar las piernas.
En su primer mes de trabajo, un par de palabras que escaparon de su boca fueron suficientes para descontarle el pago del día y amenazarla con el despido si insistía en hablar mientas cosía. Cuando se enteraron sus padres la reprendieron sin reserva.
Hace un año que Vicenza se unió a la misma empresa. Las chicas trabajan de lunes a sábado. Ganan algunos dólares por los cientos de prendas que terminan durante las once horas de jornada. Vicenza es más vivaracha que su hermana: juguetona, sonriente y de fácil plática, en los últimos meses ha aprendido que su carisma no es bienvenido aquí. En su primer mes de trabajo, un par de palabras que escaparon de su boca fueron suficientes para descontarle el pago del día y amenazarla con el despido si insistía en hablar mientas cosía. Cuando se enteraron sus padres la reprendieron sin reserva. Padre ya es viejo y gana menos como albañil en las grandes obras de Manhattan. La familia necesita el dinero para pagar el alquiler. Desde entonces, las palabras aprendieron a morir graciosamente en la boca de Vicenza. Para compensar su silencio la niña elige por las tardes una mirada juguetona para distraer a su hermana de su agotadora jornada. Debe hacerlo con cuidado. Nikolai, el capataz, un rubio miserable cuyos padres emigraron de Polonia, la vigila con insistencia. Espera, agazapado, la oportunidad para echar a las hermanas junto con una decena de mujeres que le desagradan.
Las hermanas entran, caminan por el centro del ala principal de la fábrica. Varias de sus compañeras rusas, judías, polacas, húngaras y rumanas ya están instaladas en las largas mesas. El lugar de Pauline está exactamente frente al de Vicenza. Ambas se sientan bajo la mirada de halcón de Nikolai. Acomodan sus máquinas, las engrasan, se unen al estruendo con que inundan al aire con las máquinas de coser.
En el fragor, Pauline piensa que por fortuna casi no se escucha a sí misma: no quiere saber nada de ese murmullo que le recuerda que tiene cuatro meses de embarazo. Enzo la miró tres veces salir ya muy noche y cruzar la avenida sin esperar a su padre. La primera vez, Enzo la llamó con sorna. Ella bajó la mirada, no contestó, pero sintió cómo una sonrisa le nacía en el pecho. La segunda vez tampoco contestó, pero la sonrisa le invadió las costillas, la espalda, el deseo. La tercera vez Pauline no escuchó a Enzo: un brazo fuerte la tomó de una muñeca y la arrastró a un callejón. Su boca muda por el susto empezó a sollozar cuando Enzo la violó. La sonrisa, que esa tarde se le había instalado en el cuello, se convirtió en una daga llena de llanto que rasgó sus entrañas con el mismo furor con que las tijeras de Pauline rasgan el lino para coser camisas. Ella lleva esas tijeras a todos lados en la bolsa de su uniforme; el llanto lo lleva también a todos lados, alojado en las entrañas. Enzo jamás volvió a mirarla.
Sus padres no lo saben. Debajo de su vestido Pauline ha puesto suficientes pliegues para confundir a la cría que teje en el vientre con el frío propio de estos meses. Si Nikolai se da cuenta de que ese bulto no está hecho de tela no tardará en comunicárselo al patrón para despedir a Pauline y a su hermana.
Pauline, sentada frente a su máquina, siente al mediodía un espasmo: pierde el color y sus ojos crispados se clavan en el suelo buscando algún consuelo extraviado. Quiere ir al baño, pero no le está permitido hasta el receso después de la comida. Vicenza lo nota: le dirige una mirada preocupada. La pequeña extiende el brazo a través de la mesa simulando que va a tomar un trozo de tela, quiere alcanzar la mano de su hermana. Un gemido sube por el cuerpo de Pauline. Con un pañuelo en la boca, ella lo reprime y le arranca el ímpetu. El gemido se vuelve tan lento que no llega a sobrepasar la línea de la dentadura, sino que se diluye en algún lugar entre la garganta y los labios. Ahí, en medio del dolor, ella se aferra a la máquina y siente el piso de la fábrica como un destino antiguo y desierto. Un destino que se apodera de sus piernas, de su cuerpo, de su vientre que se retuerce. Pauline entiende que su hija —porque sabe que tendrá una niña— estará en algún momento frente a una máquina similar y se dedicará, como ella, a reprimir el ímpetu de los gemidos. Su embarazo, como el de todos los pobres, es una de las formas más directas de contagiar al futuro de miseria.
Nikolai se acerca con su cabeza de buitre escapando de sus hombros: Vicenza lanza una mirada de alerta a Pauline. Las hermanas se recomponen. El polaco les dedica un gesto de desprecio y sigue su camino con el ceño fruncido, con los hombros inclinados, con algún pedazo de furia atrapado dentro del pecho. Nikolai piensa que las mujeres de la fábrica pertenecen a especies extrañas: judías, italianas, rusas, gitanas. La familia de Nikolai no tiene ni dos generaciones en América, pero él cree que las trabajadoras inmigrantes vienen marcadas por la estupidez y la holgazanería de manera irremediable. No se puede confiar en una sola de ellas. Si uno quiere que trabajen como deben se tiene que gastar energía vigilándolas. A la menor oportunidad esas haraganas escapan a alguna ventana a fumar un cigarrillo, a guardar tela para robarla del taller, o peor aún: a repartir propaganda para formar un sindicato. Son tiempos difíciles. En los últimos años, varias irresponsables se han unido a las protestas contra los patrones de los talleres de costura de todo Nueva York. Han repartido volantes en las calles, gritado discursos sobre las aceras y marchado en manifestaciones que amenazan a la industria. Han sido apoyadas, incluso, por mujeres adineradas que pagan las fianzas cuando la policía encierra a alguna para evitar disturbios.
Para Nikolai todo esto es incomprensible. Los jefes se lo han explicado innumerables veces. Hay demasiadas cosas que dependen de la industria como para permitir desmanes: el desarrollo del país, las ganancias de la empresa, las necesidades de los compradores, el pan para que las familias distraigan el abandono del estómago. Nikolai está convencido: sonríe de satisfacción cada vez que logra capturar a alguna rebelde. Tan solo en este año, gracias a sus habilidades de sabueso, la empresa ha logrado identificar a una veintena de desobedientes. Todas ellas fueron despedidas de inmediato. El capataz recibió una comisión extra por cada una de las mujeres que se quedaron sin trabajo.
La mayor parte de las activistas son judías. Muchas de ellas deben conseguir el sustento de la familia, pues sus maridos están consagrados al estudio del Talmud. Pauline es una de las pocas italianas que han participado en las protestas. Sus padres, por supuesto, no lo saben. Hace algunos años, siendo aún una de las obreras más jóvenes de la fábrica, Pauline acabó de casualidad con sus compañeras en una asamblea. Mientras decenas de hombres se turnaban la palabra, ella descubrió a una pequeña judía cuya figura tensa era como un torbellino mal contenido. Clara Lemlich, desesperada después de horas de discursos llenos de precauciones, levantó su voz. Pauline nunca olvidará las palabras con las que finalizó aquel discurso:
Ya he escuchado a los oradores. No tengo más paciencia para seguir hablando porque soy una de las que sufre las cosas que se han descrito aquí hasta la saciedad. Creo que debemos dejar de hablar y movernos sin duda hacia la huelga general.
Miles de hombres y mujeres aplaudieron. Después votaron en yiddish, con la mano en alto: “Si traiciono la causa que ahora juro, que esta mano se marchite del brazo que ahora levanto”.
Las palabras del juramento fueron traducidas al rumano, al italiano, al ruso, a todos los idiomas necesarios para que fueran entendidas por los colegas que no eran judíos. La multitud salió a la calle para organizar la primera gran huelga general de Nueva York. La ciudad quedó sorprendida por aquellas mujeres obstinadas que caminaban en medio del viento y la lluvia de invierno con sus vestidos oscuros, sus sombreros amplios, sus abrigos deslucidos. Algunas cargaban aún las máquinas de coser en la espalda.
Aquella tarde, casi sin pensarlo, Pauline terminó en la primera línea cuando los organizadores decidieron que debían ser mujeres las que encabezaran la marcha. No levantó la mano, no dio un paso al frente, ni siquiera pronunció su nombre. Sencillamente se colocó entre las otras chicas de la vanguardia, extendió sus manos para sostenerse de sus compañeras, bajo la mirada, y empezó a caminar con un silencio imbatible. Nada la hubiera obligado a hablar. Nada la hubiera podido detener.
Desde entonces Pauline formó parte de varios comités. Ahora mismo, frente a la máquina de coser esconde, entre la abundancia de las telas de su vestido, volantes que repartirá camino a casa. No es una tarea fácil. Demanda una discreción no muy frecuente. Las líderes de su fábrica han sido despedidas y debe hacerlo sin que Vicenza sospeche nada. Por su parte, desde hace meses Nikolai se encarga de cerrar las puertas de la fábrica durante la jornada para que las activistas no se puedan colar al interior.
Las mujeres regresan de la comida. Entre cuchicheos que se apagan se acomodan en sus asientos. Vicenza tiene aún en sus manos un pedazo del panqué que comió de postre. Nunca se puede acabar la comida, pero los restos del postre le sirven de alivio cuando el hambre le aqueja por la tarde. Lo come con una habilidad igualmente eficaz para meterlo por trozos en su boca que para vigilar, al mismo tiempo, la sombra del polaco. Se sienta en su lugar. No le disgusta su trabajo. Sentir la máquina de coser en sus manos es como galopar en un caballo de metal poco sociable, pero más ruidoso. Mientras maneja las riendas con firmeza, Vicenza hace juegos en su mente: cuenta el número de blusas que ha terminado en la semana, imagina a la esposa de Nikolai como una momia milenaria, sueña con un árbol de Navidad que comprará a fin de año. Ella ama, por sobre todas las cosas, la Navidad. La espera con una impaciencia de niña que no ha cambiado con su estatus de trabajadora. Aún son finales de marzo, faltan casi nueve meses para poder disfrutar de la nieve, las fiestas familiares y la cena, pero Vicenza ya imagina que las centenas de blusas, los cajones llenos de botones y las mesas plagadas con telas de distintos tipos son esa pradera blanca y nocturna con luces de colores en que la gente camina sonriendo sin parar. Vicenza no deja de coser dobladillos mientras piensa con el paladar el pescado tradicional que su madre prepara para la ocasión. Con esos colores en la boca Vicenza se levanta para ir por una paca de lino azul que necesita para la nueva ronda de blusas. De su lado ya no quedan reservas, tiene que ir al otro lado de la fábrica. Cruza la mitad del piso con presteza. Es entonces cuando ve, en una de las esquinas lejanas, una nube de humo que asciende. Casi tan rápido como la imagen, llegan hasta ella los gritos de alarma que anuncian el incendio…
Sarah es la primera en gritar. Anna es la siguiente. No tarda mucho tiempo en hervir el escándalo. Una chica de unos veintiséis años, regordeta y con demasiadas pecas en las manos, se dirige corriendo y envuelta en llamas hacia Vicenza. Es como una hoguera que se abalanza. Vicenza salta y logra esquivarla: con el pánico metido en sus lágrimas corre hacia donde está Pauline. En pocos minutos siluetas con la piel ardiendo corren también por ese lado del edificio. Grita el nombre de su hermana sin poder verla.
Los alaridos de las mujeres se esparcen, la piel cae con las ropas, el grito de un aire candente quema todas las voces. Las hermanas por fin se alcanzan. El incendio acecha a todas lamiendo las carnes con la punta de sus llamas. Como un niño malcriado o como una epidemia sin remedio, el fuego pasa de vestido en vestido y de cabello en cabello: el niño hace retorcer los cuellos; la epidemia consume los vientres; ambos devoran las manos despellejadas.
Nikolai grita desesperado en busca de recipientes con agua. Blasfema, insulta y se abre paso a golpes para alcanzarlos. Su bata se enciende en uno de esos movimientos y el fuego se traga su cuerpo fornido, su mentón cuadrado, su barba hecha una antorcha sibilante. Pauline y Vicenza intentan llegar a la entrada, pero es imposible atravesar un pasillo de estatuas hirvientes que se agitan en el piso. Decenas de mujeres se arremolinan en las salidas de emergencia. Nikolai y los jefes se encargaron de atrancar todas las puertas para que no se les metieran los agitadores de las calles. Dejaron fuera la revolución, prefirieron encerrar al infierno.
Los ventanales estallan. Si alguien los rompió buscando una vía de salida o el propio incendio quiso invadir el mundo es imposible saberlo. Desde el noveno piso el Edificio Asch vomita cristales sobre los bomberos cuyas mangueras no alcanzan ni siquiera la parte baja del incendio. Las ráfagas de aire helado que ahora entran por los boquetes del edificio avivan las llamas sobre decenas de cuerpos atormentados. En su desesperación, las mujeres saltan al vacío para escapar del manantial de fuego que se les mete por la carne, por los ojos, por los poros de la piel. Algunas que no han sido alcanzadas por las llamas, presas del inaguantable hedor, prefieren saltar antes de oler sus vísceras chamuscadas. En las calles sólo se escuchan los zumbidos de manchas centelleantes que caen del cielo. Son zumbidos instantáneos que se consumen con un aplauso en el asfalto. Montículos de carne encendida quedan esparcidos sobre las aceras.
A Pauline sólo le queda luchar por ella y su vientre preñado. La joven se revuelve con sus compañeras frente a las puertas. Sin nada más a la mano, el último recurso que tienen son ellas mismas. Amontonan sus piernas humeantes, sus pechos dolientes, sus brazos gastados…
Por fin Pauline y Vicenza alcanzan el grupo que se arremolina en la entrada. Palas, picos, desarmadores, cuchillos: usan todas las herramientas que tienen para intentar abrir las puertas. Estrellan pedazos completos de maquinaria sin conseguir que las puertas se muevan un centímetro. Una viga que rebota violentamente se le clava en la pierna a Vicenza. Pauline trata de sostenerla y lanza un grito desolado cuando la pierde de vista. Sangrante y desesperada, Vicenza no puede moverse con rapidez y es aplastada por la multitud: ahí quedan su cuerpo de catorce años, su sonrisa pícara, su árbol de Navidad y sus postres clandestinos. La delicada cara de la pequeña se pierde deformada entre cadáveres prensados que se acumulan como una montaña de dolor humano. A Pauline sólo le queda luchar por ella y su vientre preñado. La joven se revuelve con sus compañeras frente a las puertas. Sin nada más a la mano, el último recurso que tienen son ellas mismas. Amontonan sus piernas humeantes, sus pechos dolientes, sus brazos gastados, sus caderas desacomodadas, para empujar las puertas con el hígado, con los riñones, con la lengua, con los sexos.
El fuego al fin alcanza al grupo y todo se vuelve una pelota de llamas que se sacude sin parar. Las manos, los brazos, las cabezas terminan en un baile luminoso y macabro. Pauline y su hija se suman sin remedio a la locura de esa danza. La madre y la hija se unen a la tía: un triángulo convertido en pedazos de carbón sin tiempo.
Como labios de un rostro severo las puertas de la fábrica se sellan con obstinación: todas las costureras del Edificio Asch corren la misma suerte. Las puertas se abrirán después para que Padre pueda buscar a sus hijas. Padre no las encuentra.
Nadie encuentra a nadie. Hay quienes dudan si esas mujeres de verdad han existido. ®
Esta tragedia es uno de los referentes históricos más importantes que se conmemoran el 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora. Una de las mejores crónicas del suceso es Triangle: The Fire That Changed America, de David von Drehle. El Edificio Asch, hoy rebautizado como Edificio Brown, se encuentra entre Greene Street y Washington Square East en Manhattan. Hoy en día es sede de la Universidad de Nueva York.