“El conocimiento es una forma de éxtasis”, dice Carl Sagan. Hoy se busca el éxtasis por vías que no siempre terminan bien y el conocimiento es visto con sospecha y hasta con temor. Si el universo que hay en un grano de sal atrae inteligencias juveniles, este libro* habrá cumplido su primera finalidad.
El final del pozo: la información
Tenemos moléculas que están formadas por átomos. Éstos a su vez por electrones, neutrones y protones. Los últimos resultaron compuestos y no elementales, formados por partículas a las que se dio el nombre de quarks. Hay indicios de que el quark podría estar compuesto. Todos a su vez podrían no ser otra cosa sino las diversas formas de vibración de minúsculas cuerdas en la longitud de Planck. Y, finalmente, el último sustrato podría ser información.
La información es un concepto, no una cosa en el mundo. Ésta es la postura sensata. Como siempre en cuántica, no es la sensatez quien gana. Algunos físicos plantean que la información es el último elemento en la composición del universo. “Unos pocos van tan lejos como para sostener que la información puede ser el más fundamental de todos [los ingredientes]; que masa y energía podrían de alguna manera derivarse de la información” [Johnson, Fire in the Mind, p. 111].
Sigamos de cerca el relato que hace George Johnson en su admirable obra Fire in the Mind. Las citas estarán tomadas de allí, y todo este apartado es un resumen de su capítulo 4, más acotaciones propias.
Johnson comienza por señalar que todo en el universo se puede reducir a cuatro aspectos elementales: masa, energía, espacio y tiempo. Pero quizá podamos dejar sólo dos: energía y espacio-tiempo, como ya hemos visto páginas atrás. El físico polaco Wojciech Zurek, ahora ciudadano estadunidense que trabaja en el famoso Los Alamos National Laboratory, lanzó un manifiesto con el título “Complejidad, entropía y la física de la información”, donde propone otro ingrediente básico del universo: información. “El fantasma de la información recorre el mundo”, comienza su manifiesto. Al fin polaco anterior a la caída del Muro, y a diferencia de Johnson, Zurek conoce la frase con que da inicio el Manifiesto Comunista de Marx y Engels.
La información es un concepto desarrollado por Claude Shannon, quien trabajaba para los Laboratorios Bell, para estudiar la mejor manera de codificar señales de tal manera que pudieran transmitirse sin que las afectara el llamado ruido de las líneas, un efecto producido por la vibración al azar de las moléculas de cobre de los alambres telefónicos. Publicó sus investigaciones en 1948 y de ellas se deriva la que conocemos como teoría de la información.
El demonio de Maxwell
Un siglo antes de los estudios de Shannon sobre la información el ingeniero militar francés Sadi Carnot demostró que no había forma de utilizar el cien por ciento de la energía en un motor de vapor, siempre algo se perdería en forma de fricción, de calor. Eso puso punto final a la vieja búsqueda de una máquina de movimiento perpetuo. Una podría ser un generador eléctrico que da electricidad a un motor eléctrico que hace girar al mismo generador. Funcionarían así acoplados perpetuamente si no fuera porque buena parte de la energía se disipa en el ambiente como calor: el de la fricción de las máquinas, el de la fricción de la electricidad en los cables. Es otro límite de la naturaleza: nuestras máquinas no pueden funcionar sin desperdicio. Un alemán en Berlín, Rudolph Clasius, le puso nombre a esa pérdida inevitable de energía: entropía, que en griego es “vuelta”.
Entropía es el nombre que se da a la tendencia universal al mayor desorden, postulada en la segunda ley de la termodinámica. Una casa abandonada a su suerte comienza a deteriorarse: se rompen los vidrios, se carcome la madera, se agrietan las paredes, se derrumban los techos, se aplana cada vez más hasta que cada ladrillo vuelve al suelo y tenemos un promontorio sin forma donde crecen las hierbas.
Entropía es el nombre que se da a la tendencia universal al mayor desorden, postulada en la segunda ley de la termodinámica. Una casa abandonada a su suerte comienza a deteriorarse: se rompen los vidrios, se carcome la madera, se agrietan las paredes, se derrumban los techos, se aplana cada vez más hasta que cada ladrillo vuelve al suelo y tenemos un promontorio sin forma donde crecen las hierbas. De un estado ordenado pasó al más desordenado posible. Vemos casas venirse abajo solas, pero nunca veremos casas levantarse solas y llenarse de nuevo de cortinas, tapetes y jarrones con flores porque la flecha de la entropía tiene una sola dirección: de menos a más, de orden a desorden. Es una de las flechas del tiempo, pues los sistemas avanzan en ese sentido y no son igualmente posibles las situaciones inversas. El universo entero avanza de estados ordenados, como las estrellas, a estados desordenados que acabarán por convertirlo en una helada extensión homogénea y sin rasgos, a menos que alguna fuerza, la gravitación por ejemplo, revierta el proceso.
Maxwell ideó un experimento mental que parece quebrantar esta ley. Imaginó dos depósitos conectados entre sí, uno de los cuales está lleno de un gas. Si abrimos la válvula entre los depósitos el gas se dispersará por ambas cámaras hasta alcanzar estabilidad; pasa de un estado de baja entropía y alta organización (todo el gas en un lado), a uno de alta entropía y baja organización. El gas fluye de un compartimento al otro por los movimientos al azar de sus moléculas. Ese flujo lo podemos utilizar para mover algún pequeño mecanismo, digamos una turbina productora de electricidad, y así encendemos un foco. Pero con el gas estabilizado en ambas cámaras no tenemos flujo alguno; tampoco hay electricidad ni luz. Para repetir el procedimiento tendríamos que invertir energía en volver a bombear el gas a una de las cámaras. Tenemos pues un costo en energía. Ahora Maxwell imagina un ser inteligente y diminuto que, junto a la válvula, observa cada molécula que se aproxima. Deja pasar las de movimiento rápido hacia la cámara vacía y no las deja regresar en el sentido contrario. Así, acabará de nuevo lleno uno de los compartimentos y vacío el otro. Si abrimos la válvula, tenemos otra vez un flujo, éste moverá la turbina y así encenderá el foco. Resultado: energía gratuita porque no debimos gastar nada en recargar el gas. La inteligencia parece haber vencido a la segunda ley de la termodinámica.
Pero no es así. Cualquier intento de sustituir al pequeño demonio imaginario por un artefacto, digamos una válvula unidireccional, que haga el mismo trabajo y permita pasar a toda molécula que llegue en un sentido y a ninguna en el contrario, tendrá un costo: la fricción, el calor. Para que la válvula funcione debemos pagar su gasto en energía. Comprimir el gas a una sola cámara no es gratis. Hay un gasto de energía.
Otra vez el colapso de ondas
De esta manera, la información, no la mente consciente, sería la responsable de que un electrón observado se comporte de tan distinta manera que uno no observado, según vimos en numerosos ejemplos. “Como la masa y la energía, la información sería irreductible, estaría en las raíces de la creación”
Pronto se observó que la información era lo opuesto a la entropía, o desorden al que tiende todo estado. Cuando la entropía aumenta, la información se pierde. Imaginemos una molécula de agua. Tenemos muchos datos, mucha información: número de elementos, número de átomos de cada elemento, estructura de la molécula, distribución de las cargas eléctricas, etc. Pero si rompemos esta molécula, toda esa información se pierde, y sólo permanece la información que conforma cada átomo de hidrógeno y de oxígeno: cuántos protones, cuántos electrones. Todavía puede actuar la entropía y alcanzar un estado de mayor desorganización, el de electrones y protones sueltos, sin formar parte de átomos. Ha aumentado la entropía y ha disminuido la información. Ahora basta con la información general del electrón o el protón, que es menos que la del átomo. La información se puede considerar una medida, una tan simple como 1 o 0: la presencia o ausencia de algo; sí o no es la mínima información.
Yendo más allá de las leyes de la termodinámica, algunos creen que la información juega un papel aún más profundo: de acuerdo con algunas interpretaciones de la teoría cuántica consideradas por Zurek y su círculo, sin información no habría nada que se pareciera a lo que llamamos mundo real [pp. 111-112].
En capítulos anteriores vimos el problema planteado por la observación de una partícula. Un electrón no existe con los rasgos que para nosotros son la marca misma de la existencia, con posición en el tiempo y en el espacio, sino como una onda de probabilidad, más bien un paquete de ondas, una superposición de todas las trayectorias posibles. Vimos que una observación colapsa el paquete de ondas y nos deja un estado sin superposición, por ejemplo, una posición determinada. Pero cómo ocurra este colapso es materia de no siempre amables discusiones filosóficas. Una respuesta podría ser el flujo de información:
Zurek y algunos de sus colegas esperan desmitificar la teoría cuántica. ¿Qué es una observación sino una recolección de información? Y si la información es fundamental, existe tan seguramente como existen la materia y la energía, sin la necesidad de seres conscientes. La onda cuántica podría colapsarse no porque fue requerimiento de una mente, sino tan solo porque la información fluyó de un lugar a otro en la región subatómica [p. 112].
De esta manera, la información, no la mente consciente, sería la responsable de que un electrón observado se comporte de tan distinta manera que uno no observado, según vimos en numerosos ejemplos. “Como la masa y la energía, la información sería irreductible, estaría en las raíces de la creación” [p. 113].
Pero la información, vimos, es la inversa de la entropía. La casa del primer ejemplo posee una gran cantidad de información: dónde va cada ventana y de que forma y medida es, qué distribución tienen las diversas áreas, qué colores y texturas se han elegido para decorar. Todo es información. Pero luego que la vimos caer a pedazos con el paso de los siglos y convertirse en un montón de tierra, la información que describe a ese montón es mínima y mucho menor que la necesaria para describir la casa. La entropía ha crecido, la información disminuye.
Entropía y observadores
Y otra sorpresa: la entropía también depende del observador. El propio Maxwell lo explica así en la edición para 1878 de la Encyclopaedia Britannica [citado por Johnson]: Pongamos por caso que tratamos de leer una libreta con notas en la taquigrafía creada por una persona para su propio uso. La libretano parece confusa, suponiendo que esté pulcramente escrita, a una persona analfabeta, ni al dueño que la comprende enteramente, pero para cualquier otra persona capaz de leer parece ser inextricablemente confusa. De la misma forma, la noción de energía disipada no se le ocurriría a un ser que no pudiera conducir ninguna de las energías de la naturaleza en su propio provecho, ni a quien pudiera trazar el movimiento de cada molécula y capturarla al momento justo. Es sólo para un ser en el estadio intermedio, uno que puede controlar algunas formas de energía mientras que otras eluden su comprensión, para quien la energía parece estar pasando inevitablemente del estado disponible al disipado.
“La implicación era que la entropía existe para creaturas moderadamente inteligentes, como la gente, pero no para los demonios o los perros; que el orden o el desorden estaba en el ojo del espectador” [p. 118].
Nosotros vemos orden donde un perro encuentra sólo señales caóticas, una hoja impresa tirada en el suelo, por ejemplo. Y sólo encontramos caos donde el pequeño demonio de Maxwell distingue perfectamente un orden. Es nuestra miopía la que no ve orden en los estados de gran entropía.
En 1929 Leo Szilard planteó el experimento mental de Maxwell con su demonio de tal manera que, de nuevo, parecía obtener trabajo de la nada, en violación de las leyes de la termodinámica. En resumen, redujo el aparato a su mínima expresión: una sola molécula a la que con sucesivas divisiones de la cámara fue arrinconando. Con ello conseguía acumular energía para luego hacer trabajar un pistón que haría volver el aparato a la situación original y vuelta a empezar: movimiento perpetuo sacado de la nada. No es necesario detallar el experimento, bastan las conclusiones. Szilard encontró que las mediciones del demonio, realizadas para determinar si la molécula estaba en una subdivisión o en otra, inevitablemente consumía una cierta cantidad de energía. Era una medición en términos binarios: está la molécula en un lado de la cámara y no está en otro, 1 cuando está, 0 cuando no está. Puesto que era también un experimento mental, Szilard había hecho todos los mecanismos perfectamente sin fricción. Pero descubrió que, si bien por allí no se perdía energía alguna, el mero acto de recoger información, cuando el demonio determinaba en cuál subdivisión había quedado la molécula, debía siempre disipar suficiente energía para hacer imposible esa máquina de movimiento perpetuo. Es decir, procesar esa sencilla información (está aquí o allá, 1 o 0) requería un mínimo gasto de energía. Szilard había dado con otro límite de la naturaleza.
Computaciones irreversibles
En 1961 Rolf Landauer, de la IBM, hizo por la computadora digital lo que Sadi Carnot había hecho por la máquina de vapor: sondear sus profundidades termodinámicas, prosigue Johnson. Cuando ya no tuvimos un experimento mental, como el de Maxwell o el de Szilard, sino computadoras trabajando con información binaria, sí o no, llega un pulso eléctrico o no llega, 1 o 0, la pérdida de energía descubierta por Szilard cobró importancia. Veamos primero un asunto esencial para comprender este punto, y es que la computación es irreversible. Éste es un ejemplo sencillo: en una calculadora sumo 2 + 2= 4. Se dice que la operación es irreversible porque, si paso junto a un escritorio donde alguien dejó encendida su calculadora y veo un 4, me resulta absolutamente imposible saber la operación que produjo ese resultado. Pudo ser 2 + 2, pero también pudieron ser decenas de operaciones, restas, sumas y divisiones que acabaron dando ese 4. Las vías de regreso son infinitas: la computación es irreversible. Por otra parte, la expresión “2 + 2” contiene más información que “4”. “2 + 2” incluye información sobre un número, una operación y de nuevo el mismo número. Hasta para decir esa expresión necesitamos más palabras. Siendo así, el paso de 2 + 2 a simplemente 4 supone una pérdida de información. ¿Y qué ocurre con esa información perdida? “Landauer mostró que se disipa en el medio como calor”. Es irrecuperable como el agua de un barril vaciada en el mar.
Recoger información tenía pues un costo ineludible. O, como planteó Charles Bennett en 1973, no es tanto recogerla, sino borrarla para reiniciar el aparato lo que disipa energía. El borrado de la información transfiere energía al medio. Así es como se salva la segunda ley de la termodinámica hasta en imposibles aparatos sin fricción alguna. Por supuesto, resulta insignificante esa disipación de energía comparada con el gasto en el motor que mueve el disco duro, la energía para iluminar la pantalla o las pérdidas, como calor, por resistencia de los microcircuitos. “Pero la naturaleza parece poner un límite a cuán barato podemos borrar bits. Por abajo de cierto nivel, la pérdida no puede ser reducida. La información, sostuvo Landauer, es en realidad algo físico” [p. 125].
La información y la mente
De ahí vino el gran salto: Edward Fredkin, de la Universidad de Boston, y algunos otros científicos, sostienen que la información es más fundamental que la materia y la energía. Que bajo las apariencias hay bits de información dando origen al universo que vemos. Esto implica que la realidad es muy semejante a una simulación corrida por un programa de computación. Faltaría saber quién está corriendo el programa. La idea ha dado por lo menos una muy buena película: Matrix.
De hecho, podemos pensar en el universo como una cinta magnética, vacía y estructurada. Conforme todo este orden se vuelve entropía, la Cinta Universal de Memoria se llena con bits al azar. Pero nunca puede ser borrada. No hay nada para borrarla, ninguna parte a donde exportar ese azar. No se puederesetear el universo. El azar sólo se sigue acumulando. Y ésta es la versión de la teoría de la información para la segunda ley [p. 127].
Las señales de la materia y la energía nos llegan por los sentidos y de allí van al cerebro. La información está pues directamente ligada a nuestros conceptos de mente y conciencia.
Final: la mente ante el espejo
El impulso nervioso entonces, al viajar por un axón, llega hasta un botón terminal y allí concluye como impulso eléctrico. Para cruzar la sinapsis y alcanzar la dendrita de la siguiente neurona entra en acción un mecanismo distinto y muy complejo.
A principios del siglo XX, don Santiago Ramón y Cajal descubrió que el tejido nervioso no era continuo, es decir, que las células que lo forman no se conectaban de manera directa. La célula nerviosa principal es la neurona y está formada por un cuerpo muy semejante al de otras células y dos tipos de ramificaciones que ninguna otra posee: ramificaciones cortas en forma de árbol, llamadas “dendritas” (del griego “dendro”: árbol), y una larga prolongación llamada “axón”. Las dendritas y el axón de una no se integran con los de otra, sino que dejan un pequeñísimo intersticio. Ese tipo de conexión entre neuronas se llama “sinapsis”. El impulso nervioso entonces, al viajar por un axón, llega hasta un botón terminal y allí concluye como impulso eléctrico. Para cruzar la sinapsis y alcanzar la dendrita de la siguiente neurona entra en acción un mecanismo distinto y muy complejo. El botón terminal contiene infinidad de vesículas llenas de compuestos químicos llamados “neurotransmisores”. Al arribo de la señal eléctrica se abren las vesículas apropiadas y los neurotransmisores alcanzan la dendrita de la siguiente neurona. Allí estimulan un nuevo impulso nervioso que recorrerá esa célula hasta la siguiente sinapsis. Los neurotransmisores, entonces, modulan la señal nerviosa, pueden aumentarla, inhibirla o transformarla. Es un complejísimo sistema de señales y contraseñales donde participan decenas de neurotransmisores conocidos.
Muchos investigadores de la conciencia consideran este sustrato nervioso como el productor de todas las funciones superiores y esencialmente del “yo”. Por medio de tomografía computarizada y otros sistemas de observación en vivo han podido detectar los cambios precisos ocurridos durante el establecimiento de una memoria. Han visto, literalmente, la integración de un recuerdo en el tejido cerebral. Estudios semejantes se producen todos los días en los laboratorios de neurofisiología y se reportan por decenas en los medios especializados.
El cerebro y la mente
Pero sigue sin quedar clara la relación entre el tejido cerebral y lo que llamamos “conciencia”. El término es ambiguo y los intentos por definirlo pueden resultar infructuosos y llevarnos a vericuetos semánticos sin interés. Hagamos como los matemáticos ante conceptos elementales: démoslo por sabido. No podemos definir “punto”, “línea”, “conjunto”, ni siquiera “número”, aunque todos sabemos qué son. Una definición de “número natural” levantaría polémica a pesar de que todo niño que pueda distinguir tres objetos rojos, dos azules, cinco verdes y una manzana, está elaborando el concepto de “número.”
Tratemos pues de igual manera a la conciencia. Sabemos que tiene relación con el hecho de estar alerta, con inteligencia, con percepción, y que hay algo, la autoconciencia, que nos permite darnos cuenta de que nos damos cuenta. Sabemos que una imagen se forma en la retina, y cada célula estimulada envía una señal eléctrica. Ésta pasa por la modulación de los neurotransmisores y llega a la corteza visual, desde donde se conecta a estructuras internas en las que despierta emociones, memorias, acciones voluntarias, como la huida, si la imagen es un león, e involuntarias como la aceleración del ritmo cardiaco. Decimos entonces que tuvimos miedo. Pero esa conciencia del miedo pasado y de su falta de fundamento, si descubrimos que el león no fue sino una proyección realista en tres dimensiones maquinada en broma por un amigo ¿no es sino otro encadenamiento de neuronas? El miedo y la conciencia del miedo, la risa ante la broma, el enojo, el amor: todos son estados que tienen su contraparte medible, observable, en el cerebro. Pero, ¿somos iguales a un robot programado para huir del peligro? El robot “sabe” que huye si posee mecanismos de retroalimentación que le informen sobre su propio estado. ¿Es entonces consciente, al menos en la medida en que lo es un perro que huye? Para decirlo con la imagen de un objeto ahora omnipresente: ¿somos una computadora hecha de carne?
Podemos programar una computadora para que dé señales de alarma ante una imagen de león y de enternecimiento ante la de un gatito. Es más, para emplear una buena broma de Roger Penrose, hasta podemos programar un robot para que deambule murmurando: “¡Ay, Dios mío! ¿Cuál es el sentido de la vida?” [véase La mente nueva del emperador].
¿Sólo hay entonces diferencias de grado entre una supercomputadora y nosotros? ¿Conseguirá la tecnología producir computadoras que posean las más complejas respuestas humanas? ¿Podrán éstas probar un nuevo teorema? ¿Tendrán lo que llamamos conciencia? Para intentar una respuesta a estas preguntas, sigamos las reflexiones de Roger Penrose, uno de los más notables físico-matemáticos de hoy. En parte están tomadas de sus Conferencias Tanner, en las que participó otro grande de fines del siglo XX, Stephen Hawking. Penrose y Hawking han colaborado a menudo en trabajos sobre el espacio y el tiempo, las singularidades y los hoyos negros. Pero apenas llegan a cuestiones filosóficas, sus opiniones son por completo divergentes.
Ellas y nosotros
Una computadora nos puede poner orden en una secuencia de palabras de manera que formen una historia. Lo puede hacer mejor que muchos humanos y con mucha mayor rapidez, dependiendo del programa que use para ejecutar esa tarea. Pero siempre diremos que la computadora no “comprende” la historia que ella misma ha formado y que nosotros sí. ¿En dónde está la diferencia? ¿Qué es “comprender” cuando una computadora puede darnos un orden, en el ejemplo de la secuencia de palabras, que es tan bueno como el de un humano?
Penrose propone que el conocimiento humano, sobre todo el matemático, es una forma de contacto con el mundo platónico de las ideas. El cerebro es el órgano necesario, pero lo que produce no le viene de su actividad interna, así como el hígado produce bilis, sino de su relación con un mundo que capta. “Entre más entendemos acerca del mundo físico, más parece como si el mundo físico casi se evaporara y nos quedáramos sólo con matemáticas” [The Large, the Small and the Human Mind, p. 3].
Va pensiero…
Las matemáticas, el arte, la ciencia, en ocasiones ocurren como descubrimientos y no como invenciones largamente meditadas. A veces pensamos como las computadoras, paso a paso, siguiendo instrucciones, recetas, algoritmos. Pero esa pesadez no es la manera característica en que se desarrolla el pensamiento humano. No pensamos con palabras sino en ocasiones precisas: “Le voy a decir que…” Las palabras son exigencia de la comunicación y las meditamos bien cuando deseamos exponer un argumento. Pero el pensamiento se parece más a la intuición que a la prosa. Penrose recuerda la similitud con la que Mozart y Einstein describen sus hallazgos: captaban de un golpe una forma, musical o matemática, sin pasos ni razonamientos previos. Para Mozart llegaba un tema musical, luego una melodía ligada, aparecían las armonizaciones necesarias, los timbres y colores de los instrumentos, hasta que era una obra completa en su mente. Luego la obra crecía hasta que la tenía acabada. “Entonces mi mente la atrapa de la misma forma en que mi ojo atrapa de una mirada una imagen bella” [citado en La mente nueva del emperador, p. 499]. No le llegaban, poco a poco, unas notas a las que luego debía encontrar armonizaciones y desarrollo, sino obras con su orquestación completa. Después, escribirlas era sólo una laboriosa exigencia para la interpretación.
Poincaré, en cuyos trabajos está fundada la relatividad, también relata anécdotas de tales descubrimientos súbitos, en medio de una conversación banal, cruzando una calle. Octavio Paz se sube a un taxi, se acomoda entristecido por una ruptura, el ritmo del auto sobre el pavimento comienza a dictarle: “Un sauce de cristal, un chopo de agua…” El poema está allí, existe. Ahora sólo hay que escribirlo.
Einstein dice: “Las palabras o el lenguaje, ya sea escrito o hablado, no parecen desempeñar ningún papel en mi mecanismo de pensamiento” [idem]. Buscar las palabras adecuadas era un acto trabajoso que venía después y debía servir únicamente para comunicar aquel hallazgo. Poincaré, en cuyos trabajos está fundada la relatividad, también relata anécdotas de tales descubrimientos súbitos, en medio de una conversación banal, cruzando una calle. Octavio Paz se sube a un taxi, se acomoda entristecido por una ruptura, el ritmo del auto sobre el pavimento comienza a dictarle: “Un sauce de cristal, un chopo de agua…” El poema está allí, existe. Ahora sólo hay que escribirlo.
Henri Poincaré relata una noche de insomnio en que las ideas le llegaban por montones y cómo a la mañana siguiente tenía respuesta a un problema con el que había bregado por quince días inútilmente. Los resultados súbitamente aparecidos sólo tuvo que escribirlos.
En otra ocasión, el mismo Poincaré salió en una excursión geológica que le hizo olvidar, con el ajetreo del viaje, sus trabajos matemáticos. Al tomar un autobús le ocurrió lo siguiente:
En el momento de poner el pie en el estribo, se me ocurrió la idea, sin que, al parecer ninguno de mis pensamientos anteriores le hubiese abierto camino, de que las transformaciones empleadas por mí para determinar las funciones fuchsianas [olvide el nombre, lector] eran idénticas a las de la geometría no euclidiana. No comprobé la idea, ni hubiese tenido tiempo para ello, porque, en tomando asiento, reanudé una conversación que tenía comenzada; pero me sentí perfectamente seguro [Poincaré, “La creación matemática”, p. 485].
Más adelante relata cómo un fracaso lo llevó a darse una vacaciones por la costa para pensar en otros asuntos. “Una mañana, paseando cerca del mar, se me vino al pensamiento, con los mismos caracteres de brevedad, prontitud y certeza inmediata que en el caso anterior”, una idea que luego, trabajada, se mostraría enormemente fructífera.
La certeza
En todos los casos de contacto con la verdad platónica se observa un profundo convencimiento anterior a toda demostración. Es sabida la anécdota según la cual le preguntaron a Einstein qué habría hecho si Eddington no hubiera observado la predicha desviación en la luz de las estrellas cercanas (aparentemente) al disco solar durante el famoso eclipse de 1919 que confirmó la teoría general de la relatividad. “Lo habría sentido mucho por el pobre lord, porque la teoría es correcta.”La belleza matemática, la elegancia de la teoría es tal, que no podía ser falsa. Esta intuición estética es compartida por todos los grandes de la física. Sin excepción parecen convencidos de que una teoría horrible no puede ser verdadera.
Con respecto a la relatividad hay todavía algo más asombroso: su falta de observaciones. Penrose lo dice así:
La teoría fue desarrollada originalmente sin ninguna motivación basada en observaciones; la teoría matemática es muy elegante y está físicamente muy bien motivada. El punto está en que la estructura matemática está justo allá, en la Naturaleza; la teoría realmente está afuera en el espacio, no ha sido impuesta sobre la Naturaleza por nadie [The Large, the Small and the Human Mind, p. 25].
Los ejemplos abundan en las biografías de artistas y científicos, y se podrían citar más que no añadirían mucho. Mejor observemos que en la vida cotidiana de los humanos comunes también ocurre que las ideas, las soluciones, aparezcan como un destello imprevisto, una luz que en ese momento no era buscada. La idea esencial de Penrose es que el conocimiento parece tener algo de las características que le atribuía Platón: “Nada nuevo aprendemos, sólo recordamos”. Ahora diríamos: hay algo en nosotros que no podemos poner en una computadora. Y no por falta de tecnología, sino, otra vez, porque damos con un límite de la naturaleza, como en el principio de incertidumbre, en la longitud de Planck, en la velocidad de la luz. En este caso damos con un límite señalado por el teorema de Gödel. Veamos cómo se encontró este nuevo límite.
La certificación del conocimiento
¿Cómo podemos estar cien por ciento seguros de que una prueba matemática no tienen error alguno? Elaborando una escrupulosa serie de requisitos que, una vez cumplidos, certifique la verdad. Es como fabricar un comprobador de verdades. Muchos científicos y filósofos se han hecho esa pregunta. Descartes intentó responderla con sus Reglas para la conducción de la mente.
David Hilbert planteó en 1900, al Congreso Internacional de Matemáticos, una lista de problemas sin resolver. El décimo de tales problemas era precisamente si podemos construir un procedimiento matemático mecánico que permita la comprobación de cualquier enunciado matemático. A los procedimientos matemáticos mecánicos los llamamos “algoritmos”. Consisten en una receta que cualquiera pueda seguir: “Sume éste con aquél, divida entre tanto y reste aquello” es un algoritmo un tanto vago, pero más o menos esa forma tienen aun los más sofisticados.
En el caso particular de la aritmética, que era el intento de formalización iniciado por Russell, respondía Gödel: ningún formalismo de la propia aritmética podrá evitar que alguna expresión aritmética resulte incomprobable. Otra forma de decirlo: siempre encontraré por lo menos una expresión para la cual ninguna sucesión de reglas constituya una prueba.
Bertrand Russell, con Alfred Whitehead, se propuso resolver el asunto planteado por Hilbert y hacer por la aritmética lo que Euclides había hecho por la geometría: axiomatizarla. Esto significa que, con unos pocos enunciados y reglas para trabajar esos enunciados, se podría establecer un método para asegurar que toda operación aritmética fuera certificadamente correcta. La tarea resultaba monumental. Publicaron los primeros tomos bajo el nombre de Principia Mathematica.
Un joven matemático entonces desconocido, Kurt Gödel, respondió en 1931 con unas pocas páginas donde probaba que, para todo conjunto de enunciados elegido, siempre habría una expresión para la que no se podría decidir si era verdadera o falsa. Dicho de otra forma: si quiero certificar la verdad de una afirmación la paso por un mecanismo comprobador. Este mecanismo está constituido de reglas como “Haga esto”, “Verifique aquello”. Bien, sean cuales sean las reglas que escoja, siempre podré encontrar un enunciado para el que mi máquina comprobadora no pueda responder si es verdadero o es falso. Y eso para cualquier conjunto inicial que elija.
En el caso particular de la aritmética, que era el intento de formalización iniciado por Russell, respondía Gödel: ningún formalismo de la propia aritmética podrá evitar que alguna expresión aritmética resulte incomprobable. Otra forma de decirlo: siempre encontraré por lo menos una expresión para la cual ninguna sucesión de reglas constituya una prueba.
O con la conclusión más general de Nagel y Newman: “Dado un determinado problema, podría construirse una máquina que lo resolviese; pero no puede construirse una máquina que resuelva todos los problemas” [El teorema de Gödel, p. 123]. Y en esta limitación queda incluido el cerebro humano.
Pero, con todo, hay algo que distingue al cerebro de las computadoras más sofisticadas, y es lo señalado por Penrose: toda computadora sólo puede resolver problemas que se puedan exponer como una sucesión de pasos, esto es, como un algoritmo. No otra cosa son los programas de computación, sino pasos. Pero hemos visto, en los ejemplos extremos citados, y en la actividad mental de las personas comunes, que el cerebro no sigue algoritmos y puede alcanzar súbitas accesos a una idea sin seguir reglas como las exigidas por la comprobación mecánica.
Para decirlo con palabras de Frege, figura esencial en la matematización de la lógica a principios del siglo XX: “Es posible, por supuesto, operar con números mecánicamente, así como es posible hablar como un perico: pero eso difícilmente merece el nombre de pensamiento” [citado en Yourgrau, Gödel Meets Einstein, p. 125].
Veamos dos problemas y su distinta solución por humanos y por computadoras. En un caso pedimos: “Encuentra un número que no sea la suma de tres números elevados al cuadrado”. Un humano debe calcular todas las combinaciones con los primeros números, incluido el cero. Dependiendo de su habilidad y entrenamiento dará con la primera solución: 7. Eso lo hace una computadora en fracciones de segundo. Para ello le basta con seguir un programa de computación, una serie de procedimientos, en fin, un algoritmo.
Ahora pedimos: “Encuentra un número impar que sea la suma de dos pares”. La computadora seguirá un algoritmo, algo así como “Toma el primer número impar, divídelo entre 2, comprueba si ambos son pares. ¿No son? Sigue con el siguiente impar. ¿Sí? Stop”. Pero la computadora no llegará al “stop” nunca y seguirá revisando por los siglos de los siglos números cada vez más inmensos. Una persona sabe de inmediato que la tarea es inútil: la suma de dos pares siempre es un par [véase Penrose, The Large, the Small and the Human Mind, pp. 106-107].
Inaprehensibilidad de la conciencia
Si bien la descripción del cerebro es cada vez más minuciosa y conocemos mejor cada vía seguida por, digamos, una percepción visual, la integración de esta imagen visual en el cerebro no es suficiente para explicar la conciencia. Si lo fuera, comenta jocosamente Penrose, entonces una cámara de video funcionando frente a un espejo tendría conciencia, pues está formando en su interior una imagen de sí misma. La conciencia sigue eludiendo el nivel anatómico. Así lo perfeccionemos hasta conocer cada fibra cerebral, nos deja con la misma pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre la conciencia y una cámara que se ve a sí misma? Y la cámara, sin duda alguna, la conocemos hasta en sus menores detalles.
Por supuesto, hay niveles explicativos para los que la respuesta neurofisiológica es suficiente: los pulsos enviados para realizar la digestión, el control automático de la respiración y del latido cardiaco, la marcha, los reflejos. Todo esto se puede programar en una computadora y de hecho se hace en las salas de cirugía. Pero, “la formación de juicios, que afirmo es la impronta de la conciencia, es ella misma, algo sobre lo que la gente dedicada a AI (inteligencia artificial) no tendría ninguna idea de como programar en una computadora” [Penrose, La mente nueva del emperador, p. 486].
Por ejemplo, Gerald Edelman tiene algunas sugerencias acerca de cómo podría trabajar el cerebro, sugerencias que según él son no-computacionales. ¿Qué es lo que hace? Tiene una computadora que simula todas estas sugerencias. Luego, si hay una computadora que supuestamente las simula, entonces son computables [Penrose, The Large, the Small and the Human Mind, pp. 126-127].
Y es precisamente esa formación de juicios, esa capacidad para distinguir o intuir verdad de falsedad, belleza de fealdad, lo que constituye la impronta de la conciencia para Penrose. Que la formación de juicios no sigue algoritmo alguno se comprueba en la propia experiencia del trabajo matemático. Una vez que hemos encontrado un algoritmo, el problema está resuelto. Pero el trabajo inicial, la búsqueda del método correcto para llegar a una solución válida, es una expresión no algorítmica de la conciencia. “¿Cómo sabemos si, para el problema a resolver, debemos multiplicar o dividir los números? Para ello necesitamos pensar y hacer un juicio consciente” [idem, p. 127]. Esto es, únicamente por una elección consciente, no algorítmica y por tanto no computable, puedo saber que el algoritmo (el procedimiento) elegido, para una solución particular, es el correcto.
Seguimos entonces sin saber cómo juzgan los matemáticos que han alcanzado una verdad, cómo están seguros de una prueba. Pero el hecho es que la verdad matemática se construye a partir de elementos sencillos. Cuando se presenta, se hace evidente para todos.
Debemos “ver” la verdad de un argumento matemático para estar convencidos de su validez. Esta “visión” es la esencia misma de la conciencia. Debe estar presente dondequiera que percibimos directamente la verdad matemática. Cuando nos convencemos de la validez del teorema de Gödel no sólo lo “vemos”, sino que al hacerlo revelamos la naturaleza no algorítmica del propio proceso de la visión [Penrose, La mente nueva del emperador, p. 493].
Así es como el descubrimiento matemático consistiría en un ensanchamiento del contacto con el mundo platónico de los conceptos matemáticos. Éstos están allí, como está el monte Everest. Sólo hay que “verlos” con un contacto directo, un camino que se establece entre el mundo físico y el mundo platónico.
Cuando el niño abstrae, de diversas cantidades de objetos, la noción de “número natural”, esto es, cuando ya “cinco” no debe ir seguido de un sustantivo (“cinco pelotas”), sino que ha adquirido un significado abstracto, el niño ha realizado una tarea que no consigue ninguna supercomputadora.
Lo que Gödel nos dice es que ningún sistema de reglas de computación puede caracterizar las propiedades de los números naturales. A pesar del hecho de que no hay manera computable de caracterizar los números naturales, cualquier niño sabe qué son […] Comprender lo que los números naturales son es un buen ejemplo de contacto platónico [Penrose, The Large, the Small and the Human Mind, p. 116].
¿Cómo ocurre ese contacto? Polkinghorne, otro físico (y ahora sacerdote y teólogo), propone que lo mental y lo físico se encuentran en una interfase, que es la conciencia [véase The Quantum World, p. 65]. Esta interfase tiene características cuánticas. Veamos en la siguiente sección cómo las describe Penrose.
El fotón y el ojo
Cuando un fotón alcanza una célula perceptiva de la retina, al fondo del ojo, estamos ante un hecho, como la medición en el laboratorio, donde el mundo cuántico, en superposición de estados antes de la observación, cancela esta superposición. La detección por la retina colapsa el paquete de ondas característico del fotón, como ocurre al observar el paso de un fotón en los experimentos con dos rendijas. El fotón se encuentra en estado de complementariedad, como diría Bohr: impacta y no impacta la retina. De acuerdo con la ecuación de Schrödinger, habrá por tanto una superposición de la señal nerviosa: presencia y ausencia de señal a lo largo del nervio óptico. Será la conciencia de la persona la que colapse la onda del fotón y lo fije como partícula. La retina de la persona consciente está efectuando una medición. Esto desencadena una señal nerviosa perteneciente al mundo de la física clásica. Tenemos pues una interfase, en el ojo, que nos lleva del mundo cuántico y complementario al mundo de la física clásica, donde las cosas siguen la normalidad que conocemos cada día.
Así como ocurre con el fotón en el ojo, de igual forma podemos imaginar toda la actividad cerebral guiada por los principios de complementariedad y de incertidumbre, con la ecuación de Schrödinger llevando el compás de ese telar mágico donde se tejen nuestros deseos, recuerdos y emociones. Así, el cerebro ensayaría no sólo una, “sino un inmenso número de posibles configuraciones, todas superpuestas”, avanza Penrose [La mente nueva del emperador, p. 516]. El cerebro, en tal estado, puede realizar cálculos superpuestos simultáneos.
La acción del pensamiento consciente está muy ligada a la resolución de configuraciones que previamente estaban en la superposición lineal de estados. Todo esto está relacionado con la física desconocida que gobierna la línea divisoria entre [la cuántica y la clásica] y que, a mi modo de ver, depende de una teoría de la gravitación cuántica, GQC, aún por descubrir” [La mente nueva del emperador, p. 517].
Penrose aventura una hipótesis con respecto al tiempo. Hace notar que en las descripciones físicas el tiempo no fluye en absoluto. Sólo tenemos un espacio-tiempo en el que se disponen los sucesos. No obstante, a nosotros nos parece que el tiempo fluye.
Mi conjetura es que aquí también existe algo ilusorio, y el tiempo de nuestras percepciones no fluye “realmente” en la forma de avance lineal en que lo percibimos fluir (independientemente de lo que esto pueda significar). El ordenamiento temporal que uno “parece” percibir es, afirmo, algo que imponemos a nuestras percepciones para poder darles sentido en relación con la progresión temporal uniforme hacia adelante de una realidad física externa [La mente nueva del emperador, p. 523].
Cuando Mozart captaba de golpe una composición musical completa, ésta no se veía sometida al tiempo que toma interpretarla. Tampoco parecen coincidir los largos tiempos de respuesta medidos en el laboratorio, con los tiempos en que respondemos a una actividad consciente, como sería un rápido juego de ping-pong. Algo semejante observamos en el experimento EPR llevado a cabo por Aspect: el enlacede partículas no puede describirse en función del espacio-tiempo ordinario de forma compatible con la relatividad.
Niveles de conciencia
Por supuesto, Penrose no considera que únicamente el humano sea poseedor de conciencia. Y proporciona ejemplos de animales en los que hay una chispa, un destello súbito por el que se aprehende una situación y se resuelve un problema. Nos da el de un chimpancé al que “se le ilumina” la cara al pensar, súbitamente, una solución para alcanzar unos plátanos.
Cuando Mozart captaba de golpe una composición musical completa, ésta no se veía sometida al tiempo que toma interpretarla. Tampoco parecen coincidir los largos tiempos de respuesta medidos en el laboratorio, con los tiempos en que respondemos a una actividad consciente, como sería un rápido juego de ping-pong.
Estaba leyendo el nuevo libro de Penrose en el jardín, cuando ocurrió un ejemplo aún mejor de conciencia, sin comillas, animal. Mis dos perros, el Oso y el Yanko, cocker y dálmata, se pasan la tarde (y sólo la tarde por alguna razón que ignoro), ladrándole a las personas que cruzan frente a la reja. Las esperan asomados a una reja pequeña y cuando ven una víctima corren a la reja grande, donde tendrán oportunidad de ladrar más rato. Ambos conocen la carrera que pega el otro perro cuando ve aproximarse un incauto o incauta y, sin comprobar, se unen corriendo a la diversión. Es importante este detalle: cada uno conoce el tipo de carrera que indica “humano, perro o bicicleta aproximándose”, y que es muy distinta a otras carreras. Bien: hace unos minutos, el Oso encontró un hueso metido en una rendija. Lo sacó trabajosamente y luego se pagó sus esfuerzos royendo lentamente su tesoro. El Yanko lo miraba con envidia, las orejas atentas, la mirada fija en el hueso. Es más grande y fuerte, así que fácilmente se lo podía haber arrebatado a la mala, pero prefirió una vía más amistosa: se puso en pie y lanzó la carrera de “viene alguien a quien ladrarle”, el Osito reaccionó al instante y se lanzó a la carrera rumbo a la reja. Pero el Yanko, tras unos cuantos pasos a la velocidad correcta, que es a todo vuelo, se dio vuelta y se dirigió sin duda al hueso abandonado. ¡Había fintado la carrera! “Dijo” que venía alguien para quedarse con el hueso.
No es poca cosa la ocurrida. Implica que para los animales, nosotros y los demás animales no somos “cajas negras” que producen conducta, sino seres con estados internos. “Si corro de la forma P éste que roe el hueso entenderá que viene peatón, correrá conmigo y descuidará el hueso.” Es la presunción completa de un estado interno, esto es, de un estado de conciencia, en su amigo perro.
La conciencia es un continuo que abarca todos los seres vivos. Se agudiza en perros y gatos, más todavía en los primates, incluido por supuesto el ser humano. También a lo largo de nuestra vida, la conciencia es un continuo que comienza con expresiones casi vegetales: en el recién nacido es apenas una respuesta como la fotokinética por la que las plantas siguen la luz, luego aparece la percepción del espacio y la distancia, después la separación entre el mundo interno y el externo, hasta que la conciencia es plena alrededor de los ocho años, alcanza su culminación con la madurez y comienza su declive hacia la inconciencia de la senectud.
Microtúbulos y Gödel
Hay algo fundamental que falta en nuestra física. ¿Hay alguna razón en la física misma para pensar que podría haber algo no-computable en esta física faltante? Bien, pienso que hay alguna razón para creer esto: que la verdadera teoría cuántica gravitatoria podría ser no-computable” [Penrose, The Large, the Small and the Human Mind, p. 120].
Mientras no tengamos una teoría unificada de la física, una Teoría del Todo que incluya a la gravitación, deberemos aceptar que, por razones misteriosas, los efectos cuánticos sólo se dan en el nivel atómico, y que al pasar a los objetos macroscópicos vuelve a regir la física clásica. Por lo mismo, si la conciencia está relacionada con efectos cuánticos, deberemos buscarlos en estructuras muy por debajo de la célula. En la célula nerviosa por excelencia, la neurona, encontramos unas estructuras de pequeñez molecular, los microtúbulos. Éstos transportan los neurotransmisores hasta las sinapsis neuronales. La nueva física podría expresarse en estos microtúbulos.
“Una de las cosas que más me excitan de los microtúbulos es que son tubos. Siendo tubos, hay plausibles posibilidades de que puedan aislar de la actividad azarosa en el ambiente lo que ocurre en sus interiores” [idem, p. 131]. Y lo que ocurre en sus interiores estaría dictado por la nueva física, esa física faltante. Habría oscilaciones cuánticas en esos tubos, y por supuesto entrarían en superposición de estados. Los microtúbulos de los axones podrían ser la interfase entre el mundo material y la conciencia, y ésta a su vez sería el medio para captar el mundo matemático platónico, el acceso a ese mundo que no creamos, sino que descubrimos. “En un cierto punto, el estado cuántico podría enlazarse con el ambiente”, dice Penrose, empleando el término “enlazar” en el sentido de los fotones de Aspect y su cancelación del tiempo y del espacio como los percibimos. “Así pues, sostengo que necesitamos algo en el cerebro que esté suficientemente aislado para que la nueva física tenga una oportunidad de desempeñar un papel importante” [p. 134]. Y serían los microtúbulos, aislados del ambiente, lo que podría permitir la acción de esa “física faltante.”
Así es como la superposición cuántica de estados, en caso de darse en los microtúbulos neuronales, explicaría la característica no-computable de la conciencia. Por el principio de correspondencia de Bohr, las leyes clásicas, las del mundo cotidiano, “son simplemente la forma límite asumida por las fórmulas de la teoría cuántica cuando el número de los quanta o partículas implicados es muy grande”, sostiene Eddington [véase “The Decline of Determinism”]. Las superposiciones cuánticas en los microtúbulos pasarían a un solo estado, definido clásicamente, por acción de la conciencia. Pero la conciencia misma seguiría esperando explicación. Quizá no la tiene por ese límite descubierto por Gödel. Parafraseando su famoso teorema quedaría así: la conciencia no puede ser comprendida dentro de la conciencia misma. ®
* Éste es el capítulo IX del libro Maravillas y misterios de la física cuántica, México: Cal y Arena, 2011.
Alba Díaz Albo
¡La conciencia no puede ser comprendida dentro de la conciencia misma..! Pero puede, y de echo así es, comprenderla el otro. Otra cosa es desde qué bases de conciencia, es decir, de qué toma de posisición o formas de observación con respecto a los modelos a examen. Tomemos como ejemplo el usado para diferenciar un tipo de otro de conexión comunicativa. Hemos podido leer a qué cambios se supone que da lugar la comunicación cuando están por medio las «sinapsis» como elementos cuasi cuánticos de los fenómenos de la conciencia. Y sin embargo, bien sabido es de todos, nada cambian las cosas. Que Polkighorng, Szilard y Aspect, con Zurek Y Penrose a la cabeza se afanen por demostrar la «interfase» existente entre los mental y lo físico sin pretender evaporar el mundo algorítmicamente, bienvenidos sean, porque, de alguna manera, quiéranlo o no, contribuirán a limpiar de extrañezas los intentos exóticos al igual que lo pretendiera Gödel con las propuestas matemáticas.