¿Cuáles fueron los motivos para que concretara esa desconcertante pero original idea?, no los conozco. Los asépticos noventa, la desocupación, el desencanto del mundo, la carencia de imaginación o la avalancha de los reality shows en la TV pueden ser algunos de ellos. Pero, en realidad, desde que las articulaciones de sus manos se inflamaron, Lautaro Romano dejó de ser el mismo.
Hacía ya un año que sus títeres estaban encarcelados en el armario. Lo habían despedido del Teatro Don Quijote después de cuarenta años de laburo, porque los movimientos de los personajes del titiritero eran torpes, sin fuerza. Eran muñecos tan ancianos como su creador.—Los títeres no encajan con lo que el público demanda. No tienen target, hay que adecuarse a las épocas. Ya se nos viene el 2000 encima, querido— aseveró con soberbia el director del teatro cuando echó a Lautaro.
La posición económica del viejo no era mala, ya que lo habían indemnizado con una suma suculenta. El titiritero, íntimamente, sabía que no le quedaban muchos años de vida, y lo peor era la pobreza de espíritu, morir sin hacer nada en sus últimos años. Pero no se quedó de brazos cruzados. Una mañana del invierno del 94 sorprendió a curiosos y sensibles. En los avisos clasificados del diario El Chasqui se publicó:
Se venden metáforas
Rodríguez 1448
¿Se venden metáforas? ¿Cuántos habrán visto ese aviso en el rubro varios? Aparentemente pasaba inadvertido entre las hot lines y los precios de los automóviles, pero ojos atentos y casuales dieron en el blanco. Lo único que figuraba era una dirección, así que había que presentarse personalmente. En la improvisada oficina de Lautaro se vislumbraba una réplica de “La habitación” de Van Gogh, un muñeco de Pinocho y dos libros de La historia del cómic sobre una mesa de tres patas.
El primero en acercarse fue Juanse, un estudiante de letras. Joven calmo, amante del fútbol y acérrimo lector de Eduardo Galeano. En los pasillos de la facultad escuchó mil veces que el balompié era “el opio de los pueblos”, parafraseando a Marx, y en el club Belgrano lo tildaban de intelectualoide. Cruel pecado saborear la literatura y el fútbol con la misma intensidad en una sociedad que inevitablemente necesita encasillar a la gente. Juanse no entendió nunca de parámetros y modelos. El sueño de su vida era escribir un libro sobre fútbol. Entre incógnitas y dudas tocó el timbre.
—Buenos días, joven. ¿Viene por el aviso?
—Sí, bah, yo quería…
—Pase, pase sin miedo y tome asiento, que vamos a tener que conversar un rato.
Lautaro era consciente de que tenía que explicar algunos aspectos del clasificado y también plantear pautas de trabajo. Nada podía quedar librado al azar.
—No me interesa el dinero. Tengo la vocación del artista y la sensación de una etapa cumplida. Simplemente quiero sentirme útil sin ser una carga para nadie. Saborear el tiempo, los instantes y compartir momentos. Aquí la creación no es tarea individual, es un desafío conjunto.
El estudiante lo observó detenidamente. Comprendió hacia dónde se dirigían esas pocas palabras. Aquella primera mañana, Juanse habló de su vida, de Boca y la caída del Muro de Berlín. Tomaron mate amargo y el viejo escuchó atento.
Juanse no fue el único visitante. Ese día llegaron hasta la calle Rodríguez aproximadamente veinte personas. Entre ellas un abogado cuarentón, una ama de casa que preguntó cuánto valía el kilo, una madre soltera, un tintorero japonés y el cantor de Los Cachondos. A los que buscaban fama los despachó con sutileza, a las chusmas les dijo que no era la dirección correcta y al japonés le dio un sobretodo azul. Con el resto dialogó fluidamente, siempre repitiendo sus pautas y objetivos.
Unas semanas más tarde se había conformado un staff de cinco personas: la madre soltera, un jugador empedernido, un viajero sueco, un estudiante de marketing y Juanse. Lautaro pensaba que si se mezclaban las personas podían peligrar las metáforas, entonces destinó un horario de visita diferente para cada uno. Aunque nunca lo prohibió, ninguno lo fue a consultar fuera de su horario. Pretendía que su trabajo fuera sigiloso y anónimo.
Poco a poco, el titiritero se sintió vivo. Con cada uno de las personas experimentó cosas tan distintas como apasionantes.
Lo del viajero sueco fue más simple. Buscaba metáforas para describir estas tierras, para escribirles postales a sus seres queridos que no veía desde hacía dos años.
El jugador empedernido quería frases para el truco con el fin de deslumbrar a sus amigos con dichos y aforismos. La técnica del viejo no fue nada original: jugar al truco hasta el cansancio, tomando unos vinitos, pero entre mano y mano había que leer una poesía y luego relacionarla con alguna de las cuarenta cartas. La madre soltera ansiaba persuadir a Carlos, supuesto padre de su hija Carmen. Necesitaba que la reconociera como tal. Lautaro le pidió un perfil del hombre en cuestión.
—Es morocho, corpulento y taxista. Fanático del tango y de Gardel. Para él no hay nada en el mundo como su madre y le gustan las milanesas con huevos…
—Está bien, está bien. Hay que pensarlo por el lado del tango. Es vital destacar las cualidades tangueras de su hija.
Carlos-Carlitos: El siglo sigue siendo un cambalache y la Mireya inspira silencio y amargura. Volver, canta tu tocayo, y las golondrinas son la melodía de este arrabal. Sé que te deslumbran las rubias de Nueva York, pero hay otra rubia en tu vida: Carmen.
Carlos, cuando te volvamos a ver no habrá más penas ni olvido.
Te queremos. Raquel y Carmen.
El estudiante de marketing se acercó desde la ignorancia y la curiosidad.
—Don Lautaro, considero a la literatura una parte oculta en mi alma. Recién cuando vi El cartero me enteré de que la función de la metáfora consiste en presentar una idea a través de otra más sorprendente. También comprendí que no es necesario saber escribir sino que lo importante es sentir. Por ejemplo, el cartero, que es un pedazo de brutalidad, puede sentir más profundamente que Neruda —aseveró seguro, como si recién hubiese leído una crítica cinematográfica—. Lo que quiero es conversar con usted.
Lo del viajero sueco fue más simple. Buscaba metáforas para describir estas tierras, para escribirles postales a sus seres queridos que no veía desde hacía dos años.
En tanto Juanse, cada vez que hablaba con Don Titiritero —como le gustaba decirle— vinculaba la literatura y el fútbol, la astronomía y la ciencia política. Como el turno del estudiante de letras era a la medianoche, generalmente se sentaban en el cordón de la vereda mirando las estrellas.
—Don Titiritero, la pelota es un satélite agreste, cotidiano. ¿Qué dios la bajó del cielo?
El viejo recostó su cuerpo sobre un poste de luz y reflexionó.
—La pelota cumple con los movimientos de rotación y traslación en relación con la Tierra. Gira al mundo y el mundo la gira. En su cadencia cósmica de símbolo perfecto siembra pasiones, amores y odios.
Juanse recogió de la basura una lata de coca y comenzó a dominarla como a un balón. Luego la tomó con su mano derecha, estiró el brazo y la miró fijo como parodiando la escena de Hamlet y la calavera.
—Al compás travieso de tu figura danzan los amantes, que con cuidado ancestral te veneran.
Tiró la lata hacia arriba y cuando bajaba la pateó hasta el medio de la calle. Miró al cielo y se arrodilló de brazos abiertos.
—A veces, caprichosa, alterás tu destino, o le echás la culpa al viento cuando te maltratan con patadas necias. En medio de una fiesta popular, aguardás serena un instante mágico de caricias, que te eleve por siempre a las alturas, para así empapar de gol un grito, coronando el sueño del pibe.
El viejo aplaudió de pie y Juanse agradeció señalando la luna.Cada vez que “los clientes” visitaban a Lautaro le llevaban un presente, ya que no aceptaba, de ninguna manera, dinero. Libros, bombones, discos y alguno que otro pollo fueron regalos diarios. A medida que avanzaban las metáforas los encuentros se hicieron más esporádicos. Sólo Juanse y el estudiante de marketing tuvieron asistencia perfecta, mientras duraron las reuniones. El tiempo deshojó margaritas y cada pétalo marcó un rumbo.
La búsqueda fue una constante en los últimos días de Don Titiritero. Descubrir y vivir. Fueron como una secuencia fílmica y a la vez reales.
—Nada es casual, nada —dijo antes de morir.
Lautaro nunca supo si Carlos reconoció a Carmen como su hija, pero sí se enteró de que el jugador empedernido aprendió a recitar versos hasta con el cuatro de oro, sus partidos ganaron poética y perdieron emoción. El sueco mandó una postal, que nunca llegó, desde Mina Clavero, contando sobre un romance con una artesana posmo. La partida de Juanse fue conmovedora. Mientras se abrazaban, Lautaro susurró algo.
—Querido amigo, el camino es suyo, es su tiempo. Es su instante mágico de caricias. Salga a la cancha y diviértase. Nunca juegue pensando en los aplausos.
Juanse lo abrazó más fuerte que nunca. Su rostro fue llanto y sonrisa. El colectivo, que estaba saliendo, apresuró la despedida. Juanse se dirigió al campo de su tío, en una pequeña localidad de Santa Fe, para darle forma a su sueño, escribir El barrio de mi fútbol.
El estudiante de marketing acompañó a Lautaro hasta el final. El estado de ánimo y el recurrente buen humor del joven le llamaba poderosamente la atención y lo entretenía. Se pasaban los días enteros conversando de todo un poco y cuando caía la tarde era el momento de los chistes verdes. Cierta vez, el pibe se atrevió a preguntarle acerca de las metáforas del resto de los integrantes.
—No, hijo. Cada uno tiene un mundo, grandioso y frágil. Revelar las metáforas ajenas es como robarle la esencia a las palabras, como descubrir un truco de magia. Cada metáfora funciona en su ámbito, fuera de él, se marchita. No podemos asfixiar ilusiones que no nos pertenecen.
La muerte lo encontró pleno y sonriente, en una habitación similar a la del cuadro de Van Gogh, pero poblada de muñecos y libros a medio leer. Él la estaba esperando. Su muerte fue una muerte dulce y oportuna, porque a veces es preferible que llegue un segundo antes y no un minuto después.
Hoy se cumplen dos meses y medio de aquel día y no todo sigue igual. El Chasqui vuelve a sorprender, ya no en los avisos clasificados sino en el suplemento cultural. Allí se publica una entrevista a un joven escritor que acaba de publicar su primera novela. La nota comienza así: “Esteban Real, sangre juvenil en la literatura nacional, en su Vendedor de metáforas juega con el lenguaje llevándolo a límites insospechados. Metáforas, metonimias, aforismos y dichos del saber popular se conjugan con personajes misteriosos como sólo pueden existir en la imaginación de un creador nato de éstos tiempos, un creador que cambió la mercadotecnia por la literatura”. ®
—Palermo, Buenos Aires, 1997
Este cuento ganó el Certamen Literario Nacional Arturo Illia, Pergamino (Buenos Aires) en la categoría cuento. Participaron del jurado Eduardo Gudiño Kieffer, Edna Pozzi y Santiago Kovadlof.