El 18 de julio de 1994 Alejandro Mirochnik estuvo en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). Ese día ocurrió el atentado terrorista más cruel que padeció Argentina. Dieciocho años después y tras una larga recuperación, el triatleta continúa con su pasión por el deporte.
La práctica del triatlón es una forma moderna de supervivencia. Es una disciplina que combina tres deportes: natación, ciclismo y pedestrismo y exige un metódico entrenamiento. La leyenda popular cuenta que los marines estadounidenses lo empezaron a practicar en la década del setenta en la isla de Hawai como un desafío. Dureza, sacrificio, rigor, aptitud, resistencia. En el triatlón se administra el dolor para sobrevivir. El triatleta es un resistente.
Es una mañana más. Ese día, la cotidianeidad otorga un falso sentido de anticipación. El camino en bicicleta. El saludo en la puerta. La recolección de los diarios. Alejandro Mirochnik, el triatleta, tiene 32 años, es archivista en el área de prensa de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) y comenzó a trabajar allí a los dieciséis como cadete. Son casi las diez de la mañana. Toma el ascensor, como siempre, con miedo de que caiga. Está solo. Aprieta el botón número 5. Sube, sube, sube. Se corta la luz. El ascensor se mueve, se tambalea, se cae al vacío. El deportista de alto rendimiento siente un cosquilleo en el estómago producto del descenso violento. Ve luces, una especie de flashes refractarios y no percibe sonidos estruendosos. Baja, baja, baja. Alejandro tiene un acto reflejo y amortigua el golpe flexionando las piernas. El cubículo llega hasta el fondo de la nada. Un vacío próximo. Un ruido inmenso. Una tragedia particular, individual y casi predecible, piensa. Un ascensor convertido en caja de Pandora.
La extensa estadía en el Hospital de Clínicas marca el tiempo de la recuperación. El diagnóstico: fractura de tibia, peroné y astrálago. La pesadilla de la tragedia está muy cerca y el fantasma del futuro lo atormenta: es probable que Alejandro no vuelva a caminar ni a correr.
En medio de una soledad oscura se hace preguntas. Una ceguera consciente y externa le impide ver. El deportista no puede discernir cómo es la posición de su cuerpo. Está retorcido entre alambres y escombros. Resiste. Aguanta. Tiene fe. Tres valores que Alejandro conoce y transita desde que arrancó a entrenar en 1989. Tres deportes y una pasión que explicita en su camiseta de cabecera: A muerte triatlón. ¿Qué es el dolor? ¿Una percepción sensorial? ¿Un mal recuerdo? ¿Una silenciosa condena? ¿La incertidumbre de lo que vendrá? Alejandro todavía no sabe que será rescatado por los bomberos, que su madre lo verá por televisión sin reconocerlo, que será trasladado de urgencia, que estará alojado en la habitación 6115 de la sala de traumatología del Hospital de Clínicas, que sufrió fractura múltiple de tibia y peroné en la pierna derecha, que la poesía en carta ya se está escribiendo y que más allá del ascensor y su terrible historia personal afuera hay un verdadero infierno. El ascensor no es el castigo divino. Es el comienzo del milagro. Es el 18 de julio de 1994, el día que ocurrió el mayor ataque terrorista en suelo argentino: 85 muertos —entre ellos Bernardo Neón, un tío de Alejandro que trabajaba como mozo y al que sólo le faltaba un año para jubilarse— y trescientos heridos. Fue un coche bomba o un volquete recargado de explosivos frente a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA).
Todos estuvimos en la calle Pasteur
y explotamos hasta ser escombros
vimos que la destrucción no es poética.
En el Banco Río de Colón, Buenos Aires, a 277 kilómetros del desastre aún no quitaron los televisores que se habían instalado para seguir el Mundial de Fútbol de Estados Unidos. Hace apenas quince horas Brasil acaba de ganar su cuarta Copa del Mundo en el Rose Bowl de Los Ángeles. Fue 3 a 2 en los penales luego de un mediocre 0 a 0 contra Italia. Los televisores se multiplican por millones y la tragedia se cuenta en vivo y en directo. Mi hermana Magaly está haciendo un trámite en el banco. Cuando ve las imágenes piensa ¿Dónde mierda será? ¿En el Líbano? ¿En Palestina? El subtítulo ancla la geografía vernácula: “Pasteur 633”. A Magaly la dirección le suena conocida. Magaly reacciona y se da cuenta de que esta vez el atentado no tiene nombre de Medio Oriente sino de un barrio habitual: Once. Magaly corre a su casa, no se despega de los informativos y se dedica a escuchar las listas, los nombres, los muertos, los vivos, los desaparecidos.
Todos estuvimos en la calle Pasteur
sepultados por el peso del espanto
retratando la lucha entre el Bien y el Mal
Alguien sembró horrores y arriesgó su vida para aniquilar
Alguien desafió derrumbes y arriesgó su vida para salvar
El Mal es la verdad de rostro oculto
El Bien es la verdad de cascos y barbijos
Los bomberos, los rescatistas, los voluntarios y los médicos remueven los escombros. Los muertos se cuentan de a montones. Las apariciones de sobrevivientes se celebran en todo el país. El canal Crónica TV, que inició sus transmisiones el 3 de enero de 1994 consagrándose como el primer medio argentino en emitir 24 horas de noticias en vivo, tiene su primera prueba de fuego. El móvil de exteriores de Crónica TV llega rapidísimo a la AMIA. El canal está ubicado en Riobamba 280, a ocho cuadras de la primicia.
Ya pasaron cinco horas. Alejandro reza y respira despacio. Fantasea con que se le puede acabar el oxígeno. Hasta que un hilo de luz ingresa al cubículo y le permite verse, se contempla. Su pierna derecha está torcida, doblada, fracturada, totalmente destrozada. Eso no lo detiene. Se mueve limitadamente. Intenta trepar entre los escombros. Se ilusiona. Ve botas, pies, piernas. Del otro lado escuchan los ruidos que él genera con su lento pero intenso movimiento. Le empiezan a gritar. Le hacen preguntas. Él no entiende nada.
Alejandro pregunta cómo Carlitos, uno de los porteros, tardó tanto tiempo en percatarse de la caída del ascensor. Carlitos y todos los demás están muertos, le contestan las voces desde arriba. Tres y media de la tarde, todavía faltan cuatro horas para que el haz de luz se convierta en hueco y el triatleta salga a la superficie. El infierno no está en el subsuelo. La tele emite en vivo el rescate. La madre no reconoce a ese hombre que sale engrasado entre los muros. Magaly se entera de que la persona atrapada y rescatada en el ascensor es nuestro compañero, el triatleta. Magaly lloró, lloró y escribió de un tirón un poema. Lo llamó “In Situ” porque ella sintió haber estado todo el tiempo ahí. Buscándolo.
Todos estuvimos en la calle Pasteur
Temblando de impotencia ¿Qué haremos?
Podemos acarrear escombros como una piedra
en el zapato
mirando hacia otra parte, cambiar el canal.
Podemos acarrear escombros y arrojarlos lejos
meterlos debajo de la alfombra y silbar bajito.
Podemos instalarnos en los escombros y llorar
eternamente
La extensa estadía en el Hospital de Clínicas marca el tiempo de la recuperación. El diagnóstico: fractura de tibia, peroné y astrálago. La pesadilla de la tragedia está muy cerca y el fantasma del futuro lo atormenta: es probable que Alejandro no vuelva a caminar ni a correr. Los médicos argumentan que salvó su vida por su excelente estado físico y por el movimiento que hizo cuando cayó el ascensor. Alejandro, nueve días después de la tragedia, es la nota de color de la prensa local. No quiere hablar del atentado, sólo de su sueño: volver a competir.
Sobre una improvisada mesa de luz en la habitación del hospital hay una foto tomada el 6 de abril de 1991, el día que Alejandro se consagró campeón en su categoría en el Triatlón Internacional de Noroeste Argentino de Catamarca. Ese preciso día lo conocimos junto a mi hermana. Él tenía su camiseta con la clásica estampa “A muerte triatlón” y andaba desparramando generosidad por todos lados. En el triatlón la competencia es contra uno mismo. El resto son compañeros que vivencian su propia experiencia.
Fue en el triatlón de Chascomús. Y, durante la prueba, se deshizo de las muletas cuando aún faltaban algunos kilómetros para llegar. No fue necesaria la música de Vangelis. Volvió. Y así siguió hasta competir en seis Ironman, la prueba extrema que consta de de 3,86 km de natación, 180 km de ciclismo y 42,2 km de maratón.
Magaly recuerda la primera vez que lo vio. Estábamos arriba del camión que transportaba a los triatletas hasta el lugar de partida de la prueba: el dique Las Pirquitas, a treinta kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca. Por aquellos años el triatlón era un deporte marginal. Ni las empresas de indumentaria deportiva ni la industria de bebidas isotónicas habían desembarcado como sponsors. Todos estábamos descalzos y con precarios trajes de baño. Magaly tenía 25 años, un gorro azul y muchos nervios contenidos. Se le había roto el cambio de la bicicleta y se largó a llorar. Alejandro se acercó, le preguntó qué pasaba y trató de ayudarla. Así descubrió que ella era amiga de su hermano, también triatleta. Esa carrera fue muy dura, el agua tumultuosa del dique, la bicicleteada entre las montañas y el recorrido urbano de subidas y bajadas significó para Magaly quebrarse cuando faltaban poco más de cinco kilómetros para la llegada. Alejandro, ya campeón de la categoría, regresó en el trayecto y acompañó a mi hermana el último tramo. Una prueba de vida, la llegada a la meta.
“Ahora hay que pensar en la próxima carrera”. María del Carmen, la mamá de Alejandro, se aferra al futuro. Contra los primeros pronósticos y a favor de esas frases que se repiten como verdades absolutas, el triatleta continuó con su recuperación. El grave accidente lo dejó con la pierna dos centímetros más corta y una renguera que aparece solapadamente. En esta historia de vida, donde las elipsis pueden ser fatídicos segundos o años enteros, el tiempo es mucho más que relativo. En otro abril, pero del 95, Alejandro volvió a participar. Fue en el triatlón de Chascomús. Y, durante la prueba, se deshizo de las muletas cuando aún faltaban algunos kilómetros para llegar. No fue necesaria la música de Vangelis. Volvió. Y así siguió hasta competir en seis Ironman, la prueba extrema que consta de de 3,86 km de natación, 180 km de ciclismo y 42,2 km de maratón. Ahora se prepara para su séptima prueba de acero.
Los años pasaron. Cada vez que se aproxima un 18 de julio con mi hermana nos acordamos de la Catamarca del 91 y de Alejandro. Cada vez que él llega a una competencia muchos lo reconocen. Es él el verdadero hombre de hierro. El triatleta que cambió la consigna: “A muerte triatlón” por “Sigo vivo”. Alejandro sobrevivió.
Podemos ser firmes y pacientes
juntar los pedacitos
hasta edificar un poema
y digo poesía como un recurso apenas
o metáfora humilde que signifique
Lucha – Vida.
Para Alejandro, que está vivo. ®