Vanitas es, en el discurso y sensibilidad de Peláez, la puesta en escena de un imaginario en el que, como Narciso (figura invocada por el propio pintor al realizar esta serie de obras), el arte de la pintura se obsesiona por sí mismo para redefinir la incidencia de sus poderes en el espectador.
Narciso sueña en el paraíso…
¿Cuándo el tiempo, al abandonar su huida,
permitirá que este fluir descanse?
… El paraíso debe ser recreado siempre.
… en los abismos imperturbables florecerán
Los cristales secretos…
—André Gide, Le traité du Narcisse
Del 13 de diciembre de este año al 2 de febrero de 2014, el Museo de la Ciudad de Querétaro presenta Vanitas, una muestra de obra reciente del pintor Javier Peláez (Ciudad de México, 1976). La exposición reúne más de una decena de obras, entre cuadros y tondos (pinturas con formato circular). Las imágenes están referidas a la representación de mundos líquidos, en los que se advierten paisajes florales lujuriantes y alusiones a desconcertantes bodegones con cráneos humanos y otros objetos relacionados —históricamente— con el ciclo de la vitalidad. Desde el título, es evidente que el artista establece un juego, ciertamente perverso, con la iconografía que simbolizó, sobre todo en el periodo barroco de la pintura, la fragilidad —y el esplendor— de la vida terrenal. Vanitas es, en el discurso y sensibilidad de Peláez, la puesta en escena de un imaginario en el que, como Narciso (figura invocada por el propio pintor al realizar esta serie de obras), el arte de la pintura se obsesiona por sí mismo para redefinir la incidencia de sus poderes en el espectador, quien ocupa el papel de otro Narciso reflejándose en una pintura que magnetiza por su gran dosis de seducción. A diferencia de la apuesta por la concepción del cuadro-puerta que insinúa el acceso del público a un reino posible o del cuadro-ventana que prefigura mundos posibles para la mente, Peláez es un pintor de cuadros-espejo que desafían al ojo en el proceso de recepción, pues activan la consideración comparativa de contenidos culturales aparentemente incompatibles: arte avanzado versus arte comercial.
Javier Peláez apareció en el medio del arte contemporáneo en México con el palmarés de un pintor virtuoso en la consecución de una obra fotorrealista de alta calidad visual. No obstante, el proceso profesional desarrollado por Peláez en los últimos cinco años lo ha llevado hacia una zona de autocuestionamiento respecto a aquella primera etapa y a un tiempo de exploración de un discurso pictórico más avanzado. Vanitas constituye una temporada consumada de obra en la que es particularmente evidente el logro de Peláez en términos de lo dicho al principio de este párrafo. La factura mimética y virtuosa de los cuadros ya no es una celebración mecánica y gratuita de las apariencias de los objetos en el entorno visible, ni una transcripción pictórica elemental de lo que se observa, por ejemplo, en una fotografía: las pinturas se sostienen como tales en una condición contemporánea de autonomía que, sin embargo, instrumenta (y re-dirige) la referencia a la realidad y el uso de imágenes fotográficas.
El tratamiento de las escenas parte del principio de someter a una deformación anamórfica la visión de las flores reflejadas en una superficie metálica tersa, como si esos elementos se fijaran en el agua. Algo parecido sucede con los bodegones, pues dejan la impresión de ser obscenos museos objetuales sumergidos en un diorama de agua.
Vanitas recupera la fascinación del acto contemplativo de elevada intensidad para el campo de experiencia con la pintura. Cada pieza hace mapa con el espacio de exhibición, de modo que no es fácil dejar de mirar la secuencia de superficies vertiginosas que propone el artista. La iconografía de los cúmulos florales y los bodegones no estimula el desciframiento de simbologías complejas, porque no es un relato escatológico en el marco de un dogma sagrado o de una confesión religiosa. En todo caso, uno de los aspectos de la obra que retiene a la mirada en el transcurso de una observación prolongada es la manera en que Peláez trasciende los efectos deliberadamente cursis, kitsch y pseudocultos de su temática y factura, para hacer vibrar su producción en el contexto de una ironía que involucra todavía al placer estético. En este sentido, lo más relevante es la capacidad del artista para liberar el torrente de belleza resultante del ejercicio de un formalismo decorativista, en aras de un estilo que conjuga esteticismo y obscenidad.
El tratamiento de las escenas parte del principio de someter a una deformación anamórfica la visión de las flores reflejadas en una superficie metálica tersa, como si esos elementos se fijaran en el agua. Algo parecido sucede con los bodegones, pues dejan la impresión de ser obscenos museos objetuales sumergidos en un diorama de agua. Al final, la apariencia de las pinturas integra la utilización de modulaciones de flores y objetos que generan gradientes y patrones de repetición visual. Peláez se interesó al comienzo de su trayectoria en el registro meticuloso de objetos cotidianos traslúcidos, de celofanes plegados en el espacio o envolviendo cosas, y de pasajes de superficies metálicas y metalizadas. En Vanitas la presencia ambivalente e hipermórfica de la naturaleza floral y de los bodegones triunfa menos por las cualidades del registro y más por la alucinación de lo real que proveen.
En la versión del mito de Narciso interpretado críticamente por Herbert Marcuse en el tremendo análisis de Eros y civilización (1953), el protagonista del relato no es un ser enamorado de su propia persona, sino un soñador que ve en el reflejo del agua tanto su figura como el entorno de paisaje donde se encuentra inclinado sobre el río. Narciso, concluye Marcuse, no distingue entre su efigie y el resto de la naturaleza: ama ese todo. De ahí que el filósofo afirmara que la fuerza del eros, o sea, la catexis que proyecta la psique de Narciso sobre la imagen del reflejo, puede servir de teoría del encauzamiento de nuestro deseo por una imagen contextual del mundo y lo social en estado erótico, que vaya más allá del ámbito de la sexualidad individual. La serie pictórica de Javier Peláez, metaforizada a la luz de la reflexión de Marcuse, no es una apología, desde el tipo de pintura ejercido por el artista, que celebre cierta iconografía o temática, como son la referencia sublime y afectada de las flores o la suntuosidad pretenciosa de los bodegones: es un tributo a las condiciones de posibilidad del arte de pintar mundos a la medida del deseo desbordado. ®