Devueltos al campo, la mente oscila entre la imagen del horizonte devastado —los alambres afilados por la escarcha, molinos que elevan el agua para los bebederos solitarios, la raya blanca que se interrumpe, se hace plena y vuelve a interrumpirse— y la somnolencia de nuestro destino.
Los hay quienes viajan y van dejando pedazos de sí al paso, convencidos de que habrán de hacerse con ello menos perennes. Algunos más levantan del piso y se embolsan piedras o toman todo aquello que pueda ser un pequeño fetiche para recordar el sitio visitado.
A diferencia de ambos tipos de viajeros, Cristian Aliaga, habitante de ese gigantesco rincón latinoamericano llamado Patagonia, colecta, arrastra y toma delicadamente o con brusquedad, para luego seleccionar y guardar, ya sea pedazos de suelo, de muros, de árboles, de rostros, miradas, risas, llantos, botellas por decenas, vino, cerveza, agua de diversas fuentes, amores y odios, arrebatos y pasiones que con la alquimia de las letras convierte luego en poesía.
Dice él mismo en Música desconocida para viajes (2002) que “El viaje es la última fantasía de los agobiados por la inmensidad, que nos obliga a amarla y arrastrarla”.
Escanciando más de una botella de vino a lo largo de un corte entre la primavera y el verano de principios de siglo en el sur de España, me encontré con ese alquimista-viajero. Retomo aquí unas cuantas muestras del trabajo que ha publicado ya en más de diecisiete años del trabajo poético que alterna entre el periodismo y la comunicación.
Reconocido y premiado en más de una ocasión en su país, Aliaga es una referencia en el terreno de la poesía del cono sur, pero es sobre todo ese tipo “agobiado por la inmensidad” que le apostó a no cargar más equipaje personal que una libreta y una birome como herramientas para trocar lo que para muchos de nosotros son al paso elementos simples en el compuesto radiante de la poesía.
De La sombra de todo (2007)
La foto del niño desnudo
El solo es tu muerto
el solo es tu padre
el solo es él
cementerio abandonado
donde yace.
El solo es exactamente tu rostro en un hotel
el lugar al que huiste
para estar solo
el solo es el vivo
que será tu propio muerto
el solo es la expresión
de la vida bella
que te matará.
El solo es tu muerto
tu padre
es la foto de un niño
desnudo que matará tu imagen.
El solo es quien
no tiene
su propia compañía.
El solo ha aprendido
frases para su
soledad
y puede gritarlas
sin saber.
El afásico
Privados de la palabra
tenemos
perdida el habla
por desorden
del cerebro
devorado por otros
Del cerebro asesinado
por ellos que mandan sin hablar
mandan por posesión de las palabras
infames
Perdida el habla
temblamos de alma
en un rincón brillante del cerebro
perdido.
Ahí radica una lengua noble
sarcástica
en el cerebro donde la afasia reina
por invasión de tortura
de golpe artero
de hambre que entorpece las conexiones
nerviosas
Por la marca de Hollywood y Longley
ahí resiste una lengua sucia
irresistible
Somos los
afásicos
cantamos.
Falso el que piensa
No puedo hincarme más
Al pedir perdón, al atizar el fuego,
sube mi cólera hasta
amenazarme.
No puedo hincarme más ante
La Iluminación, aquella
cuestión que intuía mientras
el fuego
se negaba.
Pensé con exactitud en tanto la madera
mojada resistía.
Quiero incinerar ahí
lo que padezco
permanecer ante la llama
hasta que regrese algo
de esa combinación
que pasó por la sombra
ocupada en encender ese fuego.
No puedo hincarme más.
Falso es el que
piensa.
De Música desconocida para viajes (2002)
Un pedazo de piel
La imagen de una liebre de orejas cortas precede al golpe.
El espejo refleja apenas una mancha oscura contra el pavimento y un pedazo de piel que ondea como banderín sobre la ruta.
Devueltos al campo, la mente oscila entre la imagen del horizonte devastado —los alambres afilados por la escarcha, molinos que elevan el agua para los bebederos solitarios, la raya blanca que se interrumpe, se hace plena y vuelve a interrumpirse— y la somnolencia de nuestro destino.
El destino atraviesa el horizonte, pero la verdad sigue estando más allá, inalcanzable para cualquiera que apriete el acelerador ingenuamente en el camino; bajo una descarada luna que ilumina todo, hasta lo que no queremos mirar.
—Puerto Visser, Chubut, Argentina
El aire malsano
La maleza crece hasta los bordes del asfalto, como un muro, sin puerta alguna. No es posible salir del camino ni detenerse, se viaja sobre un hilo delgado que conduce hasta la lluvia.
Los goterones muelen las nociones del tiempo, y no hay quetzales ni pájaros rastreros que crucen bajo el cielo.
En el claro del bosque agobiante una mole de piedra más alta que Chichén Itzá permite a quien llega del desierto pasar los límites del follaje para ver dos lagos sobre el techo verde. ¿Para esta imagen del cielo y el silencio aquellos mayas gastaron quijadas y vientres de generaciones, piedras humanas?
La conmoción del que no sube no persiste en la memoria, dura apenas como la “pequeña muerte” del sexo. La ausencia de explicaciones es bella, sólo tenemos lo que está a la vista, derruido por el aire malsano de cinco siglos.
De allí no queda verdad por extraer, apenas magnética incertidumbre.
—Cobá, Yucatán, México
Maledicencia
El terror, al amor, porque el día pasa. Ha de pasar, aquí, con más penas de las que preveía el hombre cuyo apodo se repite en monedas y edificios. Asesinado, toman su nombre como banderola, los usos son ilimitados, las monedas llevan su permanencia.
Sabía él quién era, pero no lo que podrían hacer de él ya muerto. Los visitantes quieren llevarse alguna muestra de su paso por estas tierras: eso alienta la invención, el narrar de historias lejanas que nadie ha presenciado para venir a repetirlas ante los viajeros.
Hay sin embargo un brillo que bordea las palabras de la mentira, un aire que despiden los relatos a despecho de los que hablan. Ese hombre, despeñado por la historia, saqueado por la mordida del tiempo, dejó señales que ni la maledicencia puede borrar del todo.
—Matanzas, Cuba ®