Los cholos del barrio Las Juntas, en Tlaquepaque, Jalisco, se merecen una condecoración del gobierno estadounidense. Desapegados a todo, menos a los inhalantes, sus únicas ocupaciones durante la mañana consisten en asaltar el tren, sobre todo cuando transporta chatarra, maíz y centroamericanos ilegales que viajan de trampa rumbo a Estados Unidos.
Los centroamericanos son la mercancía menos valiosa para los cholos. Llegan a Jalisco sin un cinco, tras haber sido asaltados por otros maras, campesinos, pandilleros, policías y zetas de Tapachula y Comitán, Chiapas; Tenosique, Tabasco; Tierra Blanca, Veracruz; Lecherías, Estado de México, el Distrito Federal e Irapuato, Guanajuato. Así, cuando se bajan en Las Juntas, a la mitad del camino, los migrantes sólo sirven para que los adolescentes del suburbio desquiten su furia.
Quizá tienen razones para estar enojados. Las Juntas es un escenario tan jodido y teatral que uno duda de su existencia cuando se aleja de él. Ubicada en el oriente de la zona metropolitana de Guadalajara, la colonia fue construida en los años sesenta por migrantes del campo y obreros de una cementera hoy abandonada. La vía del tren parte al barrio en dos. Por ambos costados nacen callejones muy estrechos, de un metro y medio a lo sumo, donde los muchachos le ponen al tonsol desde que canta el gallo. A lo largo de la vía, las cruces de madera y cemento dan cuenta de que no hay carne humana que resista el paso del tren. Entre los callejones, el aroma a solvente y las cruces, se erige el templo de la Santa Muerte, más interesante por su nombre que por su aspecto.
Los vecinos de la colonia juran que cuando la conciencia de los cholos anda muy diluida, golpean y arrastran a los polizontes hasta que los matan.
Sin escuelas, parques, servicios públicos, empleo o por lo menos un templo de la Santa Muerte digno, en Las Juntas la desocupación es la madre de todos los vicios. De todos los vicios los vecinos de la zona poniente acusan a los del oriente, pero se aguantan, pues las patrullas no entran y cuando entran salen abolladas. El único beneficio que ha dejado el ferrocarril en el barrio son las piedras de castilla y las habilidad de sus jóvenes para anotarle al blanco —tienen el cerebro muy quemado como para largarse al norte. El blanco son los centroamericanos ilegales que pasan por el territorio.
Los vecinos de la colonia juran que cuando la conciencia de los cholos anda muy diluida, golpean y arrastran a los polizontes hasta que los matan. “Apenas la semana pasada se echaron a uno”, se encoge de hombros una anciana que vive frente a las vías. Si eso es cierto nadie hace escándalo ni las notas más perdidas de los periódicos amarillistas de la ciudad ni los cónsules de Guatemala, El Salvador y Honduras, de donde viene la mayoría de los trampas (en 2008, la delegación Jalisco del Instituto Nacional deportó a 135 guatemaltecos, 40 hondureños y 40 salvadoreños vivos. De los muertos nadie lleva la cuenta).
Algunos ilegales, unos cuarenta cada año, son “atrapados” por los agentes de Migración mientras convalecen en el Hospital Civil de Guadalajara, por amputaciones a causa de sus caídas del tren y heridas de armas blancas, a causa de los asaltos. Las violaciones sexuales contra las mujeres son comunes, afirma el jefe de Medicina Legal del nosocomio, Luis Bravo Cuéllar, que supone que los “trampas” se agreden entre ellos.
Quienes los han visto más de cerca saben que no es así. Ante los centroamericanos ilegales México muestra su cara más cruel a lo largo de más de cuatro mil kilómetros, a los que los migrantes llaman “la frontera de la muerte”, refiere el investigador de la Universidad de Guadalajara Ramón Gómez Zamudio.
Hace varios años recorrí el comienzo de esa frontera. En Tapachula pululaban las cantinas de cartón, donde los militares borrachos manoseaban a niñas salvadoreñas que se habían quedado en el camino. Apenas un poco al norte los miembros de una comunidad campesina de Comitán cobraba el derecho de paso a los ilegales que, para evitar a las autoridades, cruzaban la sierra a pie.
Así las cosas, se puede considerar suertudos a Nelson, Bautista y Renán, tres hondureños que el 7 de agosto pasado esperaban el tren, sentados en las vías de la colonia Moderna, en Guadalajara. Sus cuerpos cargaban casi un mes de viaje. En Veracruz, Nelson vio cómo un comando de zetas se llevó a punta de metralleta a la docena de personas con las que viajaba. Él se escondió con otros arriba de un árbol, pero llegó solo a Guadalajara. Bautista y Renán, primos hermanos, se vanagloriaban de su fortuna: nada más dos asaltos. Renán, de 18 años recién cumplidos, tenía la mano derecha inflamada a causa del buen tino de los jóvenes de la colonia Las Juntas.
Unos días antes el delegado del Instituto Nacional de Migración, Frábel Espinosa Prado, se decía sorprendido por la noticia de que los civiles y las autoridades atacan a los ilegales en Jalisco. Se le preguntó por qué se pone tanto interés en deportarlos. Respondió que por seguridad nacional.
Es curioso. Con el mismo argumento las autoridades de Estados Unidos justifican el endurecimiento de sus políticas contra los migrantes latinoamericanos, a los que meten en un costal con una sola etiqueta: “mexicanos”. Lo bueno para los estadounidenses es su desconocida pero estrechísima relación con el barrio de Las Juntas, Tlaquepaque, donde los adolescentes se encargan de desalentar el viaje de los “trampas” centroamericanos, sin que nadie deba invertir en sueldos o infraestructura. ®