“Enriqueced a los soldados y despreocupaos del resto”

El presidencialismo militarista*

Ahora, por iniciativa de un presidente que prometió regresar a los militares a sus cuarteles y que en lugar de eso los ha convertido en actores protagónicos de la vida pública, estamos viviendo un retroceso que amenaza, como nunca en la historia reciente, la existencia misma de las instituciones democráticas.

Cayo Mario fue un general y estadista romano que reorganizó al ejército romano y llevó a un final victorioso la guerra de Jugurta en 105 a.C., y derrotó a las tribus germánicas que intentaron invadir Italia. En los últimos años del siglo II a.C. se convirtió en el hombre más poderoso de Roma.

I. Una historia de romanos

Fue el emperador romano Septimio Severo quien en su lecho de muerte dejó como principal consejo a sus hijos, amigos y herederos una frase que ha trascendido hasta nosotros: “No rivalicéis, enriqueced a los soldados y despreocupaos del resto”. Este gobernante, todo un modelo de autoritarismo donde los haya, llegó a la cima del imperio en una época (193 a 211 d.C.) en la que ciertamente el ejército era un factor fundamental para obtener y retener el poder.

Precisamente por ignorar a las tropas, uno de sus antecesores, Pértinax (Publio Helvio) duró poco menos de tres meses como emperador. Habiendo llegado al cargo inmediatamente después de la conspiración–asesinato de Cómodo (en la que algunos historiadores creen que participó) se olvidó de darles a los guardias pretorianos el donativum al que estaban acostumbrados; enfadada por esta situación, la soldadesca concluyó que lo mejor era asesinar al flamante emperador. Acto seguido, tuvo lugar un episodio que exhibía ya toda la decadencia del imperio: la guardia pretoriana puso en subasta el cargo de emperador. Tal era el poder político que había llegado a acumular el Ejército romano.

En esa puja Didio Juliano fue quien “dio más”, pero la compra, de suyo grotesca e ilegítima, no hizo sino abrir un periodo de sangrientas luchas intestinas que culminaron con la llegada de Septimio Severo. Conocedor de la fuerza que había adquirido la guardia pretoriana promulgó su disolución (para sustituirla por su guardia personal), pero eso no significó que su gobierno no mantuviera una estrecha relación con el ejército, al cual de todas formas consintió y benefició de muchas formas: aumentó generosamente el sueldo de los soldados (stipendium), creó nuevos colegios militares, nuevas legiones, promovió y defendió sus privilegios, les autorizó nuevas responsabilidades en materia de adquisiciones de equipo y suministros y, básicamente, gobernó con ellos.

Esto no quiere decir que Septimio fuera quien militarizó al Estado romano. Ya desde los tiempos de Augusto el princeps era también jefe de todas las fuerzas armadas del imperio, lo cual terminaba por ser la fuente definitiva de su poder. Las implicaciones de esto son ilustradas perfectamente por la siguiente anécdota: Favorino de Arlés, filósofo neoplatónico, estableció en una ocasión un debate con el emperador Adriano; el tema de la discusión ha sido olvidado, pero no el hecho de que, a pesar de que los argumentos del emperador resultaban endebles, Favorino prefirió no refutarlo. Cuando se le preguntó por qué había dejado pasar la pobre argumentación del mandatario el filósofo dijo que no era recomendable diferir del “superior saber y entender” del amo de treinta legiones. Era docto y entendido ese Favorino.

Para satisfacción del princeps y sin necesidad de que éste les enfatizara aquello de “no me vengan con que la ley es la ley”, formularon el sabio principio de que la ley emana del emperador, pero no le obliga. Y por si a algún bárbaro se le ocurriera tal cosa, definieron puntualmente: Quod principi placuit, legis habet vigorem (“Lo que le place al emperador tiene fuerza de ley”).

Sabedor de la importancia del ejército, Septimio decidió incrementar la presencia de éste en la vida pública y sostenerse en él. Pero siendo justos, no sólo gobernó con los señores de la guerra: también contó —luego de algunas ejecuciones y defenestraciones— con el Senado, por lo menos de manera decorativa. Los historiadores recuerdan que no se conoce de ningún debate en torno a algunas de las propuestas hechas por el emperador; todas las resoluciones del Senado se limitaban, pues, a ratificar las iniciativas del emperador, desde luego sin quitarles una coma.

Tampoco nos podemos olvidar de los juristas imperiales y las leyes. Para satisfacción del princeps y sin necesidad de que éste les enfatizara aquello de “no me vengan con que la ley es la ley”, formularon el sabio principio de que la ley emana del emperador, pero no le obliga. Y por si a algún bárbaro se le ocurriera tal cosa, definieron puntualmente: Quod principi placuit, legis habet vigorem (“Lo que le place al emperador tiene fuerza de ley”) y también Princeps legibus solutus (“El Emperador está desligado del cumplimiento de la ley”). Grandes e infalibles preceptos.

No sé por qué me he acordado de toda esta historia. Por un momento, en un desliz interpretativo, sin duda, se me figuró que había cierto parecido entre los tiempos que corren y aquellos apenas posteriores a la crucifixión de Cristo. ¡Pero qué va! Han pasado dos mil años y la democracia mexicana, en plena Cuarta Transformación, está muy lejos de sus antecesores neoliberales y con más razón de aquel mundo de césares y tiranos, plagado de excesos de poder, corruptelas, injusticias e infamias, y un servilismo (de tribunos y juristas, para empezar) que hacía sentir vergüenza a los propios esclavos. Qué alivio.

II. El pueblo uniformado

Felipe Calderón sacó al Ejército de sus cuarteles para garantizar, dijo, la seguridad pública. A pesar de su fracaso evidente (con más de cien mil muertos durante su sexenio), la estafeta de su declaración de guerra contra el narcotráfico fue retomada por el gobierno de Enrique Peña Nieto, lo que dejó un saldo —de acuerdo con el INEGI— de 35 mil homicidios más que la gestión anterior. Frente a estas dos experiencias claramente desastrosas, y contradiciendo de modo flagrante lo que dijo durante su campaña, el presidente López Obrador ha continuado la misma línea trazada por los gobiernos “neoliberales” que tanto gusta criticar y, lejos de regresar a las fuerzas armadas a sus cuarteles, no sólo ha multiplicado las tareas del ejército en las calles sino también el número de muertos en relación con sus predecesores en el poder, sumando en el mes de enero de 2024 más de 170 mil.

En su momento, desde la academia y la prensa, fuimos muchos los que advertimos que sacar al Ejército de sus cuarteles había sido muy fácil y, en cambio, regresarlo a ellos iba a ser muy complicado, cuando no imposible.  AMLO no sólo desistió de la idea de que volvieran, sino que, además de las labores de seguridad que tenían ya asignadas, los ha convertido en el factótum de su administración, ocupándolos en un sinfín de actividades que deberían de estar en manos de civiles: el control de las aduanas, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, las estaciones migratorias y, desde luego, la construcción de las obras —tan estelares como inútiles— de esta administración: bancos del bienestar, refinería, Tren Maya, etcétera.

Combatir al narcotráfico a través de las Fuerzas Armadas se convirtió muy pronto en parte del problema, no de su solución. El paisaje de violencia sin fin que predomina desde entonces en el país no ha hecho sino ampliarse, llegando a escenas que todos los días rebasan lo ya visto.

De su salida de los cuarteles para combatir al narcotráfico muchos sospechamos que sería ineficaz —puesto que no estaban entrenados para labores propiamente policiacas— y que adicionalmente los expondría como nunca a la corrupción que promueve en todas las esferas el crimen organizado. La institución militar era, argumentamos entonces, “la última línea” de protección con la que contaba el Estado y no debía recurrirse a ella tempranamente. Y tuvimos razón: combatir al narcotráfico a través de las Fuerzas Armadas se convirtió muy pronto en parte del problema, no de su solución. El paisaje de violencia sin fin que predomina desde entonces en el país no ha hecho sino ampliarse, llegando a escenas que todos los días rebasan lo ya visto.

El presidente Calderón encontró en su declaratoria de guerra al narcotráfico lo que él creyó que sería la mayor hazaña de su gobierno. Pero al hacerlo más con voluntarismo que con una estrategia bien elaborada terminó por abrir una auténtica caja de Pandora que hasta hoy nos presenta ante el mundo como una nación sin gobierno en muchas regiones, sin capacidad del Estado para garantizar la seguridad y —como se preveía— con unas fuerzas armadas cuya imagen oscila entre la ineficacia y la complicidad ante el crimen organizado.

Este legado de los gobiernos panistas y priistas ha sido retomado por López Obrador con algunas variantes de las que es preciso tomar nota. En primer lugar, ha legitimado y reforzado su papel de garante de la seguridad pública, creando una extensión del Ejército, la Guardia Nacional, que trabaja bajo la absurda y contradictoria limitación de los “abrazos, no balazos” —pese a los cuales el país sigue cubierto de cadáveres—. En segundo lugar, lo ha potenciado dándole a las fuerzas armadas, como ya se dijo, un notable papel en la administración actual, con una gran opacidad en el manejo de sus recursos, los cuales se han triplicado, pasando de casi 81 mil millones de pesos en 2018, al comenzar este sexenio, a 259 mil millones de pesos para 2024.

Y, en tercer lugar, hizo del Ejército mexicano un nuevo actor político, aliado abiertamente de un proyecto eminentemente partidista. Esa es la novedad que todos registramos al escuchar las palabras del general Crescencio Sandoval el 20 de noviembre de 2021 haciendo un llamado a la unidad en torno a la Cuarta Transformación.

En 2017, luego de que los titulares de la Defensa y la Marina manifestaran su oposición a la idea de López Obrador de considerar una amnistía a criminales —un planteamiento descabellado con el que jugó un tiempo—, el entonces eterno candidato presidencial dijo que “Peña Nieto mandó a hacer política a los secretarios; sé que les ordenaron lanzarse en contra nuestra”.

Ya en el poder, uno podría suponer que AMLO instruyó a su secretario de la Defensa para declararse partidario del proyecto de la 4T, pero si así fue —y así lo asumió el general secretario— el presidente está llevando a las fuerzas armadas a convertirse no sólo en el principal soporte operativo de su gobierno, sino también en un actor político —y no cualquiera— a sus órdenes.

Así pues, Calderón sacó al ejército de sus cuarteles, Peña lo mantuvo fuera de ellos y AMLO —que como opositor llegó a acusarlo de represor y de violar los derechos humanos— gobierna con ellos como nadie lo ha hecho en la historia contemporánea de México, al fin que son “pueblo uniformado”.

III. Gobernar con el Ejército

La decisión de incorporar formalmente a la Guardia Nacional en las filas del Ejército, mediante un decreto presidencial claramente violatorio de la Constitución, reviste una importancia fundamental para lo que puede ser el futuro de la vida democrática en nuestro país.

Al integrar la Guardia Nacional —un organismo, recordemos, pensado y creado para ser de carácter civil— a la Secretaría de la Defensa, el Ejecutivo auspició que la institución armada incurriera igualmente en una acción ilegal al aceptar los términos planteados por el presidente López Obrador. Por lo demás, el hecho de que se haya elegido el 16 de septiembre de 2022, día del desfile militar, como fecha de la “entrega” de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa, buscó confirmar que esta decisión —entre tanques, aviones y fusiles— fuera irrevocable y que los opositores debían tomar en cuenta este mensaje nada sutil.

Ningún otro primer mandatario en el México contemporáneo ha concentrado más poder que Andrés Manuel López Obrador, pero ahora sabemos —lo que hace inútil compararlo incluso con personajes como Echeverría o López Portillo— que, a diferencia de todos sus predecesores, él gobierna de la mano de los militares.

Sabíamos que la restauración del presidencialismo autoritario era ya un hecho. Sin embargo, ahora tenemos que asumir que la instauración de un presidencialismo militarista va viento en popa y amenaza con destruir los pocos cimientos democráticos que nos quedan como nación.

Sabíamos que ningún otro primer mandatario en el México contemporáneo ha concentrado más poder que Andrés Manuel López Obrador, pero ahora sabemos —lo que hace inútil compararlo incluso con personajes como Echeverría o López Portillo— que, a diferencia de todos sus predecesores, él gobierna de la mano de los militares.

En el regresivo curso de su sexenio ha buscado sepultar el legado de Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, los dos últimos generales presidentes que fueron, precisamente, quienes más hicieron para concretar el retiro de los militares de la vida pública y su regreso a los cuarteles.

La vía preliminar para trastocar la relación entre el ejército y el gobierno no ha sido (aún) postular a generales y coroneles como candidatos a puestos de elección, ni nombrarlos presidentes de su partido, como antaño se hacía, sino meterlos hasta el fondo en la gestión de la (in)seguridad y propiciar su participación directa en un sinnúmero de tareas que han estado y deberían seguir estando en manos de civiles: la administración de aeropuertos, aduanas, construcción de obras públicas y el largo etcétera que todos los días crece.

A pesar de que no los vemos actuando a diario en política, ya pudimos escuchar al general secretario de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval, velar por “la unión nacional” y denunciar a aquellos que “con comentarios tendenciosos generados por sus intereses y ambiciones personales, antes que los intereses nacionales, pretenden apartar a las fuerzas armadas de la confianza y el respeto que tiene la ciudadanía en los hombres y mujeres que tienen la delicada tarea de servir a su país”. Y más recientemente pudimos ver al secretario de la Marina, Rafael Ojeda, responder —en plena campaña electoral— a la candidata Xóchitl Gálvez sobre la afirmación de ésta acerca de que el fentanilo entra al país como si la Marina no existiera.

Si todo esto no fuera suficiente, la violencia arrecia a niveles sencillamente insoportables, constatando el fracaso de la estrategia de seguridad que el presidente insiste en mantener. Para él, obviamente, se trata del “fruto podrido” que dejaron más de cuarenta años de gobiernos conservadores, pero para los ciudadanos sigue siendo la inoperancia, la impreparación y hasta la complicidad de las autoridades, policías y, ahora, de la Guardia Nacional.

Durante décadas padecimos el autoritarismo concentrado en la figura presidencial. Luego, hemos experimentado una defectuosa pero real vida democrática, sustentada en la participación ciudadana y en organismos independientes que la avalan y legitiman. Ahora, por iniciativa de un presidente que prometió regresar a los militares a sus cuarteles y que en lugar de eso los ha convertido en actores protagónicos de la vida pública, estamos viviendo un retroceso que amenaza, como nunca en la historia reciente, la existencia misma de las instituciones democráticas. ®

* En buena medida este texto se compone de algunos artículos del autor aparecidos originalmente en El Universal.

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Publicado en: Política y sociedad

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