Estaba llorando. Apretaba la quijada, se limpiaba la saliva que para entonces ya no era líquida sino una pasta blanca que salía de su boca seca, tan seca como la fe de alguien que sufrió toda la vida.
I’ve heard there was a secret chord that David played and it pleased the lord, but you don’t really care for music, do you?
—Leonard Cohen.
Mi hermano murió hoy hace un mes. El flaco.
“Mi flaquito, mi flaquito, el flaquito; se nos fue el flaquito”, decían mis tíos en su funeral —los tíos que en verdad lo querían—. De niño era flaco, y no fue sino hasta los treinta y cinco o cuarenta años cuando empezó a engordar. Y al final, volvió a estar flaco, flaco para siempre.
Murió doce días antes de cumplir los cuarenta y cinco. Yo pasé la noche con él, la noche antes de la noche en que murió.
“Te amo”, me dijo más veces esa noche que todos los días que vivió. “Yo te amo”, le contesté mientras le cambiaba por sexta vez el pañal. “No te agüites, güey: tuve un hijo para enseñarme a cambiar pañales y así poder cambiártelos a ti. Ni modo que tú nunca me hayas limpiado la caca”, le dije. No me contestó.
En la cama vecina de la Clínica 1 del IMSS había un señor sin piernas que toda la noche estuvo llamando a su mamá. A las 11 de la noche mi hermano se burló de él y le dijo: “Cállese, su mamá no está aquí”, y alrededor de las 5 de la mañana mi hermano también llamó a mi mamá… ella tampoco estaba ahí.
Horas antes, en mi casa, yo había llenado mi pachita con mezcal Nombre de Dios y me la escondí en el saco, pensé que me duraría; pero ni todo el mezcal Nombre de Dios habría alcanzado para sobrellevar esa noche.
Le pregunté si quería mezcal, si quería escuchar música, si quería a Nacho Vegas o a Miguel Bosé; dijo que al primero. Le puse mis audífonos y reproduje en este orden: “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, “Bravo”, “El ángel Simón”, “Blanca”, “La pena o la nada”, “Hablando de Marlen”, “Ocho y medio”, “Morir o matar” y “Al final te estaré esperando”.
Al final te estaré esperando, allí donde acaba este trago amargo […] tal vez me tenga que adelantar, y aunque estés algo triste al principio, yo velaré por ti desde el final […] Y perdón por todo el daño causado, por el cariño que no merecí. Sé que no supe dar mucho a cambio, pero prometo esperarte en el fin.
Estaba llorando. Apretaba la quijada, se limpiaba la saliva que para entonces ya no era líquida sino una pasta blanca que salía de su boca seca, tan seca como la fe de alguien que sufrió toda la vida; que toda su vida estuvo cansado, dolido, con el puño derecho cerrado, con el estómago abrasado; viviendo con toda la ternura del mundo en un mundo sin ternura. No dormí: el mezcal que según mis cálculos me habría de durar ocho horas me duró 45 minutos. Escondí la pacha a las 6 de la mañana que llegó una enfermera a revisarlo. Lo difícil que había sido cambiarle los pañales durante toda la noche se había vuelto imposible para esa hora porque ya no podía ni mover las piernas, menos levantar la cintura. Le pedí ayuda a la enfermera y lo volteamos y cargamos. Se quejó como siempre pero luego le dio las gracias; la enfermera nos regañó a los dos por la clase de cosas por las cuales siempre regaña una enfermera.
A eso de las 7 de la mañana, sin despedirme porque finalmente se había quedado dormido, y parecía que dormido nada le dolía, me fui. Jamás lo volví a ver.
Salí del Seguro, entregué la ficha de piso al guardia y me fui caminando hasta mi casa.
No podía sacarme de la cabeza lo flaco que estaba, los ojos que, aunque miraban, no podía decir con claridad si en realidad estaban viendo algo que perteneciera a esta dimensión —la única que existe—. No podía sacarme de la cabeza la pasta blanca que salía de su boca y que constantemente se limpiaba, sus dedos amarillos, su barba de días, su quijada apretada escuchando “y entre el dolor y la nada elegí el dolor, entre el dolor y la nada elegí el dolor, entre el dolor y la nada elegí el dolor, entre el dolor y la nada elegí el dolor”.
* * *
Llegué a mi casa, me quité el maldito cubrebocas, me dormí veinte minutos, prendí el boiler, lo apagué, me metí a bañar, me puse el maldito cubrebocas, me fui a la oficina, estuve anestesiado hasta las 3 de la tarde que salí a comer, tomé un taxi, llegué al Juan, pedí tres mezcales y dos whiskies con miel y jengibre, pagué, regresé a trabajar, salí, llegué a mi casa, me quité el maldito cubrebocas, besé a mi hijo, vi los Escandalosos con él, cené apenas, me dormí y finalmente recibí la llamada de mi otro hermano a las 4:30 de la mañana.
Vi a gente que quería ver y vi a gente que no quería ver, abracé a gente que quería abrazar y tuve que abrazar a gente que no quería abrazar, y finalmente le pusimos la canción que nos había pedido que le pusiéramos: “Take on me”, de A–ha, en su versión acústica.
Me levanté, me puse los pantalones, me subí al coche, abrí el portón, me puse el maldito cubrebocas, manejé, pasé por mi hermano, fuimos a casa de mi mamá, nos subimos al carro, volví a manejar, llegamos al Seguro, nos dieron sus cosas, nos dieron el acta, volví a manejar, llegamos a los funerales, hicimos los arreglos, escogimos el ataúd, pagué el anticipo, volví a manejar, regresamos al Seguro, nos dejaron pasar a las bodegas, mi otro hermano reconoció el cuerpo, se lo llevaron, salimos, volví a manejar, llegué a mi casa, me quité el maldito cubrebocas, llamé a la oficina para avisar que no iría, me dormí una hora, me desperté, prendí el boiler, lo apagué, me bañé, me vestí, salí de la casa, me puse el maldito cubrebocas, caminé, llegué a los funerales, lo vi. Vi a gente que quería ver y vi a gente que no quería ver, abracé a gente que quería abrazar y tuve que abrazar a gente que no quería abrazar, y finalmente le pusimos la canción que nos había pedido que le pusiéramos: “Take on me”, de A–ha, en su versión acústica.
Más tarde llegó mi papá y vi lo que no había visto en casi diecisiete años: vi a mis padres abrazarse.
Doce días después, en su cumpleaños 45, fuimos mis tres hermanos y yo al Juan y luego al Belmont. Todos borrachos: la sobremesa de la memoria, el hígado y los riñones. La más absoluta de las tristezas.
Ese día fue el último día que tomé. Llevo tres semanas sobrio.
* * *
En 2018 abrí el concierto de Nacho Vegas en Guadalajara, y un día antes Roberto Carlos también daría ahí un concierto. Invité a mi mamá y a otro hermano, y si de algo me arrepiento, y me arrepentiré toda la vida, es de no haber invitado también a mi flaco a ese viaje. Habría llorado con “Amada amante” y se habría acordado de su papá, se habría tomado una foto con Nacho Vegas, habría platicado con él, habrían bebido juntos. Y después: habría hablado de ese viaje por mucho tiempo.
El flaco, el flaquito, mi flaco, mi flaquito.
* * *
Un par de meses antes, también en 2018, Nacho Vegas le había dedicado unas palabras a un amigo al morir: “No creo que ocurra, pero si ves a Dios dale una hostia de mi parte”. ®