“La estrategia que anima este proyecto”, dice el autor, “ha consistido en intentar abrir el monumento, en socavar el sentido que representa, analizar sus componentes de mirada e intentar narrar desde otro punto, haciendo una movilización pequeña, mínima”.
La única incursión cinematográfica de Samuel Beckett es la producción en 1965 de un filme corto llamado tautológicamente Film, que fue dirigido por Alan Schneider. La película muestra al famoso actor Buster Keaton, quien personifica a un psicótico que intenta por todos los medios suprimir la mirada del mundo. Intentando sustraerse de todo mirante, ya sea persona, animal o cosa, nos muestra la imposibilidad de esta tarea. El guión se basó aparentemente en el esse est percepti (ser es ser percibido), principio filosófico del obispo Berkley. Así, el personaje principal va suprimiendo paulatinamente toda mirada, comenzando por las personas, aislándose en una habitación miserable de donde saca al perro y al gato que insisten en mirarlo, así como al pez, al loro, los ojos de un orante persa en una fotografía y hasta los ocelos que forman los decorados de una silla, pues al parecer todo mira. Se percata, sin embargo, que después de suprimir toda mirada queda él mismo como mirante, una mirada imaginada, un desdoblamiento que cobra vida y se mira a sí mismo. Al mirarse cara a cara (el sujeto y su desdoblamiento imaginario) ocurre un funesto encuentro que aniquila al personaje, pues además Film se construye mediante otro importante aspecto de la mirada: el personaje es portador del “mal de ojo” o the evil eye. Al desdoblarse al final se da a él mismo este mal y muere, frotándose los ojos.
Este filme, que encontré hace algunos años, me fascinó sin entenderlo completamente y lo dejé guardado por un tiempo, aunque le he dado muchas vueltas. Recientemente desencadenó un recuerdo que también tenía guardado por años, que me contó mi abuela: mi bisabuela Marta tenía funestas imaginaciones y una de ellas trajo consecuencias fatales. Vivía, con mi bisabuelo Ángel, en un edificio de muchos pisos. Marta salió a recibirlo cuando éste llegaba de trabajar y cargaba un madero muy grande para hacer leña. Mi bisabuela, desde arriba, vio otra cosa distinta de lo real. Imaginó que mi bisabuelo estaba aplastado por el madero y que yacía muerto en el suelo. El horror, generado por ella misma, fue tan grande que acabó produciéndole el aborto de la criatura que llevaba en las entrañas. De la misma forma se produjo un par de historias similares que ahora se me escapan. Mi abuela Oralia quedó como hija única. Esta forma de imaginación que aquejaba a mi bisabuela y que le provocaba males reales me fascinó todo el tiempo. ¿Cómo es posible que algo que no se ve realmente sino que es provocado en lo imaginario acabe por provocar la muerte real?
Así, el personaje principal va suprimiendo paulatinamente toda mirada, comenzando por las personas, aislándose en una habitación miserable de donde saca al perro y al gato que insisten en mirarlo, así como al pez, al loro, los ojos de un orante persa en una fotografía y hasta los ocelos que forman los decorados de una silla, pues al parecer todo mira.
Encontré que algo similar ocurre con el mal de ojo, pues al parecer funciona en el registro imaginario y se produce a partir de la percepción de la envidia de alguien más (la palabra envidia proviene del latín invidere, que significa mirar maliciosamente). Desde tiempos romanos la protección frente al mal de ojo (fascinum) ha sido portar un amuleto conocido como turpicula res (la cosa horrible). De alguna manera el mal de ojo funciona como una especie de desdoblamiento de la persona que se desea a sí misma el mal, imaginando que otro se lo desea por los bienes que posee; una mirada que destruye lo construido por otro. La mirada es capaz de causar la muerte, no sólo a los otros sino incluso a uno mismo, como en el filme. Lo que salva de esto es el contra-ojo, amuleto que representa el poder del individuo que lo porta y que rompe el maleficio imaginario.
En La vida es sueño Calderón de la Barca plantea en uno de sus versos cómo la mirada se encuentra paradójicamente unida con la muerte y con la imaginación. Esta obra es precisamente el ejercicio ficticio de un personaje, Segismundo, encerrado en una alta torre, que duda de la veracidad de la realidad, que sólo es capaz de ver desde una mirada lejana lo que confunde con lo imaginario. Segismundo ve a su primer “otro” cuando entra Rosaura, y éste describe la fascinación que hace presa mortal a su mirada:
Y cuando te miro más
aun más mirarte deseo.
Ojos hidrópicos creo
que mis ojos deben ser;
pues cuando es muerte el beber,
beben más, y desta suerte,
viendo que el ver me da muerte,
estoy muriendo por ver.
Viendo que el ver me da muerte…
una muerte imaginada, ficticia, que ocurre sólo en el lenguaje. La muerte y la mirada se entrelazan. Las imágenes se construyen desde esta realidad de unión funesta. Pues éstas son siempre el pasado, las imágenes son memoria (monere), monumento.
¿Y cómo funciona un monumento? Está ahí, sobretodo, para ser visto. La mirada al recorrerlo lo erige y con éste erige toda una realidad. Sin embargo, el monumento nos mira del sitio desde el cual no podemos ver. Se nos presenta para que recordemos (moneamus) algo y no cualquier cosa, sino la realidad misma en la que nos encontramos. Nos mira desde la historia que representa, pues el monumento se yergue (erecta) como representación de un significante que da fundamento a la nueva realidad creada a partir del hecho traumático que conmemora; hecho que en la mayoría de los casos destruyó la realidad que imperaba anteriormente. Son representaciones que se cargan imaginariamente de la potencia que creó el nuevo orden, establecidas a posteriori. Son formas de intentar apuntalar y sostener la realidad que constantemente se nos viene abajo. No es casual que el monumento por antonomasia sea un obelisco o una columna: un sostén vertical. La frase Erexit Monumentum (ha erigido este monumento) se usó desde los romanos hasta el siglo XIX, escrito en las placas que daban cuenta de su génesis, aparece normalmente en acrónimo, EM, siglas que señalan la existencia de alguien con presencia histórica que lo erigió, estipulando así la “gran” narrativa. Una cortina que impide ver lo azaroso que impera detrás. EM da cuenta de una imagen del sentido, del que estemos aquí, donde estamos, así, como estamos. ¿Pero qué pasa cuando el monumento se tambalea?
La estrategia que anima este proyecto ha consistido en intentar abrir el monumento, en socavar el sentido que representa, analizar sus componentes de mirada e intentar narrar desde otro punto, haciendo una movilización pequeña, mínima.
Podría imaginar un recorrido, que inicia en 2009, cuando fotografié las casas abandonadas de campesinos del norte de México que habían emprendido una diáspora violenta y cruel. Sus casas y sus terrenos quedaron en el olvido. Me interesó hacer una puesta en escena con sus moradas para recordarle su existencia a alguien. En enero de 2010 realicé en Santiago una serie de fotografías sobre el espacio público, la serie Anti-monumentos, que intentaba narrar las pequeñas historias que corresponden más al olvido que al recuerdo. Las narrativas pequeñas, insignificantes, que se han tomado como insuficientes para sostener la realidad de alguien.
Al terminar la serie ocurrió el terremoto del 27 de febrero y la idea que había llevado a producirla se desencaja de raíz. Debo contar, apenadamente, que mi subjetividad se sacudió más que los edificios, si bien no me ocurrió realmente nada. Volví a México y el impacto fue tal que el terremoto seguía en mis sueños. Al despertar y ver por la ventana, pero aún soñando, era la ciudad de Monterrey la que se hacía pedazos. Acudí a pedir ayuda al mara’akame, que es “quien sabe el camino” y a quien la comunidad huichola considera un sabio y sanador. El mara’akame me contó que en las experiencias de choque excesivo el alma sale del cuerpo y regresa tan de golpe que muchas veces queda mal encajada en el cuerpo físico, lo que ocasiona malestares y sueños angustiosos. Como un quiropráctico, con movimientos de mano y su profunda mirada, el mara’akame reacomodó mi alma de ateo, modificando mi imaginario tan eficientemente que mi realidad interna, junto con los sueños, dejaron de derrumbarse.
La estrategia que anima este proyecto ha consistido en intentar abrir el monumento, en socavar el sentido que representa, analizar sus componentes de mirada e intentar narrar desde otro punto, haciendo una movilización pequeña, mínima.
Más tarde, ese mismo año, en las afueras de Dublín, me encontré con la primera de las torres cilíndricas irlandesas. Construidas por decenas en épocas medievales, aparentemente servían para la defensa frente a los continuos ataques vikingos. Se utilizaban como puntos vigía para proyectar la vista por encima de los árboles y servían después como refugio, una vez detectado el inminente ataque. Es curioso que los mismos espacios fungieran como sitios para elevar la mirada, “para verlo todo”, y como espacios de escondite. Un juego perverso de ver y ocultarse que acababa siendo mortal, pues al refugiarse en lugares tan visibles, sin posibilidad de entablar batalla abierta, los irlandeses provocaban “la mirada maliciosa” de los vikingos, y muchas de ellas fueron quemadas con los habitantes dentro. Las torres sostenían una realidad llana, un mundo precario que se destruía frecuentemente con la llegada de salvajes ataques. Cada una se erguía rompiendo el paisaje horizontal, buscando sostener junto con un ser eterno, que al parecer habitaba en el cielo, la vida de los efímeros individuos, más cercanos al lodo.
El recorrido me llevó a Oaxaca a observar la construcción de auto-monumentos naturales que se erigen todo el tiempo en los montes de la zona. El agave, planta milenaria que acompañó la evolución de las culturas prehispánicas, justo antes de morir hace crecer un quiote desde su centro, un enorme tronco que llega a medir hasta siete metros en algunas especies. Ahí están sus semillas, que son esparcidas por el viento. Al crecer el quiote el agave muere extenuado por la tarea, pues envía toda su savia a las alturas. Queda seco, muerto pero de pie, hasta que un viento fuerte lo derrumba.
El proyecto remata con dos videos. El primero, la quema de un árbol icónico frente a los ojos de un mirante imaginado, un quemar repetitivo que invita a pensar otra realidad después de la destrucción del significante raíz. Y el otro, un video de archivo, una nota al pie: el que las escuelas de ingeniería y arquitectura utilizan como fábula de su enseñanza. Donde se muestra el derrumbe del puente Tacoma en el estado de Washington en 1940, un viento racheado provocó su caída al hacer que el puente entrara en resonancia y colapsara. Asombra el movimiento frenético de la plancha de asfalto, ese sólido piso por el que transitamos, sometido a un viento apenas fuerte que juega maliciosamente con él, torciéndolo de tajo. Termina así el recorrido con esta imagen que abre un hueco en la materialidad de un mundo que conocemos y en el que confiamos, que obliga a elevar la mirada para posarla en el sinsentido que impera más allá de los sueños del constructor, hacia esa realidad que se nos desmorona mostrándonos lo que hay detrás. Lo que no queremos ver.
Destruxit Monumentum. ®
Texto para la exposición en la Galería Departamento 21, en Santiago de Chile, del 4 de junio al 16 de julio de 2011. www.departamento21.cl