Después de seis décadas el régimen castrista de La Habana y sus seguidores siguen empeñados en llamar “revolución” al esquema político cubano.
En cualquier discurso, lema, valla, eslogan o editorial, tanto para los medios oficiales internos como para simpatizantes en todo el mundo, el término sigue comprendiéndose como sinónimo de “estado”, de armazón administrativa nacional en torno a alguna versión de democracia moderna.
El problema con este tipo de conceptos repetidos desde tiempos inmemoriales hasta sembrarse en el imaginario público de manera casi indeleble es que, aunque suenen sólidos, importantes y hasta épicos, llega el punto en que dejan de tener sentido y hasta se convierten en su némesis. La propaganda castrista, como luego la castrochavista, ha sido prolífica en esta suerte de mercadotecnia ideológica. Siempre llamar “bloqueo” lucirá mucho más dramático que decir “embargo”, tanto como usar “periodo especial” o “coyuntura” en lugar de recesión, u “ordenamiento” por medidas económicas desesperadas. Así de efectivo les resultó siempre llamar “mercenarios”, “derecha fascista” o “traidores a la patria” a los opositores o periodistas independientes.
Todo ello funciona de manera automática para el gobierno totalitario y sus creyentes, por cuanto sigue siendo cotidiano que se hable de “ataques” o “lealtad” a la revolución cubana, no al gobierno cubano, como si en verdad en Cuba existiese, en tiempo presente y de manera constante, latente, una “revolución” propiamente dicha. Y nada más lejos.
Sigue siendo un misterio el porqué se sigue llamando así a un esquema de estado como el cubano que, lejos de revolucionar cosa alguna, desde hace mucho se consolidó como un aparato ultraconservador, congelado en el tiempo y, de muchas maneras, reaccionario.
Ni siquiera el gran inspirador del estado cubano actual, la Unión Soviética, siguió llamándose “revolución” después de 1917. Tras las muy bien situadas “revolución de febrero” y “revolución de octubre” el nuevo gobierno marxista–leninista asumió su esquema político como lo que era, un Estado gobernado por partido único y economía centralizada. La revolución rusa quedó en la historia y nunca escuchamos en Cuba u otras partes referirse a ellos con tal epíteto. Aquel país era “la URSS”, y punto.
Algo similar ocurrió en otras partes, como en México, donde se sobreentiende que “revolución mexicana” se refiere a un proceso de transformaciones concluido, según algunos, en 1917 con la proclamación de la Constitución, extensible por otros hasta 1924 con la presidencia de Elías Calles. Desde hace muchas décadas a nadie en México se le ocurriría llamar “revolución” al estado actual. Incluso el actual presidente, el demagogo López Obrador, ha preferido usar el término “transformación”, igual de exaltado pero no tan ficticio, para catalogar a su proyecto político, todavía en vías de consumación o descarrilamiento.
De cualquier manera sigue siendo un misterio el porqué se sigue llamando así a un esquema de estado como el cubano que, lejos de revolucionar cosa alguna, desde hace mucho se consolidó como un aparato ultraconservador, congelado en el tiempo y, de muchas maneras, reaccionario.
La llamada “revolución cubana” ocurrió, en efecto, o bien entre julio de 1953 y diciembre de 1958 o, si la tomamos como proceso activo de cambios sociales, políticos y económicos, entre 1959 y durante los primeros años de la década del sesenta, mientras duraron las nacionalizaciones, expropiaciones, reformas, reordenamientos en la cúpula del gobierno y consolidación de la ideología única obligatoria para todos los ciudadanos. Un cálculo discreto de su verdadera duración podría quedar entre la proclamación del carácter socialista de la república en abril de 1961 y el Primer Congreso del PCC en diciembre de 1975, donde ya quedó escrita en piedra la hegemonía del partido comunista sobre la constitución y la legalidad nacionales. Y si acaso hasta ahí. No más.
Cuando en los ardorosos años noventa, ya hundidos en la primera gran crisis económica del castrismo, Kiki Corona cantaba aquello de “Es la hora de gritar Revolución/ es la hora de tomarnos de las manos…”, pudimos haber entendido aquellos cursis versos como un llamado al cambio, no como lo que eran, la renovada homilía en favor del estado más inmóvil del hemisferio. Pero así de grabada en la mente teníamos la idea de que “estado” y “revolución” eran la misma cosa.
A estas alturas cabría entonces volver a cuestionarse qué es revolucionario en Cuba y qué no lo es, quiénes son los revolucionarios y quiénes los contrarrevolucionarios. Si usamos la lógica más simple, aceptando que la dictadura cubana no significa, en modo alguno, una revolución sino lo opuesto, un sistema anquilosado, aferrado con uñas y dientes a mecanismos inoperantes que, lejos de producir cambios, mejoras o transformaciones para bien de su ciudadanía, involuciona, insiste en estrategias fallidas una y otra vez, apenas aguardando, con la boca abierta y las palmas hacia arriba, por la salvación temporal de alguna ayuda exterior, ya sea de gobiernos aliados o las remesas de sus propios exiliados, llegaríamos a la conclusión de que, en estos momentos, si existe alguien “revolucionario” en Cuba no será un funcionario del gobierno, un oficial de la policía política o un chivato más o menos espontáneo en los “actos de reafirmación” —eufemismo nuevo para “actos de repudio”— callejeros, tampoco el dócil, el domesticado habitante promedio que sobrevive sin emitir el menor reclamo. Un revolucionario cubano en este siglo XXI, por fuerza, sería alguien que reta al poder, que disiente y que se arriesga a sufrir las consecuencias de la represión, el ninguneo, el desprecio y la desacreditación de su activismo en los muy bien controlados medios de comunicación oficialistas.
Mientras más tardemos, como nación, en permitir que nos sigan endulzando con conceptos demodé como ese de “revolución cubana” para nombrar a la dictadura más conservadora de América, o “gusanos”, “apátridas”, “escoria” o —más recientemente— “detritus”, a quienes se enfrascan como pueden en propiciar un poco de movilidad, de cambio, de progreso, más se dilatará la necesaria comprensión y repudio general al ya veterano embuste ideológico del castrismo. ®