El mundo cotidiano, tras la lectura de estos textos, adquiere otras tonalidades, nuevos visos, otros sesgos. Muchos desarrollos se vuelven posibles. La conclusión se vuelve inevitable y arrolladora: Es más lo que desconocemos que lo que creemos conocer.
No sólo los grandes nombres en la historia de la literatura merecen la atención del público en general, sino también esos autores oscuros, escasamente conocidos, quienes sobre todo después de muertos se vuelven un panal de miel para ciertos editores, en opinión de algunos más bien carroñeros, especializados en sacar traducciones con los menores costos posibles e ir integrando colecciones con autores pasados a mejor vida, preferentemente hace más de 75 o por lo menos cincuenta años. No es, de ninguna manera, el caso con Robert Fordyce Aickman (1914-1981), cuya obra en su propia lengua, la inglesa, conoció un periodo de eclipsamiento, francamente roto con la aparición de la totalidad de sus 48 relatos de misterio en dos volúmenes durante el 2001, bajo el sello editorial The Tartarus Press, agotados en las librerías pero que pueden conseguirse en la red, en Amazon, por la friolera de 500 libras esterlinas. Aickman fue hijo de William Arthur Aickman, arquitecto sin mucha fortuna, de familia acomodada pero venida a menos, compañero de Richard Marsh, con cuya hija Mabel Violet contraería nupcias el padre de Robert, recordado por él en su autobiografía, The Attempted Rescue (1966), como un hombre severo y las más de las veces ausente; su educación e iniciación en la lectura correría a cargo de su madre. Estuvo en calidad de medio interno, cosa poco común por aquellos días, en el prestigiado colegio de Highgate. Los planes de su padre eran que fuese a Oxford pero Robert se rehusó, dadas las condiciones de franca penuria que amenazaban a la familia. Novelista, crítico de teatro, cuentista, amén de su destacable labor en la edición de cuentos de terror: de los seis volúmenes de Fontana Book of Great Ghost Stories (1964-1972), cuatro de ellos llevan prólogos de Aickman, y en varios incluyó relatos suyos, donde pudo exponer con detenimiento su ars poetica acerca del género o más bien subgénero del horror. El abuelo materno, Richard Marsh, escribió The Beetle (1897), una novela que rivalizaría en ventas con el Dracula de Bram Stoker, aparecido por cierto el mismo año. Ecos de William Bedford y Horace Walpole, entre otros muchos autores, son perceptibles en su narrativa. Por un tiempo Robert Aickman, ya casado, vivió en Bloomsbury y, aunque nadie ha señalado la afinidad con algunos de los miembros de aquel destacado cenáculo, donde descollaban figuras en literatura como Virginia Woolf, Lytton Strachey y E. M. Forster, en economía como John Maynard Keynes y hasta en pintura como Duncan Grant, Vanessa Bell o Roger Fry. Desde luego, las épocas no coinciden, el grupo floreció antes de la Primera Guerra, periodo en que justamente vino al mundo Robert Aickman, que vivió en Bloomsbury poco después de la Segunda Guerra. No obstante, si hay un escritor del grupo cuya afinidad —más que influencia— pueda destacarse, ése sería Forster, más que por sus novelas largas por sus short stories, también anticlimáticas, de finales abiertos, que procuran siempre evitar lo obvio, algo contrastante en ambos casos: para Forster la pornografía masculina en sus idilios homosexuales (aunque se retratan por igual relaciones convencionales, sobre todo en las novelas), en el caso de Robert Aickman el buen gusto estaría en alejarse de los lugares más comunes de lo gótico.
Una tentativa que no siempre resulta sencilla para un escritor que decide incursionar de lleno en un subgénero. Un factor que preservó a Aickman de no caer en lo trillado fue, sin duda alguna, la originalidad de su obra, fruto de su vida, su educación, sus lecturas infantiles, sus viajes imaginarios, sus anhelos secretos. De los seis relatos que se presentan en Cuentos de lo extraño [Atalanta, 2011] y que a este ritmo —con la misma dosificación— daría para siete volúmenes más, hecho que desde el punto de vista del mercado resulta más atractivo para el común de los lectores (ir comprando a plazos porciones menudas que adquirir en una sola exhibición el corpus integral de los relatos), uno de ellos “The Trains”, apareció originalmente en el volumen We Are For The Dark. Six Ghost Stories [Londres: Jonathan Cape, 1951], dos de ellos, “The Wine-Dark Sea” y “Your Tiny Hand Is Frozen”, vieron la luz en el volumen Powers Of Darkness. Macabre Stories [Londres: Collins, 1966], mientras los otros dos restantes, que sirven como remate, “Never Visit Venice” y “Into The Wood” pertenecen al volumen que lleva el elocuente título de Sub Rosa. Strange Tales [Londres: Victor Gallancz, 1968]. De las siete colecciones de relatos, aparecidas en vida del autor, cuatro quedan fuera: Dark Entries. Curious And Macabre Ghost Stories [Londres: Collins, 1964], Cold Hand In Mine. Eight Strange Stories [Londres: Victor Gallancz, 1975], Tales of Love and Death [Londres: Victor Gallancz, 1977] e Intrusions. Strange Tales [Londres: Victor Gallancz, 1980]. Las dos novelas publicadas hasta hoy serían The Late Breakfasters [Londres: Victor Gallancz, 1964] y The Model [Nueva York: Arbor House, 1987]. El segundo volumen de su autobiografía, The River Runs Uphill. A Story Of Success And Failure [Burton-on-Trent: J. M. Pearson, 1986], apareció después de su muerte. Se han quedado sin publicar aún varios libros, uno de ensayos, “Panacea. The Synthesis Of An Attitude”, una novela, Go Back at Once, y varias piezas de teatro (Allowance for Error, Duty y The Golden Run), sin dejar de mencionar sus trabajos de periodismo cultural, ambos publicados en 1955, uno dedicado a sus reseñas de teatro, The Nineteenth Century, y otro a sus empeños como defensor del antiguo sistema de canales navegables al interior de la isla, a través de la Inland Waterways Association, de la que fuera cofundador, The Story of Our Inland Waterways. Escritor a carta cabal, Robert Aickman merece cierta atención por parte de los lectores y los críticos contemporáneos.
Una tentativa que no siempre resulta sencilla para un escritor que decide incursionar de lleno en un subgénero. Un factor que preservó a Aickman de no caer en lo trillado fue, sin duda alguna, la originalidad de su obra, fruto de su vida, su educación, sus lecturas infantiles, sus viajes imaginarios, sus anhelos secretos.
Este hecho, más que ningún otro, sumado al reconocimiento expreso que se hace a los herederos respecto de sus derechos de autor, The Estate of Robert Aickman, por parte de Jacobo Siruela (actual propietario de Atalanta y fundador de la casa editora de su apellido), sin olvidar el valioso prólogo, ágil y bien escrito, que Andrés Ibáñez, narrador y crítico de música del diario ABC, con años de residencia en el mundo anglosajón, sobre todo Nueva York, tuvo a bien pergeñar. La versión al castellano, que es de Arturo Peral Santamaría, joven traductor del inglés y francés, además de profesor universitario, no deja de presentar ciertas peculiaridades. La primera se echa de ver en los títulos de las piezas, ignoro si totalmente achacable a él o bien al conspicuo y noble editor. Tres de los títulos no exhiben perífrasis ni cambios notables: “The Trains” [Los trenes], “Never Visit Venice” [Nunca vayas a Venecia] y “The Inner Room” [La habitación interior]. Los tres títulos restantes, sin embargo, en una u otra forma han ganado algo o bien lo han perdido sin remedio: “Into The Wood” [En las entrañas del bosque], donde obviamente la dirección implícita en la preposición into, hacia dentro, se pierde; “Your Tiny Hand is Frozen” [Che gelida manina], traducida con cierta poltronería valiéndose de una aria de La Bohème de Giacomo Puccini, tu mano diminuta está helada, sería lo justo; “The Wine-Dark Sea” [El vinoso ponto], traducido con una frase de la Odisea homérica, por supuesto en su versión castellana, el mar color de sangre con el que acaba el relato. La inclinación por las frases hechas o bien consagradas —con ciertas reminiscencias clásicas— se vuelve manifiesta. En “The Trains”, el cuento —o más bien relato por su forma abierta— más antiguo que se presenta en esta selección, puede leerse el siguiente diálogo: “Y ahora permítanme cambiar de tema. Cuéntenme del mundo gay de Londres”, insta el añoso anfitrión, un posible fantasma, cuyo abuelo construyó los ferrocarriles a dos inocentes excursionistas o senderistas [¿traducción al español peninsular del alemán Pfandfinderinnen acaso?] quienes llegan de visita, las cuales responden: “No sabemos demasiado. Estamos tan ocupadas…” [p. 118]. Es obvio que el traductor no se planteó el absurdo histórico, además totalmente fuera de contexto, en el que se ha incurrido. En los años cincuenta el adjetivo gay, derivado del francés gai, ya usado en inglés medieval, se refería a algo visual, vistoso, de colores llamativos, o bien al temperamento o carácter de una persona fácil de sobrellevar. En otras palabras gay es gayo, alegre, animado, bullicioso. Es sólo a partir de la década de los sesenta cuando el adjetivo adquirirá la otra connotación de alternativo en el terreno de las preferencias sexuales que tiene hoy en día, escrito así, gay, sin cursivas. Los lectores de Aickman saben que él se sirvió de este adjetivo más de una vez, aunque siempre en su acepción antigua, no la actual.
En el relato “Never Visit Venice” la historia es muy otra. El problema se da principalmente con las voces toscanas, o sea italianas, que con tanto gusto y precisión empleó el autor. Bien, por una parte, que palabras como calle [derivado del latín callis, en vez del clásico via] y palazzo [que es palacio pero también edificio donde puede haber varias viviendas] vayan en cursivas. El problema surge con la inconsistente hibridación entre redondas [las letras normales] y las cursivas [también llamadas itálicas o bastardillas]. La consideración más general es ésta: con los nombres propios de lugares (y de personas también) no se emplean las cursivas. Se usan con sustantivos comunes en idioma extranjero (voces no aclimatadas aún en la lengua de llegada o bien que se empeñan en conservar su grafía original) y, desde luego, con títulos de obras (libros, piezas de música, cuadros) e incluso nombres de naves y en ocasiones alias o motes de personas. En la página 241 encontramos “al final de punta della Salute”, asumimos que se refiere —en Venecia— a Punta della Dogana donde se ubica la iglesia de Santa Maria della Salute. Esta manera de expresarse, más bien veloz y abreviada, puede atribuirse al autor, ¿pero qué hay de otras ocurrencias? Como “canale [Canale] della Giudecca”, “canale [Canale] di San Marco”, “riva [Riva] degli Schiavoni”, “ponte [Ponte] dell’Accademia”, “isola di [Isola di] San Giorgio”, “palazzo [Palazzo] Rezzonico”, “entonaban O [O] sole mio y Torna a Surriento [citada en napolitano, ¡bien!]”, “ponte [Ponte] di Rialto”, “sacca [Sacca] della Misericordia”, “palazzo Vendramin-Calergi [Ca’ Vendramin Calergi, sin guión en italiano y lo mismo en español]”, “porto [Porto] di Lido”, “festa [Festa] della Sensa”. Para evitar inconsistencias y disparidades visuales que sólo afean la edición, pudo haberse optado por poner todas estas expresiones en redondas, con el primer término en altas para indicar dónde comienza la extranjería, de una manera más elegante y económica. Frases tan sutiles y erradas como “Había una estrecha fondamenta que discurría junto al canal desde la piazzetta”. Digo sutil, justamente, porque en apariencia todo está bien pero, así como es una incorrección referirse a la currícula o la simposia [por symposia] como si fuera singular y en femenino, así resulta impropio escribir la fondamenta, que quiere decir los cimientos, los fundamenta [plural neutro en latín]. La frase es, por tanto, había unos fondamenta estrechos que discurrían. “Fern vio que más allá del puente la [los] fondamenta no continuaba [continuaban]”, “en la fondamenta [los Fondamenta] dei Tedeschi”, el colmo viene cuando incluso hay un adjetivo en italiano con terminación en plural, “con las farolas de la [los] Fondamenta Nuove [por primera vez en altas y sin cursivas]”. Podría discutirse si no resultaría más cercano y fiel respecto del italiano usar el artículo las, las fondamenta. En “El vinoso ponto”, ponthos en griego es la mar, la alta mar, en sus variantes de Helesponto o estrecho de los Dardanelos, o bien de Ponto Euxino o Mar Negro [casi siempre en altas] que conocemos por lecturas del padre Homero, donde la culta alusión en el título contrasta con el carácter un tanto brusco, por no decir primitivo, de frases como “a lo largo y ancho de Hélade” o bien “la piedra de Hélade”, expresiones que para cualquier lector de entrañable Alfonso Reyes laceran el oído. ¡Siempre es la Hélade, por favor!Dejando estas insignificantes quisquillas, como acostumbraba José Vasconcelos a referirse con desdén a todos estos achaques en punto de prurito editorial y de grafía, entrando, al fin, en lo propiamente literario, la selección en Cuentos de lo extraño, hay que decirlo, resulta adecuada y ofrece una manera idónea de introducirse en la escritura de un autor hasta ahora prácticamente desconocido entre nosotros. En mi caso personal, la frecuentación de los relatos de E. M. Forster me proporcionó el ejercicio necesario y, sobre todo, la paciencia para —más que esperar grandes acontecimientos o sorpresas— disfrutar de las atmósferas, sabiamente graduadas, nutridas en todo caso por un espíritu clásico y universal, que toca la Grecia homérica, el carácter paradigmático que para algunos ingleses ilustrados tenían los alemanes (los cultos, claro, no los Bismarck ni los Hitler), el moderno Estado social y benefactor en Suecia. Eso, más los ferrocarriles británicos, entre los primeros del mundo, las casas solariegas inglesas en medio de la campiña, incluso la solitaria y gris existencia de tantos en las grandes urbes de la isla. Robert Aickman imparte una lección para el narrador en cierne —como es el caso de tantos que escribimos— que resulta difícil de precisar o bien de resumir en unas cuantas frases. Ese mundo suyo enclavado entre lo alegórico y lo onírico es, sin lugar a dudas, su principal legado.
“The Wine-Dark Sea”, mar color de sangre, es la historia de Grigg, un turista inglés desencantado de la vida, que se halla cerca de Corfú, Eubea o Cefalonia, en la costa, como no es nada raro estando en la Hélade, desde allí atisba un misterioso bajel, cuya vela impulsan los vientos. Al preguntar a los lugareños le dicen que la nave va y viene de la isla. ¿Qué isla? Si él no ha avistado ninguna. En efecto, después se da cuenta de que enfrente de él, a lo lejos, hay algo así como una ballena, una mancha pardusca. Pide que lo lleven ahí y nadie quiere hacerlo. Se ve forzado a robar una barca con motor fuera de borda para conseguir su propósito. Cuando llega a la isla se percata de que es toda de piedra, si bien hay flores aromáticas y hasta árboles, no muy frondosos, claro está, alrededor. La isla que, en principio parece desierta, es hogar de tres mujeres, Lek, Vin y Tal, que los necios griegos consideran hechiceras. Esta trinidad femenina, como la de las Cárites o las Euménides, siempre puede devenir infernal y nefasta, es decir, tornarse Erinies, Gorgonas o Sirenas. En un limbo entre el bien y el mal o, mejor dicho, más allá de éstos —como quería Nietzsche— las tres figuras femeninas y telúricas regalan a Grigg con todo aquello que tienen a la mano: su casa, su reconfortante sombra, su agua para beber, su dulce vino, sus frutas (de las que con exclusividad se sustentan) y hasta sus escultóricos y sobrehumanos cuerpos. Todo le ofrecen y él conoce una dicha anterior al dolor y el significado de la palabra trabajo. Hasta que un buen día llega uno como ladrón, a guisa de lobo en la noche, se encarama en lo más alto del único torreón de la isla y hace algo inaudito. A la mañana siguiente las tres mujeres están de duelo. Los hombres, los estúpidos griegos —así se refieren a los clásicos y los actuales— siempre han estado envidiosos de ellas y han urdido una estratagema, plantaron una máquina infernal en el corazón de la isla, que estaba viva, precisamente era ella quien les procuraba el sustento y ahora ha muerto. El mar teñido de rojo —como el vino tinto, como la sangre— es la prueba inequívoca del abominable crimen. Ahora no les queda otra cosa a ellas que subir en su bajel, izar la vela y partir al exilio, dejándolo a él cerca del litoral, a poca distancia, para que a nado pueda ganar la tierra, llevando la misma ropa que traía puesta el día de su arribo. Si la isla simboliza la Tierra, que está muriendo a manos de los hombres, es cosa que tendrá que interpretar cada cual.
“The Wine-Dark Sea”, mar color de sangre, es la historia de Grigg, un turista inglés desencantado de la vida, que se halla cerca de Corfú, Eubea o Cefalonia, en la costa, como no es nada raro estando en la Hélade, desde allí atisba un misterioso bajel, cuya vela impulsan los vientos.
“The Inner Room”, el cuarto secreto, comienza con una avería de automóvil en la mitad de la campiña inglesa. Los ocupantes del vehículo son una familia, los padres y dos hijos pequeños, Lene, la mayor, y Constantin, el más chico. Alguien se ofrece a remolcarlos hasta el próximo poblado. El taller está cerrado. Vagando por las calles descubren un bazar, una tienda de cosas viejas, donde los padres se proponen comprarles algún regalo a cada uno de sus vástagos. Constantin encuentra de inmediato unos cables que se hallan unidos a un sistema ferroviario en miniatura los cuales, por supuesto, el misterioso empleado se niega a vender. Es sólo para atraer a la clientela que se exhiben aquellas cosas en el escaparate. El padre los conmina a mirar por todas partes y hallar algo más que resulte de su agrado. Entonces Lene, en un rincón polvoriento, da con una enorme y cerrada casa de muñecas. Se queda fascinada ante este extraño artefacto, por la sutileza de los acabados y la finura de los detalles, pues es posible observar hasta algunas de las muñecas asomarse por las estrechas ventanas. El precio debe ser exorbitante pero no, sólo cuesta una libra. El vendedor los previene en contra del fastidio que podría provocar el juguete con el tiempo. Añade que sus antiguos propietarios no veían la hora de librarse de ella. Al día siguiente los señores envían un transporte de mudanzas para recoger la casa en miniatura. En la mansión la familia encuentra un cuarto idóneo para colocarla, el cual tiene incluso una mesa, casi hecha a la medida, al menos eso es lo que comentan los transportistas. Lene comienza a mirar a través de las ventanas de la casa de juguete. Se da cuenta de que hay varias habitaciones, comienza a contarlas conforme a las manecillas del reloj, tanto las de la planta alta como las de la planta baja, las cuales ocupan unas muñecas deshilachadas con cabellos de distintos colores. Lene quiere limpiarlas, hacerles nuevos vestidos, pero no logra abrir más que la puerta de la entrada y, por ahí, no alcanza a meter la mano. Al pedir consejo a su padre éste se propone valiéndose de una herramienta hacer saltar alguna tabla lateral o bien del tejado, para así poder forzar el acceso, a lo cual Lene se rehúsa. Una serie de sueños extraños y angustiantes comienza para ella. Se ve en el interior de la casa, en las habitaciones que ha contado y hasta dado un nombre en particular. Un día Constantin realiza unas proyecciones axonométricas, que ha aprendido a hacer en la escuela, acerca de la casa de muñecas y descubre algo que Lene ya había percibido. Hay una irregularidad, algo no cuadra; falta un cuarto, al menos, no puede vérselo desde el exterior. Entonces se hace clara la existencia de un recinto oculto. Había de todo en la casa, lo único que faltaba era la cocina. Constantin le muestra los dibujos a la madre, una alemana que enseña su lengua en varias escuelas, la cual es un auténtico prodigio de virtudes tanto físicas como morales, pero ni ella misma logra entender las proyecciones. Así que Constantin debe mostrarle sus observaciones de bulto, valiéndose de la casa. El resultado es que al día siguiente la casa de muñecas se ha esfumado. Sus padres explican a Lene que, debido a las estrecheces pecuniarias que atraviesan, han debido deshacerse de varias cosas. No les han dado mucho a cambio de ella, pero algo han podido sacar. Lene no queda del todo convencida, crece, pasan los años, el padre —sin éxito en los negocios y casi siempre ausente— muere, la madre regresa a Alemania (es extraño el paralelismo con ciertos rasgos de los padres del propio autor), el hermano menor se vuelve un furibundo jesuita. Un día ella también sufre una descompostura en el camino, se extravía por la campiña, llega a un bosque siniestro y espeso, el bosque de aquellos sueños de infancia, atraviesa una ciénaga y finalmente encuentra el modelo en grande —real— de la casa de muñecas. Ahí están pero son enormes y horripilantes, están hechas de guiñapos y de palo pero con unas bocas impresionantes, todas llevan nombres de piedras preciosas (Esmeralda, Topacio, Ópalo, Diamante, Granate, Cornalina y Crisolita), la que correspondía al mes de su nacimiento. La habitación secreta es precisamente donde comen. ¿De qué se alimentan? Nunca lo sabremos pero a Lene la ven con ojos codiciosos, casi como si fuera comida.
Las historias de Robert Aickman son sutiles, difíciles de captar, aunque fáciles de disfrutar, pues admiten múltiples sentidos, los que la erudición en lo oculto, la cultura literaria o la fantasía de cada lector tenga a bien adjudicarles.
Las asociaciones ocultistas, astrológicas y esotéricas no son cosa rara en la obra de Aickman, precisamente la pieza que cierra el volumen, “Into The Wood”, internándose en el bosque, es una muestra de ello. “Never Visit Venice”, “The Trains”, ambas muy buenas, y “Your Tiny Hand is Frozen”, quizá la pieza más débil del conjunto, todas son historias de fantasmas o aparecidos, más o menos convencionales. En realidad, nada es completamente convencional en relación con Robert Aickman. La historia de internándose en el bosque se desarrolla en Suecia, en torno de la ficticia Sovastad o Ciudad del Sueño, donde hay un misterioso sanatorio o Kurhus que, a diferencia del Berghof de La montaña mágica de Thomas Mann, no alberga tísicos sino insomnes. Estos hombres y mujeres, a quienes les es imposible conciliar el sueño, no tienen dificultades para dormir una noche ni una semana sino durante meses, incluso durante años, es decir, toda la vida. Descansan sí, pero nunca duermen y, mucho menos, en las noches del verano escandinavo, tan fugaz como contrastante. Henry, un ingeniero británico de caminos, llega para construir una nueva supercarretera que comunicará Suecia con Noruega a través de las escarpadas montañas. Se hace acompañar de Margaret, su esposa, a quien exhibe casi como un trofeo social. Un día, al pasear por las montañas, descubren una construcción particular y especialmente atractiva para Margaret. Le dicen que es un Kurhus, aunque le advierten que ya no está de moda ir a esos lugares para recobrar la salud, antes la gente lo hacía pero ahora ya no. Como Henry debe entretenerse un tiempo más del esperado, Margaret le pide que la deje disfrutar de unos días de descanso en el Kurhus. La admiten sin mayores averiguaciones. Conoce a una inglesa, la señora Slater, quien la instruye en los rudimentos e innumerables peligros que deben enfrentar los insomnes, sobre todo en el bosque, quienes proceden de incontables países, si bien el mal es especialmente endémico en las latitudes nórdicas. Frente a las advertencias de la señora Slater, demasiado enigmáticas y terminantes, de no acercarse al bosque, ya que es muy difícil sustraerse a su influjo, otro extraño personaje, un coronel retirado del Ejército polaco de apellido Adamski, quien habla bien el inglés, la insta a que siga su instinto y haga lo que le venga en gana. Frente al riesgo de perderse para siempre, siguiendo los interminables senderos de ese bosque mágico y salvaje, tan grande como toda Suecia, toda Escandinavia, todo el norte de Europa, a fin de cuentas, todo el mundo, Margaret prefiere alejarse y buscar alojamiento en Sovastad. Desea marcharse. De hecho, lo intentó desde el primer día, pero no era posible devolverle su pasaporte hasta el día siguiente, como le había advertido el recepcionista, debido a probables formalidades con las autoridades. En la mañana le piden un taxi que la llevará a recorrer varios hoteles de la ciudad. Todos están abarrotados o, al menos, eso declaran —en su escaso inglés— los empleados. Margaret termina en el lugar más indeseable, un albergue del Ejército de Salvación. Ahí una enfermera, que es una especie de religiosa, quiere orar por ella, por su salvación, pero no sabe hacerlo más que en sueco y, como Margaret no entiende, acaba rechazando el ofrecimiento. Más tarde, como estaba proyectado, regresa Henry, su marido. Tras repetidas noches de insomnio en el hotel Margaret ha comprendido lo obvio e inevitable: su destino es deambular por esas exóticas noches del verano escandinavo a través de los espesos bosques nórdicos; la noche que pasó deambulando por ellos debió contagiarse de su fatídico atractivo.
Las historias de Robert Aickman son sutiles, difíciles de captar, aunque fáciles de disfrutar, pues admiten múltiples sentidos, los que la erudición en lo oculto, la cultura literaria o la fantasía de cada lector tenga a bien adjudicarles. Toda una revelación, la de este autor —si se quiere una voz menor— pero uno de esos escritores anómalos, emparentados hasta cierto punto con Franz Kafka, Bruno Schulz o Gustav Meyrinck, en una versión inglesa por supuesto, más convencional acaso pero no por ello menos desconcertante cuando llega la hora de la verdad. Lo extraño, una categoría con la que el mismo Aickman recalcaba el carácter peculiar de sus textos, Strange Stories y Strange Tales, fueron expresiones de las que sirvió en más de una ocasión en los subtítulos de sus colecciones de relatos. Lo extraño, en suma, considerado una dimensión que estuviera acechando ahí, en algún lugar, en ningún lugar, dispuesta a atacar, echarse encima, salir al encuentro a la menor provocación. El mundo cotidiano, tras la lectura de estos textos, adquiere otras tonalidades, nuevos visos, otros sesgos. Muchos desarrollos se vuelven posibles. La conclusión se vuelve inevitable y arrolladora: Es más lo que desconocemos que lo que creemos conocer. ®