Puede definírsele a Stéphane Mallarmé, sin riesgo a equivocarnos, como el poeta de los poetas y, más aún, de la poesía. En él confluyen los más preciados dones del lenguaje. Su obra habría de trazar, junto a Baudelaire y Rimbaud, los signos luminosos de una forma de hacer poesía jamás antes develada.
Cartas sobre la poesía [México: Ediciones de Medianoche, Instituto Zacatecano de Cultura, Universidad Autónoma de Zacatecas, 2010] da perfecta muestra de ello. De la voluminosa correspondencia de Mallarmé, Rodolfo Alonso tiene el tino de realizar una selección (además de la traducción, el prólogo y las notas) de las cartas personales del poeta francés referentes a su exégesis poética, que abarcan especialmente entre 1866 y 1871, así como su último periodo de vida, de 1891 a 1898.Hay valiosísimos descubrimientos en estos registros epistolares que exigen, en algunos pasajes, una lectura sumamente cuidadosa, no por eso menos placentera. En una carta fechada el 28 de abril de 1866, por ejemplo, en la que desborda todo su entusiasmo en la redacción de su Hérodiade, Mallarmé confiesa, en una exaltación de sí mismo por demás curiosa, a su amigo Henri Cazalis: “¡Para que te hable con esta firmeza, yo que soy la víctima eterna del Desaliento, es necesario que entrevea verdaderos esplendores!”
Asistimos entonces a muchas de las obsesiones que acompañaron a Mallarmé: La Nada, la Belleza, el lenguaje hecho Música, pero nos encontramos también con distintas minucias que guardan profunda relación con su estrecha amistad con editores de revistas literarias, escritores, poetas y artistas (Mendès, Verlaine, Valéry, Zola o Debussy, entre otros) de la época.
¿Cuáles son esos “verdaderos esplendores” que Mallarmé se ve obligado a “entrever”? La respuesta es digna de un profeta: “Sí, lo sé, no somos más que vanas formas de la materia, pero bien sublimes para haber inventado a Dios y nuestra alma. Tan sublimes, ¡amigo mío! que quiero darme ese espectáculo de la materia, teniendo conciencia de ella, y, sin embargo, lanzándose locamente en el Sueño que ella sabe no ser, cantando el Alma y todas las divinas impresiones semejantes que se han atesorado en nosotros desde las primeras edades, ¡y proclamando, ante la Nada que es la verdad, esas gloriosas mentiras!”
Asistimos entonces a muchas de las obsesiones que acompañaron a Mallarmé: La Nada, la Belleza, el lenguaje hecho Música, pero nos encontramos también con distintas minucias que guardan profunda relación con su estrecha amistad con editores de revistas literarias, escritores, poetas y artistas (Mendès, Verlaine, Valéry, Zola o Debussy, entre otros) de la época. Algo que no deja de ser en cierta medida sorprendente si se considera a Mallarmé un genio creador que da casi la misma importancia a su disquisición poética que a la manera en que sus poemas debían ser publicados.
El 18 de febrero de 1896, agobiado por el exceso de trabajo, y con motivo de la consulta entre poetas para elegir a quien debía suceder a Verlaine tras su reciente fallecimiento, Mallarmé escribe al joven Paul Claudel: “Verá que me han promovido, ¡mediante votos! Príncipe de los Poetas, entonces los periódicos me añaden una cola de barrilete con la cual me escapo por las calles sin otra forma de disimularme que reunirme con el cortejo de los bichos raros. Ser un disfrazado a pesar suyo, Claudel, y cuando uno no ama sino al olvido excepto el suyo”. ¡Menuda forma de ser poeta! ®