Ésta es una obra valiosa por inteligente, original y sumamente rara en nuestras letras. Una extraña y afortunada mezcolanza de literatura y pensamiento, teoría, poesía y autocrítica, súplica y cólera, desesperación y ternura.
I. “escribir requiere una combinación perfecta entre la ira y un generoso y funesto sentido del humor”, escribe Bonet en esta colección de certeros perdigones verbales y tentadores manifiestos: ¿qué artista no quisiera vivir de la generosidad de una voluptuosa mecenas necesitada de amor y urgida de caricias? —algo que ha conseguido volver realidad durante periodos efímeros. Permítanme confesarles que no he conocido en mi vida a nadie como este ex catalán desclasado que ha preferido vivir en el planeta del exilio —o, más propiamente, hacer de cada punto donde se implanta por temporadas un envidiable espacio único: una luminosa azotea en el centro de la calcinante Guadalajara, el departamento de una amante en la colonia Roma o en el de otra en Tijuana, un estudio en la colonia Santa María la Ribera y otro más en Oaxaca, una cabaña en un selvático pueblo veracruzano —y, encima, como lo dice él mismo: “vivir con la despreocupación de un aristócrata y el presupuesto de un paria”. ¿Dije desclasado? No, sería más acertado aproximarse a tan conspicua figura como un transclasista… Un posthomeless que con frecuencia se saca la lotería: una cerveza fría, un techo, un colchón, una mesa, un plato de arroz con huevo —y marihuana: “no sé si me hace mejor, pero definitivamente evita que sea peor”, dice con la gravedad de un filósofo alemán —no, mejor aún: rumano.
En otra época menos aturdida que ésta pudo haber sido cómplice de los surrealistas o de Guy Debord y el situacionismo. Seguidor de Hakim Bey y sus zonas temporalmente autónomas —espacios que eluden las estructuras formales de control—, puedo imaginarme a Rubén Bonet en derivas enloquecidas al lado de Sid Vicious o viajando a Las Vegas en el convertible de Hunter Thompson magullándole las tetas a Salma Hayek. Nieto de un anarquista, Bonet pasó la niñez y la juventud sin apreturas en Barcelona, embriagándose con la lectura de Kafka, Boris Vian, Borges y hasta Sartre y Camus. Sus amigos, mozalbetes mayores que él, lo iniciaron precozmente en el imperio de la noche, las mujeres y las drogas —estas últimas lo volvieron un sabio en los estados alterados de la mente, de los que no ha salido del todo.
Beneficiario de la movida, Bonet asistía en estado extático a los conciertos de Nico y Nick Cave y las bandas españolas y extranjeras de la new wave. “Buen hashís, buenos ácidos, mescalina… y muy baratos; casi me vuelvo loco”, recuerda este sobreviviente de los salvajes ochenta: un amigo y una ex novia murieron en esos días por sobredosis de heroína. Nada que lamentar, así es la cosa.
Quienes han atestiguado los sorpresivos performances de Rubén Bonet no podrán negar que son una mezcla de arrojo suicida —lo que tiene que ver con los aforismos de este libro—, una comicidad extravagante y una provocación que va de lo guarro —quema de vellos púbicos y anales— a lo sublime.
Llegó venturosamente a la Ciudad de México en 1992 y desde entonces hizo de este país malhadado su vasto laboratorio existencial. Ha vivido —lo apunté ya— en Tijuana y en Xico y ha hollado playas, montañas y desiertos —como el de Real de Catorce, donde, en busca de peyote, acabó con los labios suturados por traicioneras púas de otras cactáceas.
Quienes han atestiguado los sorpresivos performances de Rubén Bonet no podrán negar que son una mezcla de arrojo suicida —lo que tiene que ver con los aforismos de este libro—, una comicidad extravagante y una provocación que va de lo guarro —quema de vellos púbicos y anales— a lo sublime, en los que no faltan hirientes imprecaciones o súbitas declaraciones de amor. Arrojarse cuan largo es a los pies de una beldad irresistible en una inauguración mientras acaricia y besa sus tobillos; hacerse perseguir un par de cuadras por la policía y rendirse para reconocer que merece la cárcel o asomarse a la ventana del cuarto piso del departamento de un anfitrión y pedir auxilio porque lo tienen secuestrado ahí son unas pocas de las anécdotas que pueden narrarse de este lúcido alucinado. Bonet es lo más parecido que hay a un ángel terrible pateado hacia el infierno por el iracundo dios de la corrección política.
Una vez Bonet recorrió a medianoche el trayecto de la casa que lo hospedaba —en la colonia Condesa— a un Oxxo gritando a los cuatro vientos su contento por tener un pequeño capital que le permitiría sobrevivir unas semanas más: ¡Estoy de buen humor!, exclamaba jubilosamente por las calles. Expansivo y vital, sin complejos ni prejuicios, cultiva la amistad y, sobre todo, la lealtad. Y, como escritor y terrorista literario, es de los raros en México que traslada a las letras su agitada experiencia personal cargada de libertad, inesperadas reflexiones y un humor que empata a dadá con Groucho y Mr. Bean. Autor de amebas y logaritmos (Tijuana: La Espina Dorsal, 1998), sin título. sin nada (México: Nitro/Press, 2000) y de “pite hasta que choque. ensayo modular # 5” en el volumen colectivo Me ves y sufres (México: Nitro/Press, 2003), Bonet regresó al mundo de las publicaciones con Jaikús maniacos en Moho (2009), una colección de aforismos, ensayos y narraciones de peculiar ortografía que irritarían al más plantado de la adocenada República de las Letras. “cualquiera que me conozca sabe que mi seriedad consiste en que precisamente es imposible tomarme en serio”, decía en aquel libro.
Acaso no haya tema sagrado para Bonet o que escape a su estilete. El amor, el sexo, el arte, la literatura, la patria, la familia… él mismo: “mi verga, pobre animal ciego, no entiende nada del mundo. sólo acata órdenes de una manera cada vez menos servil”.
Ahora regresa con estos Suicidios minúsculos (Moho, 2017) con más misiles, de la mano de Leopoldo María Panero, con el hígado transplantado de un bebé y con más sabiduría reconcentrada: “una existencia alimentada básicamente de actos fallidos” es la suya, nos dice. Cuando parecía que la sensatez y la prudencia cabrían en él inmediatamente recula y arremete: “siempre me sorprendo suspirando por los besos de una mujer. hasta aquí lo cursi. de inmediato me relamo imaginándome a horcajadas sobre ella blandiendo mi verga como espada y regando toneladas de esperma como vaca loca y depravada”. Incorregible o, mejor, insuperable. Da siempre en el clavo —en el culo— y deja mal parados a filósofos y humoristas: “en este mundo te puedes reír de todo. excepto de la ausencia de dinero”.
Acaso no haya tema sagrado para Bonet o que escape a su estilete. El amor, el sexo, el arte, la literatura, la patria, la familia… él mismo: “mi verga, pobre animal ciego, no entiende nada del mundo. sólo acata órdenes de una manera cada vez menos servil”. Por eso el suicidio después de los treinta, dice nuestro héroe, se vuelve un acto de caridad. Empero, Bonet está condenado a vivir y a seguir luchando contra sí mismo. A veces ganará algunas batallas, como la de esa mañana en que escribió: “al despertar me asaltó un imperativo categórico: hoy a tomar el sol y arrancarme las canas de mi vello púbico”. ¿Se puede estar más lleno de vida enferma, de ideas inútiles? Perderá “el tiempo a manos llenas”, y así se leerá en su epitafio cuando se decida a abandonar esta dimensión, mucho tiempo después de practicar esa “autodestrucción metódica y sustentable” que promete en las líneas que vienen.
II. ¡Salud, que belleza sobra!
III. Quienes piensen equivocadamente que Rubén Bonet no es capaz de hilar más de tres oraciones iconoclastas deben leer las declaraciones que ocupan la segunda parte de este libro y que conforman el Manifiesto del arte tóxico. Oda al plástico, y el manifiesto vitalista de la Fundación Adopte a un Escritor (de la que es fundador, único miembro y único beneficiario), del que se desprenden como hemorroides otros textos como el arte como actividad criminal, esto es, el arte que “aspira a herir el mayor número posible de sensibilidades”, más otros infamantes escritos que derruyen la teoría del arte tal y como la conocíamos hasta antes de estas letras. “la Fundación Adopte a un Escritor —escribe Bonet— es un vendaval de inconsistencia insuflado por teorías tan absurdas como descabelladas sobre aquello que de manera general se ha convenido en llamar vida. un consenso general que sirve de bien poco, ya que cada quien tiene que vivir su vida y únicamente la suya”. Más allá de la necesaria insolencia contra un mundo de evidente hipocresía, millones de dólares y lameculos sonrientes, las reflexiones de Bonet alcanzan una profunda lucidez que habrían celebrado y suscrito Duchamp y Warhol, entre otros antiartistas a los que nuestro autor cita y maldice. Entre varios diamantes hallarán algunos como éste: “el valor del arte contemporáneo?: vayan a una oficina de correos y pregunten cuánto cuesta enviar una caja de zapatos vacía pero llena de significado”.
Que tenemos ante nuestra vista, pues, una obra valiosa por inteligente, original y sumamente rara en nuestras letras. Una extraña y afortunada mezcolanza de literatura y pensamiento, teoría, poesía y autocrítica, súplica y cólera, desesperación y ternura. Y quizá, más que todo eso, de unas ganas tremendas de abofetear el mundo con una sonrisa diabólica y traviesa.
De nuevo: ¡Salud, que belleza sobra! ®