Dos directores, dos formas complejas de entender la existencia. Nuestra columnista analiza la obra de Kieslowski y Van Dormael.
La vida está hecha de una materia extraña y fascinante. Si el tiempo nos fuera físicamente accesible, como lo es el fuego, pasaríamos horas enteras admirando su crepitar frente a los leños encendidos. Su devenir es inasible y, sin embargo, no podemos dejar de pensar en ese tránsito. ¿Qué aviva la llama –de la vida– que fue y es al mismo tiempo y por qué tiene que apagarse al fin para seguir siendo de otra manera?
La vida está hecha de una materia extraña y fascinante. Si el tiempo nos fuera físicamente accesible, como lo es el fuego, pasaríamos horas enteras admirando su crepitar frente a los leños encendidos.
El misterio de la vida es objeto de diversas reflexiones en todos los ámbitos y disciplinas del conocimiento, del saber y del arte. Desde la pura intuición, pasando por los recuerdos (esas grandes y sutiles máquinas de viajar en el tiempo), hasta las más complejas y profundas disquisiciones filosóficas. Sea cual fuere el tenor de las discusiones en torno al tema, el ser humano siempre siente la necesidad de narrarse a sí mismo para poder –si no comprender– por lo menos atisbar algo de lo que no tiene una explicación concreta. Así, dos cineastas contemporáneos despliegan ante el espectador dos formas muy particulares de concebir la vida. A partir de la construcción de universos cinematográficos cuya complejidad narrativa solo se ve superada por la potencia indiscutible de sus propuestas, estos filmes sacuden al espectador incitándolo a la búsqueda de una respuesta personal.
Por un lado, La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991), de Krzysztof Kieslowski, sostiene que la existencia está regida por la predestinación. Su argumento se apoya en la idea de una fuerza responsable de las conjugaciones insólitas que ocurren en el filme, de cuyo encadenamiento el azar se encuentra desterrado. En el otro lado, La vida es una eterna ilusión (Toto le héros, 1991), de Jaco van Dormael, plantea una hipótesis que, a grandes rasgos, considera la existencia como una red de elecciones. Al mismo tiempo, esta hipótesis expone una postura que se desarrollará a lo largo del filme: la vida puede ser diferentes elecciones.
La elaboración formal de los dos filmes es infinitamente rica. Cabe destacar, en particular, la exploración profunda que hacen ambos –cada uno a su modo– de la dimensión temporal como espacio habitable. Quizás, allí es donde se puede hallar el único punto de coincidencia de ambas posturas, debido a que consideran la vida como un devenir porque acontece en el tiempo. Los recursos narrativos utilizados en los filmes para poner en escena concepciones tan aparentemente intangibles merecen el esfuerzo de una lectura cinematográfica atenta, sensible y detallada.
En 1991, cuando el concepto de narrativas transmediáticas ni siquiera se había pensado, Krzysztof Kieslowski y Jaco van Dormael desplegaron procedimientos fantásticos en el plano de la enunciación y exigentes con el espectador por la fuerte ruptura con todo tipo de linealidad. Si bien en aquel momento nos encontrábamos todavía a dos décadas del escenario (la llamada convergencia tecnológica y cultural) caracterizado por la fragmentación acelerada de los discursos audiovisuales, el desarrollo vertiginoso de las herramientas digitales, la puesta en escena por capas y en múltiples plataformas, la simultaneidad de imágenes en un mismo cuadro, el trabajo con enorme cantidad de bandas y tracks de sonido en un instante, el remixado y la lógica transmediática en la evolución de las formas de narrar, las dos películas contaron historias a través de una mirada cinematográfica extraordinaria de la complejidad y del Otro. Cada una a su manera trazó circuitos internos múltiples que apelaron a una hibridación de géneros y recursos narrativos para involucrar al público en una experiencia verdaderamente envolvente.
A diferencia de Kieslowski y Van Dormael, pero también en 1991, el multifacético Peter Greenaway –artista plástico, melómano, director de cine y entomólogo aficionado– realizó el gran experimento técnico y estético de la década, absolutamente anticipatorio de la cultura de la convergencia, con el inclasificable filme Prospero´s book, versión libre de La tempestad de William Shakespeare. De la mano de Greenaway (especialmente en esta película), la imaginería digital y electrónica tomó por asalto al cine y lo transformó en un espectáculo del remixado al reapropiarse de diversas manifestaciones artísticas y culturales sin distinción de formatos ni medios de procedencia. La estética particular lograda en este filme fue incomprendida y criticada con extrema virulencia. Sin embargo, el gran experimento sensorial del cineasta inglés marcaría otra forma posible de contar una historia.
A fin de cuentas, siempre se trata de contar historias y de hacerlo bien; Kieslowski y Van Dormael construyeron andamiajes singulares para vehiculizar díadas de relatos cinematográficos, y sus narrativas sensiblemente engarzadas en capas reflejan diversas aristas de la complejidad. El «Dos» (el par) tiene una importancia medular en ambas películas, y esta aproximación al cine y a la vida generó una hondura emocional digna de ser experimentada y analizada en detalle.
A fin de cuentas, siempre se trata de contar historias y de hacerlo bien; Kieslowski y Van Dormael construyeron andamiajes singulares para vehiculizar díadas de relatos cinematográficos, y sus narrativas sensiblemente engarzadas en capas reflejan diversas aristas de la complejidad.
Resulta interesante pensar lo que Kieslowski expresó sobre su filme (nosotros lo hacemos extensivo a las dos películas analizadas): «Creo que La doble vida de Verónica no le gustará a demasiada gente. Por el contrario, pienso que es un filme para un grupo muy limitado de personas. Con esto no me refiero a grupos sociales ni a grupos de edades ni a grupos genéricos, sino a grupos de personas sensibles a las emociones que pone en escena la película. Y esa gente puede encontrarse entre los trabajadores, los desempleados, los estudiantes y los jubilados. No considero a esta película para la élitea menos, claro, que consideremos a las personas sensibles una élite»
En este libro, partimos del supuesto de que el cine es otra forma de narrar y temporalizar, así como lo son el mito, la novela, la poesía y la historia; por ello, hablamos de lectura y de textos fílmicos o relatos cinematográficos. Sabemos, además, que, a pesar de la existencia de las múltiples lecturas que ofrece un texto, no cualquiera es válida. La multiplicidad de lecturas es una expresión directa del principio de subjetividad, por el cual cada espectador/lector se convierte en un «iniciador de acción» al elegir entre las propuestas éticas alternativas desplegadas por el texto fílmico. De esta manera, estaríamos afirmando que hay tantas lecturas posibles como lectores y, yendo aun más lejos, que cada lector puede hacer lecturas diferentes de determinado texto en distintas circunstancias de su vida.
Para acotar este principio de extrema libertad, incluiremos otra cláusula al contrato de lectura: la validez. Así, una lectura posible será válida cuando sus interpretaciones estén correctamente argumentadas; en otras palabras, apelamos a una subjetividad pasible de ser reconstruida, clara y experimentable. Con ese objetivo, proponemos un espectador/lector capaz de describir y precisar tanto sus diálogos íntimos con el texto fílmico como las derivaciones resultantes, pues su interpretación es el producto de las conversaciones entre el texto fílmico propiamente dicho y el texto empírico previo, representado por el propio corpus de creencias, ideas y experiencias de dicho espectador.
Un buen texto fílmico delinea la figura del espectador que pretende crear. La reconstrucción del aparato de lectura montado nos conduce al identikit del lector previsto por ese aparato. Si bien los rastros de las instrucciones para leer el filme no son unívocos –si lo fueran anularían el desafío y crearían un lector pasivo incapaz de enriquecerse–, acotan el espectro de interpretaciones. Esto no implica una merma de la libertad para el espectador que disfruta de una lectura creativa, sino un acuerdo tácito que le facilita desarrollar al máximo el potencial del texto. Nótese que hablamos de potencial del texto y no de «significado» o «mensaje», en el peor de los casos.
En un sentido amplio, definimos al filme como texto, pero merece la pena que nos detengamos un momento en esta suposición. Si aceptamos que cada representación, cada figuración (por efímera que sea) implica una forma de narración, entonces la imagen móvil figurativa del cine es capaz de narrar al convocar de inmediato el universo referencial al que pertenece lo representado. Además, en la imagen en movimiento hallamos dos propiedades narrativas por excelencia: el embrión de una estructura extraordinariamente simple de planteamiento, desarrollo y desenlace, y la tensión del tiempo en su transcurrir. Siguiendo a Aumont, «[e]s una imagen en perpetua transformación, que trasluce el paso de un estado de lo representado a otro estado […] un camino de un estado inicial a un estado terminal […] y necesita un tiempo para el movimiento»
De esta manera, el reconocimiento de lo que representan las imágenes, la percepción de las relaciones internas de espacio, acción y tiempo, el encadenamiento consciente o inconsciente de los planos –aun cuando se trate de una construcción episódica o, sin llegar a ese extremo, de cierta estructura que no demuestra una hilación del todo clara– hacen que flote en el ambiente configurado por las imágenes un ritmo especial. La plasmación de una atmósfera particular connota relaciones sutiles que cargan la realidad de los planos y las escenas con un sentido interior. Todos estos elementos producen la sensación de un fluir, de una transformación del mundo ficticio guiada por una instancia narrativa fundamental. Así pues, la función referencial del texto fílmico es capaz de «redescribir el mundo», ofreciéndole al espectador una forma alternativa de acceso al conocimiento de la (su) realidad.
Para descartar cualquier tipo de malentendidos es prudente recalcar que todo este rodeo no pretende más que dejar en evidencia el carácter falaz de cualquier verdad particular que no se anuncie como tal. El espíritu que aspire a guiar la lectura de los dos filmes elegidos, La doble vida de Verónica y La vida es una eterna ilusión, simplemente deberá definir con precisión el punto de vista elegido y lo que le es pertinente y, sobre esa base, desarrollar el criterio de coherencia de los detalles analizados. Tomando en préstamo palabras de Calabrese, diremos que la operación detallante permite leer la unidad del filme a partir de un mirar de lupa, más profundo dentro del todo analizado hasta el punto de descubrir caracteres del entero no observados a primera vista. Esto explica de manera nueva al sistema mismo sin perder la conexión con el conjunto al que inevitablemente refiere.
Antes de comenzar el estudio de los filmes es necesario hacer una pequeña aclaración: utilizamos el término instancia narrativa fundamental para nombrar a la conciencia que en cada filme concibe el universo narrativo, selecciona la temática, determina el tratamiento técnico y la regulación de las demás instancias narrativas. De manera similar, recurrimos a espectador/lector para nombrar al «agente» que leerá el texto fílmico y tenderá toda clase de puentes intertextuales. En otras palabras, la instancia narrativa fundamental es la figura del autor o cineasta, pero preferimos no llamarla de este modo para sortear el asunto espinoso del antropocentrismo y, formalmente, salvaguardar la independencia del texto y su potencial productivo.
En The sheltering sky (1990), largometraje de Bernardo Bertolucci basado en la novela homónima de Paul Bowles, el propio novelista hace una breve aparición para reflexionar sobre el tiempo: «Como no sabemos cuándo vamos a morir, llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todo sucede solo un cierto número de veces y no demasiadas»
En definitiva, en las películas que analizaremos, Kieslowski y Van Dormael muestran dos formas distintas en que podrían suceder las cosas ese número limitado de veces.®