Antonio Ortuño hace su primera incursión en la novela de aventuras en Matarratas, en la que relata la historia de una joven mercenaria en un antiguo reino que ha experimentado una revolución.
Matarratas es una antiheroína que se ve envuelta por su profesión en un intrincado mundo de disputas por el poder, la corrupción galopante, la violencia cotidiana —especialmente contra las mujeres—, un orden social y político prácticamente sin ley poblado de monstruos humanos, guerreros invencibles, monárquicos, revolucionarios y sacerdotes, pero en el que también hay valores y búsqueda de justicia.
Sobre Matarratas (Océano, 2021) escribe su autor: “En cierto manera, he intentado escribir esta novela toda la vida. No sé por qué tardé tanto en hacerlo. O sí sé: porque escribí otras, que he disfrutado un montón, y no se parecen en nada a ésta”.
Acerca de esa novela destinada especialmente a los lectores jóvenes conversamos con Ortuño (Guadalajara, 1976), autor de al menos quince libros, especialmente de novela y cuento. Ha sido colaborador de medios como El País, Revista de la Universidad de México, Cuaderno Salmón, La Tempestad, Letras Libres y La Tercera, además de haber sido editor en Milenio. Ha ganado premios como el de Narrativa Breve Ribera del Duero (2017) y Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello (2018).
—¿Por qué escribir un libro como el tuyo, del que incluso dices que es “irresponsable”? Es una novela de aventuras, de la que mencionas que es un homenaje a muchos escritores, incluyéndote a ti mismo. Es muy distinta de tus obras anteriores.
—Sí, como que no tiene nada qué ver. Yo fui un lector muy entusiasta de las novelas de aventuras y de fantasía heroica cuando era adolescente. Siempre tuve la intención de escribir algo en esa tesitura y con esa estética, pero se quedó como una serie de ideas, unos apuntes y jamás lo solidifiqué. Luego crecí, empecé a leer otros libros y mi obra ha ido en otro sentido muy distinto y con otro registro, no por el lado de la fantasía épica o de las aventuras. Ni siquiera las novelas juveniles que ya he publicado tienen ese registro.
Con el encierro por la pandemia mi agenda del 2020 cambió de manera absoluta, y ferias del libro o festivales literarios, talleres, viajes, charlas en universidades, etcétera, pues se convirtieron en sesiones de Zoom, de las que hice decenas y decenas por todos lados. En ir a una feria del libro para tener un par de mesas te puedes aventar una semana entre que vas y vienes, en lo que a veces incluso son viajes internacionales, vuelos trasatlánticos, te tardas unos días en reponer. Eso cambió a Zooms de 45 minutos, por lo que tienes por delante un montón de días libres y una agenda abierta y, además, encerrado por la pandemia.
Entonces encontré en el trabajo una especie de refugio y de consuelo ante el exceso de realidad, de este bombardeo informativo continuo que no era por goteo sino por oleadas: abría uno las redes y se te venía un tsunami de informaciones espantosas, desalentadoras, gente que perdía familiares y amigos y que lo lamentaba en las redes, y uno dando cinco o seis pésames diarios. Era devastador.
Eso fortaleció el impulso de escribir algo que no tuviera nada que ver con el mundo de la pandemia, y con peculiaridades: no quería acabar poniéndole cubrebocas a los personajes ni por narrar cómo se andaban limpiando las manos con gel todo el tiempo.
Traté de ser muy directo y muy honesto en torno de cuáles habían sido los autores que me habían influenciado y enganchado a este tipo de estética, que nace en otras geografías distintas de las nuestras. El tipo de literatura fantástica que se ha dado en español, con otras características, a veces más filosófica y bastante etérea, como ocurre con ciertos textos de Borges, de Bioy Casares y del propio Cortázar.
Fue una reacción ante el exceso de realidad y ante el vacío de agenda y de rutina que se abrió. Tuve el impulso de recobrar todos esos viejísimos apuntes, de releer a algunos de mis autores favoritos de aquella época, de muchos de los cuales ni siquiera había abierto los libros en más de treinta años. De repente una cosa llevó a la otra y me encontré reviviendo una idea viejísima que es Matarratas.
—Al final del libro citas tus lecturas juveniles de aventuras y de fantasía. Algo que me llama la atención es que de los veinticuatro autores que homenajeas apenas tres son de lengua española. ¿Qué ha pasado con este tipo de literatura en nuestro idioma?
—Desde luego la literatura anglosajona es la que lleva la voz cantante en estos géneros. En ese sentido, yo escribo en español y mi herramienta de trabajo es el idioma. Traté de ser muy directo y muy honesto en torno de cuáles habían sido los autores que me habían influenciado y enganchado a este tipo de estética, que nace en otras geografías distintas de las nuestras. El tipo de literatura fantástica que se ha dado en español, con otras características, a veces más filosófica y bastante etérea, como ocurre con ciertos textos de Borges, de Bioy Casares y del propio Cortázar, es lo que me parece que muchos relacionamos como el fantástico de la literatura latinoamericana.
Para mí fue muy importante e influyente un libro de la escritora argentina Angélica Gorodischer, que está entre los autores que escriben originalmente en español y que para mí era una especie de puente entre mi propio idioma y esa tradición que me fascinaba, pero que idiomáticamente en su inmensa mayoría leía en traducciones. A veces pasa que quienes escriben este tipo de literatura en español tienen uno o los dos pies puestos en la lógica de la cultura anglosajona o medieval o neomedieval, nórdica y demás.
Los nombres de los personajes de Matarratas son muy característicos porque no tratan de imitar fonéticamente a los nombres de Tolkien, sino creo, justo en la idea de este autor, que las palabras, los nombres tienen historias detrás de ellos, y hay que imaginarlas, crearlas. Eso me lleva a otra lógica y a otro tipo de visión muy diferente.
Me parece que buena parte de este espíritu aventurero de la novela de fantasía heroica tiene que ver con la condición colonial y conquistadora de países como Inglaterra, Estados Unidos, etcétera, en los que esas historias son hasta cierto punto naturales porque están llenas de su propia historia de descubridores, exploradores, conquistadores, gente que se apoderó de comarcas lejanas, etcétera. Nuestra historia latinoamericana es muy diferente: la heroicidad siempre está concentrada en la resistencia, en la derrota decorosa.
Como no se me da naturalmente ni cantar derrota ni cantar victoria, el espíritu de Matarratas es muy escéptico, casi nihilista. Es una individualista acendrada, una desheredada que lucha sencillamente por salir adelante y que se da cuenta muy bien del mundo profundamente corrupto e injusto en el que busca sobrevivir.
Creo que es lo que uno puede aportar y subir a la mesa de otras geografías que no son las de Estados Unidos o de Europa occidental es un tipo de historias con otro tipo de visión.
—Al final del libro dices que desde 1988 querías no sólo leer sino escribir este tipo de historias. ¿Cómo se manifiesta tu infancia en esta novela?
—Absolutamente, porque yo estaba completamente enganchado a este tipo de historias. Cuando leí por primera vez El señor de los anillos al terminarlo fui por todos los demás libros de Tolkien, de las historias inconclusas, los apéndices de aquella obra, el Silmarillion, etcétera. Cuando agoté todos los libros de Tolkien volví a empezarlos otra vez desde El hobbit, y me leí todo libro de ese estilo que cayó en mis manos en aquella época.
El único cómic al que fui aficionado en toda mi vida —no crecí mucho en la cultura del cómic— era el de Conan el bárbaro, que salía los viernes en los puestos de revistas. Publicaron 600 y tantos números, y yo tenía todos, no me faltó uno solo. Los puesteros de cerca de mi escuela me conocían y me los guardaban; si no tenía la lana el mero día, había un puestero egregio al que le estaba yo muy agradecido porque siempre me tenía mi ejemplar.
La gente que lee el famoso estudio de Joseph Campbell —El viaje del héroe— cree que con eso se escriben todas las historias del mundo, en lugar de entender que es un análisis sobre historias que ya existen, y lo toma como una receta para escribir nuevos relatos, lo que es entender al revés el pensamiento de Campbell.
El libro es explícitamente un homenaje a todos estos autores: a Tolkien, a Gorodischer, a Isak Dinesen, a Fritz Leiber y a los que vienen en la lista del libro. Pero, más que un homenaje, es una especie de tributo al lector joven que yo era, cuando hubiera querido tener las capacidades y la concentración para escribir algo como Matarratas. Creo que a aquel joven le hubiera divertido mucho porque la novela está construida justo con amor por la aventura, por esos mundos imaginarios, por una parte y, por otra, también se sale y anda un poco a contracorriente de este tipo de historias, que muy fácilmente se estereotipan porque descienden de los cuentos de hadas y a veces tienen demasiado metida en los huesos una espiritualidad un poco moralista, de la lucha contra el bien y el mal que es arquetípica en este tipo de historias. La gente que lee el famoso estudio de Joseph Campbell —El viaje del héroe— cree que con eso se escriben todas las historias del mundo, en lugar de entender que es un análisis sobre historias que ya existen, y lo toma como una receta para escribir nuevos relatos, lo que es entender al revés el pensamiento de Campbell.
La verdad es que nada de eso me interesaba, ni El viaje del héroe ni la mímesis o imitación de ese tipo de libros, sino tratar de poner en la mesa un libro que, aunque comparta algunas de esas características, también fuera brutalmente distinto, no de príncipes y princesas en la lucha entre el bien y el mal.
—O de dragones…
—Claro, aunque aquí el monstruo existe, pero no es un dragón sino un humano poderoso, un señor principalísimo en la Ciudad del Lago…
—Pero tratas mal al dragón…
—Existen, pero son unos reptiles feos, prácticamente monstruos de Gila o dragoncitos de Komodo que huelen horrible. También está la reflexión sobre los leones, que se ven muy bien en las banderas pero que en vivo son horrorosos y huelen muy feo.
—En Matarratas escribes para un público juvenil, pero ahora también para el público infantil con Los viajes de Laika. ¿Qué diferencias implicó este tipo de escritura respecto a obras anteriores como La fila india, Olinka, Esbirros, por ejemplo?
—En el caso de los jóvenes: en ese sentido mi trabajo tiene que ver más bien con el ritmo narrativo porque no me quito ninguna clase de libertad ni trato de ser condescendiente ni de rebajarle el tono a las historias. Matarratas tiene pasajes que están inspirados en la literatura de horror, y otros son muy violentos, incluso satíricos. En ellos se puede encontrar una correlación, en cierto sentido, con registros que ya he explorado en mis libros.
Matarratas tiene un ritmo que busca ser más trepidante, más ágil, más dinámico, menos reflexivo y con menos atmósferas en muchos momentos, aunque haya que crearlas, como también escenarios, en este tipo de narraciones.
Para mí la juventud tiene mucho que ver con la impaciencia. He charlado con jóvenes lectores sobre mis anteriores libros, y creo que parte de lo que les permite relacionarse bien con ellos es que tienen un ritmo muy acelerado, muy rápido, que no da pausa, que trata de envolver a los lectores y dialogar con ellos, en ese sentido narrativo, de manera muy directa y que no trata de abusar de la paciencia del lector joven.
Insisto: trato de acordarme del lector joven que fui, y era muy impaciente: me molestaban 40 o 50 páginas en que la gente nada más estuviera dando vueltas y que aquello no avanzara, y me podía desesperar bastante. Creo que esa impaciencia existe, y yo trabajo contra ella.
Los jóvenes son algunos de los lectores más minuciosos y más rigurosos que me han tocado. Son los más clavados en los detalles, no se les olvida si uno tiene un patinazo, que haya una cosa en el capítulo 3 y luego hay una incongruencia en el 5 se dan cuenta de inmediato, se enojan, les parece inadmisible y te lo reclaman. Muchos lectores jóvenes son gente que lee muchísimo; tenemos la idea de que a los jóvenes no les gusta leer, y a muchos no, pero a los que sí son un montón y leen muchísimo, tienen un punto de vista muy amplio y pueden comparar muchos libros. Además, el lector joven es menos fetichista de lo que uno se vuelve de adulto, y no le importa la solapa del libro; es decir, si tienes otras veinte publicaciones, te ganaste premios y becas y demás, eso no les importa si el libro no los atrapa.
En ese sentido, trabajo: contra el tedio, contra la impaciencia. No quiero que se aburran, sino al contrario: que se sientan envueltos y que la historia les sorprenda en ciertos momentos. También les fastidia que las historias sean predecibles; por eso digo que a veces son incluso más exigentes que muchos lectores mayores o, en teoría, más experimentados, pero que en ocasiones tendemos a ser un poquito condescendientes al decir: “Bueno, aquí se le durmió un poco el gallo a Bolaño, pero es Bolaño y, no manches, es un genio, es un dios que escribió Los detectives salvajes. Este libro no está nada bueno, pero es Bolaño”. A veces así pensamos porque vemos demasiado las solapas.
En el caso de los libros infantiles es una estrategia muy diferente. Yo veía a mis hijos como gente muy lectora; les enseñé en casa incluso antes de que lo hicieran en la escuela porque me urgía que leyeran y porque desde pequeños les gustaba hojear los libros. Eran obsesivos en que les contara los cuentos una y otra vez, por lo que les tenía que enseñar para que también pudieran elegir sus libros.
Esa experiencia es en la que me he apoyado para tratar de pensar qué les puede interesar a los niños de la historia que quiero contar, cómo la voy a abordar para que le llame la atención a este tipo de lectores, a chamaquitas, a chavitos pequeños.
En este caso, Los viajes de Laika es una historia que a mí me parecía muy interesante y muy digna de contarse. Laika existe: es una de mis perritas. Es de un pueblo de las afueras de Guadalajara, de donde la rescatamos; por los periplos de la vida, tiempo después de que la adoptáramos nos fuimos a vivir a Alemania, y de repente hasta allá andaba ella. Imagínate: un perro semiurbano de un pueblito de las afueras de Guadalajara que correteaba por los bosques del Grunewald, alrededor de Berlín, donde paseaba al lado de las placas que conmemoran los avances de los aliados o del poeta romántico alemán. Y, luego, de regreso.
Entonces bromeaba con mis hijos en el aspecto de que Laika debería escribir sus memorias, y de ese juego terminó surgiendo este cuento. Claro, toca temas que, quizá, pueden ser mayores de lo que uno pensaría de literatura infantil: la migración, el abandono, reinventarse y hallarse en ambientes nuevos. Pero a fin de cuentas también es el cuento de un perrito.
Entonces puede ser las dos cosas. Parte de lo padre de la literatura infantil es que tiene una carga simbólica y alegórica enorme, sin necesidad de tratar de andar haciendo estudios doctorales o de hacer algo obvio y lineal como “Vamos a hablar de la migración, niños”. Está implícito, pero en realidad es la historia de un perro, y eso es lo que me gusta: que pueden ser cuentos que tengan un montón de capas con muchas dimensiones sin perder esa sencillez necesaria.
—Otro asunto que me llamó la atención de Matarratas es que es una novela en la que hay mucha violencia, poco amor y muy frustrado. ¿Qué nos quieres decir con esto?
—Supongo que tiene que ver con algo que a mí me pasaba con ese tipo de historias: la verdad es que lo que menos me interesaba en la literatura historias fantástica eran las historias de amor. Lo hay, pero está muy incipiente, esbozado; más bien, en este primer libro tiene que ver un poco más con la amistad que con el amor. La única relación amorosa de la que se habla abiertamente es una que fracasó y que, además, dejó un montón de secuelas terribles: a Matarratas la contrata, entre otros, un exnovio suyo para que liquide a un malvado. Pero ella sigue muy resentida porque él prefirió hacer carrera como sacerdote que quedarse con ella.
A mí me parecía muy divertido pensar en esta heroína que no es una princesa ni tampoco la mejor espadachina del mundo ni Wonder Woman, sino que es sencillamente una chavita que lucha por sobrevivir en los bajísimos fondos de una ciudad. Que estuviera resentida con el exnovio le daba otra dimensión que me parecía más divertida, porque aunque la atmósfera no tenga nada que ver, también es una historia como de gánsteres, con Matarratas en estos asuntos de los bajos fondos, de los mercenarios alquilados al mejor postor para hacer tareas terribles.
Es cierto que es violenta, pero estas historias tienden a serlo. A fin de cuentas creo que a lo mejor se asustará mucho el presidente, pero a puede ser que de eso se trata. Pienso que hay que ser muy cándido o muy tonto para pensar que los jóvenes son imbéciles y no saben lo que es la violencia simbólica. A mí la violencia que me preocupa y que me duele de la sociedad no tiene que ver con los videojuegos ni con los libros ni con películas: es la real, la de la calle. Yo no creo que los jóvenes terminen en el delito por jugar videojuegos; eso me parece completamente tonto. Es como pensar que por comer pato te vas a volver pato —aunque Lozoya haya comido pato y se haya hecho pato, pero nada más.
—Me llamó la atención la organización política y la geografía. Sobre esta, ¿cómo creaste El Alto, la Ciudad del Lago, el Sur, la Costa?
—Un mundo imaginario necesita ciertas coordenadas, con las que el lector pueda sentir cierta identificación porque hay ciertas constantes culturales que uno asume: los norteños viven en sitios más fríos, más altos, es gente directa, con gente que puede ser un poco violenta o grosera para los sureños. De los costeños uno siempre piensa que son medio desorganizados, dicharacheros. Son ideas que están en nuestras cabezas, y creo que se juega un poco con esos estereotipos en la novela para aprovecharlos y crear esta geografía ficticia.
Para mí sería inconcebiblemente aburrida una novela con criaturas que no tengan que ver con los humanos, y una geografía que no tenga absolutamente nada de humana porque me tendrías que estar explicando todo, todo el tiempo.
A fin de cuentas, aunque el mundo sea imaginario la experiencia humana es una y las personas nos parecemos unas a otras, y lo que nos interesa es eso. Para mí sería inconcebiblemente aburrida una novela con criaturas que no tengan que ver con los humanos, y una geografía que no tenga absolutamente nada de humana porque me tendrías que estar explicando todo, todo el tiempo.
Por eso es tan importante la naturaleza humana, y por eso en esa geografía imaginaria traté de aprovechar un poco esas ideas que tenemos instaladas en el fondo del cerebro acerca de cómo son las personas según regiones. Así se crea una especie de carga medio simbólica y asumidamente histórica detrás de los acontecimientos. Por ejemplo, está que los sirvientes son todos provincianos, y cuando están juntos hablan mal de los capitalinos y siempre se están quejando de que su café y su comida son horribles. Tienen una especie de regodeo que les permite identificarse: “Sí, somos débiles, pero nosotros sí sabemos lo que es un café rico”.
—Trazas también un mundo político, una ciudad que vivió una “revolución gloriosa” por la que se impuso un gobierno rector con un ejército con soldados ineptos, y que sustituyó a una monarquía que no se preocupó por los pobres, pero el nuevo consejo tampoco los ha podido sacar de la miseria. ¿De dónde salió esto?
—Me parecería aburridísimo tratar de crear uno de estos mundos con un orden político medieval lineal, con un rey bueno. Hay libros muy padres que son así, pero no tienen nada que ver con nuestra experiencia de lo que es la política y la sociedad en América Latina. Al contrario, nosotros vivimos en el fracaso, en el naufragio y, a la vez, en la esperanza permanentes. Llegan unos y dicen que ahora sí van a cambiar y a renovar todo, y hay golpes, revoluciones, pronunciamientos, elecciones, vuelcos de timón, etcétera, y nos las arreglamos para estar fregados de todas maneras. Es lo que pasa en Ciudad del Lago: cayó una monarquía corrupta e inepta, y la sustituyó una nueva hegemonía corrupta e inepta. Lo primero que hicieron los nuevos fue robarse lo que los viejos no alcanzaron a llevarse cuando escaparon.
Ese escepticismo está muy metido en la gente, y los personajes se dan cuenta de ello, pero pues es el orden en el que viven y ahí tienen que acomodarse. Desde luego está la revolución gloriosa, que sencillamente es como un detalle medio cruel y satírico: ellos se engrandecen como si hubiera sido el golpe de historia definitivo, cuando en realidad son otros pillos distintos los que llegan a robar lo que antes robaban los reyes.
—También está el juego de la libertad y el servilismo. Dices: “Si se acaba con Bastión, ¿qué va a pasar con Clavo?, ¿a quién va a servir, quién le va a dar trabajo, quién le va a proteger?” A la vez está la figura de Matarratas, que es la de la libertad: ni es realista ni es revolucionaria, ve por ella, es muy individualista. ¿Cómo es el enfrentamiento entre estos mundos en la novela?
—Para mí era mucho más divertido así, y siempre me preguntaba sobre ello cuando leía este tipo de ficciones. En algunas de ellas aparecen personajes que son aparentemente más sencillos, como en Tolkien —que es el modelo de todas estas historias, un autor fabuloso—, pero en el fondo uno dice: los héroes son los hobbits, que son chiquitos y no son parte de los reinos maravillosos, etcétera. Pero cuando te detienes a verlos, resulta que son la crema y nata de la comarca: ante los reyes pueden parecer chiquitos, pero dentro de su propio mundo son los Golden Boys de la comarca, tienen las aventuras y son de las familias principales. Todos son unos verdaderos ociosos y prácticamente unos juniors, excepto Samwise, que es un trabajador y es el servidor de Frodo. Siempre me gustó ese personaje, y me gustaba esa idea de que algunos personajes fueran como sirvientes, trabajadores.
Creo que parte de la obligación de uno con estos libros es no ir cerrando tramas sino, al contrario, abriendo un montón de puertas, lo que hace el mundo más amplio y también aviva la imaginación del lector.
Matarratas no tiene un amo fijo porque es una mercenaria; lo que tiene son clientes y jefes de ocasión según le van pagando, pero en ninguna medida son los reyes o los príncipes.
Sí hay por allí un juego con la monarquía; por ejemplo, Matarratas se inquieta porque se da cuenta de que Clavo es como monárquico y no lo llega a entender. Ése es un aspecto que queda en segundo plano, pensando en la probable continuación, porque otra de las características de estas historias es que están pensadas para seguir y seguir. Las aventuras no se detienen.
Entonces no es un libro cerrado en sí mismo, sino que también es como abrir muchas líneas posibles para que la gente pueda seguir imaginando historias: la imaginación se da cuerda sola. Creo que parte de la obligación de uno con estos libros es no ir cerrando tramas sino, al contrario, abriendo un montón de puertas, lo que hace el mundo más amplio y también aviva la imaginación del lector.
—Otra parte que también me gustó es que no nada más hay vileza, que está en muchas partes, sino que también hay valores, como la amistad. ¿Cuál es su papel en la novela?
—A final de cuentas es una historia de fantasía heroica; un asunto es que no sea esta épica lineal de los héroes que son casi santos, y otro muy distinto que no hay heroicidad en la vileza, que solamente es vil —valga la redundancia—, y estos personajes no son viles. Son picarescos, barriobajeros, hasta cierto punto contradictorios, pero trato de acercarlos a una naturaleza humana que me resulte un poco más comprensible.
Con lo que no puedo es con los héroes que son absolutamente planos, sin mácula y siempre son buenos, o los que sólo tienen un leve barniz de que pues es enojón, pero es bueno. Quería que fueran personajes un poco más complejos porque si fueran linealmente malos sería tan aburrido como si fueran buenos. Me gusta ese contraste: que de repente haya rasgos sí de lealtad e incluso de cierta protección, como Matarratas con Agua, ya que entiende su condición, lo que le pasó, que es una víctima, y que recuerda que ella también fue una chica desamparada y, aunque no le fue tan mal, tuvo más suerte o más fortaleza. También se siente la solidaridad o la amistad que nace entre Matarratas y Clavo; a éste lo cuidan otros sirvientes que se terminan sacrificando por él en cierto momento.
Si sólo se tratara de que todo mundo se dé cuchilladas en la espalda me hubiera aburrido un montón. Parte de la gracia de la historia es que te sorprenda la naturaleza humana haciendo cosas que sabes que los humanos hacemos, lo mismo la cuchillada por la espalda que sacrificarse por alguien. Los dos aspectos tienen que encontrar un equilibrio en este tipo de historias; para mí de lo que se trata no es de abolir la idea de la épica sino de contarla de otra manera, darle otras coordenadas y repensarla, no negarla.
Me gusta la épica, pero sencillamente creo que se puede hacer con otros ingredientes.
—Las mujeres: la anécdota que da inicio a la historia es de violencia contra una mujer, una niña, que terminará por servíctima y victimaria; el personaje es Matarratas, una antiheroína. ¿Qué pasa con las mujeres?
—Varios de los personajes centrales, empezando por la principal, son mujeres. No fue una idea que se me ocurrió hace quince minutos sino que Matarratas viene de apuntes que yo tenía desde que era chavito porque quería subvertir este tipo de relatos. No quería al rey bondadoso y al mago sabio como los protagonistas porque ya los hemos visto un millón de veces; lo que se me ocurría, que iba más a contrapelo de todo eso, era un personaje como Matarratas. Quizá su madrina es un personaje muy raro dentro del universo de Conan el Bárbaro, que es una amiga suya que se llama Sonia la Roja, que es una espadachina medio mercenaria, pero que tiene una especie de don de los dioses que hace que sea invencible como esgrimista. Siempre fue un personaje que me fascinaba porque, además, la pintaban guapísima.
Traté de hacer eso; claro, bajarle cinco rayitas a esa imaginería casi como de pinup que tenía Sonia la Roja, pero con un personaje que también fuera a contrapelo de lo que uno espera de este tipo de historias. Es decir, una mercenaria que lucha por sobrevivir, pero que tampoco es la prototípica chica ruda, y que trata de ser más congruente y más compleja.
Matarratas es un personaje que me gusta mucho porque es complejo y porque abre para mí toda otra serie de posibilidades diferentes a las del rey bondadoso, el mago sabio, el matón todopoderoso tipo Conan, que suelen ser los personajes principales.
La verdad es que las historias de superhéroes a mí no me interesan nada, y me gusta que los personajes puedan, en ese sentido, jugar y cambiar la percepción que tiene el lector. Pienso que los lectores —y muchos me lo han dicho— saben muy bien hacia dónde o qué va a hacer Matarratas, pero cuando ya lees la historia completa te das cuenta de que el personaje tiene una congruencia interna y no hace ninguna clase de locura. Sencillamente, no corresponde a los estereotipos de lo que se supone que debería ser: una chica en su lugar. Eso me gusta y me parecía que era el personaje ideal para el tipo de historia que quería contar.
—¿Y de la violencia contra las mujeres?
—Si tienes una historia fantástica en la que el peligro viene de los dragones o de seres sobrenaturales, eso lo que hace es resaltar un estereotipo muy asumido porque quien te puede proteger de los dragones son los héroes de toda la vida y el orden social queda igual. Pero en este caso los monstruos son personas que están allí, insertados en éste, y parte de la condición de víctima es abrir los ojos y rebelarse contra eso. Es algo que generalmente estas historias no abordan, pero que sabemos que existían en la Edad Media y en las sociedades antiguas, en las que el papel de la mujer, en la mayor parte de los casos, era estar a disposición casi como ganado. Desde luego, había otras sociedades más cultas en las que algunas mujeres, según la época, lograron otro tipo de posiciones, como en ciertas ciudades de la antigua Grecia, entre las clases altas de Roma, etcétera. Pero esto no ocurría en la mayor parte de los sitios, donde la violencia estaba presente y era parte de la vida cotidiana.
Entonces, el hecho de que un amo usara a su antojo a las sirvientas era algo brutalmente común; aunque en la novela no son esclavas, al poderoso no le importa porque es lo suficientemente fuerte para hacer lo que él quiere. Además, nadie lo detiene sencillamente porque les conviene, y los que ahora mandan le quieren quitar su fortuna: aunque es uno de ellos, se lo quieren tronar para quedarse con sus riquezas, no para evitar que siga siendo violento. El orden social se perpetúa a sí mismo y las mujeres aparecen en la novela como agentes subversivos: al menos personajes como Matarratas y Agua lo son profundamente.
—La novela plantea algo inquietante: la venganza como justicia ante la ineficiencia de los aparatos de seguridad lo más viable es contratar a un asesino para hacer justicia.
—Desde luego es una idea controvertida, y por eso me parece que es una buena manera de echarla en la mesa de un mundo imaginario; es decir, yo no estoy proponiendo que nos dediquemos a contratar asesinos, porque eso de hecho eso es lo que pasa en el México contemporáneo. En realidad es un reflejo de algo que pasa; nosotros lo vemos en México, pero ha ocurrido durante muchos años en Colombia, en Centroamérica y en otros momentos en Italia, en Japón, etcétera. Esta serie de mecanismos ha existido siempre.
Para mí el asunto es que, como queda muy claro en la novela, en Ciudad del Lago, como en el gobierno anterior, el vigente no intenta de ninguna manera procurar justicia, que es sólo para quien puede pagarla y aprovecharla: los señores que controlan la ciudad. Y hay todo un submundo de venganzas: a quien le hacen algo sabe que el gobierno no va a hacer nada por él, entonces contratan a quien se la cobre por ellos. Matarratas no sólo es una asesina a sueldo, sino que también cobra deudas, vende protección, da palizas para que la gente pague, asusta a otros, etcétera. Es parte de toda una escena, aunque ya está en decadencia: ya casi no hay quién les pague a este tipo de personas, y Matarratas es de los últimos cobradores que quedan y que siguen en el negocio.
La venganza es la cultura en la ciudad: como nadie procura la justicia, lo que hacen es tomarse venganza, y para mí esa es la idea. No es una propuesta social, sino al contrario: es la constatación de una renuncia social importantísima; es decir, si no hay una procuración de justicia, pues todo el mundo trata de hacerla por su propia mano, y eso mete un mercado de venganza infinito cuyas víctimas son a veces los que contratan cobradores porque luego no les pueden pagar y terminan a su vez siendo vapuleados para que paguen. Es un ciclo que se alimenta a sí mismo y que nunca se acaba. ®