¿A qué se debe que los españoles no tengan en especial estima a protagonistas de batallas históricas y sí, en cambio, al imaginario Don Quijote?
Según Henry Kamen, en España no se habría hecho demasiado caso a los héroes nacionales. Es más: se les habría despreciado. Tanto en su época como en la posteridad, ya que los ciudadanos, en el siglo XX, preferirían admirar a personajes ficticios como don Quijote antes que a las figuras de carne y hueso.
Porque no existiría una ética del patriotismo que glorificara a todos aquellos que se habían arriesgado por el bien común. Al contrario de lo que sucedía, por ejemplo, en Francia o Estados Unidos, donde el país rendía a tributo a los protagonistas de los grandes hechos de armas.
Otro motivo radicaría en el inadecuado concepto que los españoles tendrían de sí mismos, al carecer, supuestamente, de una idea de nación que permitiera establecer un consenso acerca de quién era un gran personaje y quién no.
Kamen insiste en lo que considera una paradoja, que muchos de los militares distinguidos al servicio de la monarquía hispánica serían extranjeros, como los italianos Alejandro Farnesio y Ambrosio Spínola. Para el historiador británico ésa pudo ser una de las razones por las que España dio un trato deficiente a sus héroes, escamoteando la recompensa que merecían sus hazañas. Otro motivo radicaría en el inadecuado concepto que los españoles tendrían de sí mismos, al carecer, supuestamente, de una idea de nación que permitiera establecer un consenso acerca de quién era un gran personaje y quién no. De ahí que no existiera unanimidad a la hora de establecer un panteón común de grandes comandantes.
Sin embargo, contradictoriamente, Kamen concede que a Hernán Cortés lo transformaron en un semidiós o que Francisco Pizarro, en el siglo XIX, era presentado como la cota más alta a la que podía aspirar un español.
¿Qué nos dicen los datos? Los historiadores Antonio Mestre Sanchis y Pablo Pérez García, en su introducción a la vida del Duque de Alba de Gregorio Mayans, señalan que, a finales del siglo XVI, los héroes surgidos de la Reconquista y de la expansión ultramarina, como Núñez de Balboa, Juan Sebastián Elcano, Hernán Cortés o Francisco Pizarro, proyectaban “una sombra considerable sobre los viejos héroes aristocráticos, disputándoles reconocimiento en la gran historia patria”.
Fernando Álvarez de Toledo, el tercer duque de Alba, fue un personaje polémico por su severidad en los Países Bajos. En España se le admiró como modelo de lo que debía ser un gran comandante. Cuando murió, fray Luis de Granada se dirigió a su viuda y le dijo que Dios le había dado como compañero de peregrinación a “uno de los más valerosos, más virtuosos y más católicos señores que ha habido en nuestros tiempos”. Cierto que éstas eran palabras de consuelo, pero no hay razón para suponer que no reflejaran un sentir general. Poco después, Miguel de Cervantes, en El cerco de Numancia (1585), modelaría el personaje de Escipión a partir de las cualidades del temido aristócrata: soldado valiente, pero sin perder la prudencia.
Poesía patriótica
Ya en el siglo XVII Lope de Vega no escatimará elogios para los héroes españoles, abundantes en número y en hazañas. “Oh patria, cuántos hechos, cuántos nombres, cuántos sucesos y victorias grandes”, escribe para evocar los triunfos de las armas hispanas en Indias, Francia o Flandes. Son tantos los éxitos que el lenguaje se queda corto para hacerles justicia. Los españoles, desde este punto de vista, vendrían a ser una especie de pueblo elegido, a los que el resto de naciones envidiaría, temería o estimaría. Si algo distingue a sus bravos soldados es su corazón indomable.
Sin embargo, el Fénix se quejaba de que no se había escrito suficiente sobre las hazañas españolas. “Por qué te falta, España, quién lo diga”, se pregunta memorablemente en La Dragontea, con lo que daba a entender que las gestas más asombrosas no servían de nada si no encontraban a un cronista que las situara dentro de la memoria colectiva. Este déficit, en su opinión, no se debía tanto a falta de escritores como a mecenas escasos. Para remediarlo, en su arremetida contra el corsario Drake, él mismo se ocupa de enaltecer a los héroes hispanos. Entre ellos, el tercer duque de Alba: “No le contó que nuestra madre España en tierra y mar Toledos producía”.
Lope también menciona a Beltrán de Castro, un marino que se distinguió contra los ingleses: “el valiente gallego, flor de España”. Así, con este verso, se propone una identificación entre el país y su héroe, encarnación de lo mejor de la colectividad.
En otra ocasión, el poeta enumera algunas de las figuras indiscutibles del panteón hispano, al expresar su deseo de referir las historias de Carlos V, las hazañas de Juan de Austria, “terror de Asia”, o las conquistas de Felipe II, sin olvidar las victorias del duque de Alba y del almirante Álvaro de Bazán. De Hernán Cortés resalta las “cosas extrañas”, en alusión a la novedad de una América que resultaba difícil de entender con parámetros europeos.
El horizonte americano
Se ha dicho que los españoles de los siglos de oro preferían cantar las hazañas de sus ejércitos en Europa y en África, dejando así en un olvido difícil de entender los acontecimientos del Nuevo Mundo, con excepciones como el poema La Araucana, de Alonso de Ercilla, acerca de las luchas en Chile contra los indígenas. ¿A qué se debería este silencio? ¿Tal vez, como sugiere Eliot, a que unos conquistadores de origen más o menos humilde y unos enemigos bárbaros no daban la talla para héroes épicos?
La realidad, sin embargo, parece haber sido hasta cierto punto distinta. En el siglo XVI un cortesano extremeño, Luis Zapata de Chaves, escribe un poema épico, Carlo famoso (1566), dedicado al emperador Carlos V, en el que dedica varios cantos a las hazañas de Hernán Cortés. El conquistador, por sus victorias, merecía mil alabanzas. Porque, en sus combates, había “nuevos reynos ganado, y nuevas tierras”. Por eso mismo Zapata de Chaves le califica de “nuevo Marte”. Como ha señalado Iván Vélez, esta obra debió ser apreciada en su tiempo porque es una de las que salva Cervantes de la biblioteca de don Alonso Quijano.
Por su parte, Juan de Castellanos hace un panegírico de Cortés y de sus colegas en Elegías de varones ilustres de Indias (1589). El extremeño, a lo largo del siglo XVI, no sólo no fue olvidado: se le sometió a una glorificación que lo situaba por encima de los grandes héroes de la Antigüedad.
La leyenda habla de un país ingrato con Cristóbal Colón, pero si el genovés acabó mal fue por su incompetencia como gobernante. Su hazaña como descubridor, en cambio, no dejó de recibir alabanzas. Para el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo había sido un valeroso marino que había encontrado un continente lleno de oro.
Lope de Vega tampoco dudó en vindicar la gloria de aquellos soldados católicos que habían colocado “los cristíferos pendones en las remotas playas de Occidente”, en referencia a los hombres que habían llevado al Nuevo Mundo la fe católica. En La Dragontea el Fénix se dirige a los ingleses para recordarles que ellos no han peregrinado “con el fuerte Colón” ni sufrido “al lado de Cortés”.
La leyenda habla de un país ingrato con Cristóbal Colón, pero si el genovés acabó mal fue por su incompetencia como gobernante. Su hazaña como descubridor, en cambio, no dejó de recibir alabanzas. Para el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo había sido un valeroso marino que había encontrado un continente lleno de oro. El elogio mayor, sin embargo, lo merecía por haber llevado a las Indias la fe católica. El descubrimiento de aquel imperio occidental que era América constituía, a su parecer, uno de los mayores que podía rendir cualquier vasallo a su rey. Nada podía ser más útil. Y, después de hacer esta afirmación, Fernández de Oviedo añade que no tiene por castellano ni buen español “al hombre que esto desconociese”.
Se podría objetar que el descubridor, a fin de cuentas, no era español sino italiano. Pero actuaba al servicio de España y eso es lo que contaba para los autores hispanos. En El nuevo mundo, de Lope de Vega, el rey de Portugal, al interesarse por Colón, pregunta: “Grande empresa solicita. ¿Es por ventura español?” De esta forma, el Fénix vincula el hallazgo del Nuevo Mundo con un carácter nacional determinado, algo que se puede interpretar en positivo, en el sentido de que los españoles son gente audaz y con amplitud de miras, o negativo, como alusión a unas personas que, por su excesivo concepto de sí mismas, se atreven con los proyectos más descabellados. La opción más verosímil es la primera: el héroe aparece como un romántico que ha de luchar contra la incomprensión. Tras su hazaña, el propio rey Fernando, que antes había dudado de su éxito, le recibirá con palabras entusiastas: “A España habéis dado un mundo y a Dios infinitas almas”.
Lope también ensalzó a Hernán Cortés en más de una ocasión. Tomemos, por ejemplo, unos versos de su novela pastoril Arcadia (1598), en los que el propio conquistador se felicita por haber dado “a España triunfos y palmas con felices, santas guerras, al Rey infinitas tierras, a Dios infinitas almas”.
Éstos y otros comentarios se hacen por lo que ahora denominaríamos “deber de memoria”. El que se expresa en un soneto que sirve de prólogo a El peregrino indiano (1599), de Antonio de Saavedra y Guzmán. El poema elogia a Hernán Cortés por vencer “al indio”, pero también a Saavedra por hacer posible que la victoria del héroe no se pierda en el olvido. Los dos, el héroe y el cantor de su gesta, son igualmente necesarios: “Así fue de los dos esta victoria, que si es César Cortés, vos sois Lucano”.
Una idea de España
A Lope de Vega no le preocupaba el pasado por el pasado sino aquel en el que podía reconocerse. “La Historia mía”, escribe. La palabra clave es, obviamente, el posesivo. Que, en este caso, es un indicativo de españolidad. Porque nuestro poeta se coloca a sí mismo dentro de la “española historia”, referida a un sujeto, España, con capacidad para recordar, agradecida, las gestas de sus héroes.
Por su parte, Francisco de Quevedo se expresará en términos igualmente patrióticos en su España defendida, ensayo que permaneció inédito durante más de tres siglos, hasta su publicación en 1916. Al tratar la figura de Hernán Cortés el poeta ve en él a un instrumento de la divinidad: “¿Quién sino Dios, cuya mano es miedo sobre todas las cosas, amparó a Cortés para que lograse dichosos atrevimientos, cuyo premio fue todo un Nuevo Mundo?”
Precisamente por su patriotismo, Quevedo criticará la decadencia de la monarquía. Los españoles, a su juicio, han perdido su vigor de antaño y se han dejado llevar por los vicios que les han transmitido otras naciones. No se entiende, pues, la tendencia actual a sostener que España, como nación, es una creación. Un exceso de contemporaneísmo ha perdido de vista que la Historia empieza algo antes de 1789. ®