El tiempo se suspende y el sonido que entra por los oídos obliga al cuerpo a renunciar a todo lo que esté fuera de ese cuarto controlado por un soberbio uso de la tecnología. Y aunque se sabe que una entrada por día no basta, y acaso una vida entera, al abandonar el recinto al menos se tiene la certeza de haberse topado con una exquisita réplica de la eternidad.
Grabar.
¿Qué significa este hecho sino la conservación de actos efímeros?
Aun el Long Play, mejor conocido como LP, promete en su nombre un acto imposible. El viaje encapsulado en su placa vinílica termina antes de que entres del todo y por eso algunos utilizamos ciertos “recursos” para prolongar la estadía. Hay algo en cada escucha, en cada melómano que desea que la música nunca termine.
¿Y qué si esto fuera posible?
En la década de los setenta surgieron dos intentos por desafiar al Long Play, curiosamente lanzados en la misma semana. Sus espectros sónicos y emocionales eran la polaridad total, pero ambos tenían el mismo cometido: desafiar el formato para convertirlo en un acto de duración, ahora sí, prolongada. El vinilo se resistía en su cuadrada redondez, y cómo no si semejantes afrentas provenían por un lado de una búsqueda que nulificaba la melodía en pos del ruido total (“Metal Machine Music” de Lou Reed) y la otra planteaba un acto de comunión con el escucha en el que las coordenadas espacio-temporales pudieran suspenderse por un momento a través de la inmersión en una zona creada puramente por el sonido. Ése era el cometido de Discreet Music de Brian Eno, un pintor que, en sus propias palabras, se dedica a la música.
A raíz de este intento de dilación, la forma en la que percibimos la música cambió para siempre. El ambient por todos conocido está caracterizado por la repetición con base en texturas sónicas que lentamente evolucionan. Su credo de “repetición en constante cambio” es una rebelión ante un orden de las cosas que exige velocidad e instaura una alteración a la percepción temporal que justamente da un efecto de música de permanencia voluntaria.
Eno, al fin pintor sónico, intentó por muchos años reproducir ese mismo efecto en espacios tangibles, usando la luz y el color como medio de posible traducción para un fenómeno que básicamente se desarrolla a través del tiempo. Pero la tecnología no se encontraba a la altura de sus intenciones y por años violentó pantallas de TV, cámaras de video y proyectores utilizándolos sólo como conductores de luz. Bajo la firma de Eno, los espacios invadidos distaban por completo de una sala normal de TV y pretendían funcionar como una especie de “santuarios” en donde el visitante/escucha se encontraba sometido a una auténtica intervención del tiempo y el espacio en donde lo único que quedaba por hacer era “rendirse” ante los estímulos para alcanzar una experiencia mística que pudiera funcionar dentro de la cotidianeidad. El resultado no fue del todo contundente hasta que la sosa televisión decidió evolucionar al plasma, allí Eno encontró que el costoso aparato, que muy probablemente pagas a meses sin intereses, era la tecnología que venía deseando desde hace un cuarto de siglo. Y fue justo en ese encuentro que la duración prolongada halla su mejor efecto.
77 millones de pinturas, recientemente exhibida en el Museo Anahuacalli de la Ciudad de México, comenzó como uno de los tantos softwares desarrollados por Eno, en donde el concepto de generatividad, previamente ensayado en música e instalaciones, se une con la posibilidad de un auténtico Long Play.
Si bien la eternidad es aquello que nos ofrecen en el catecismo como una promesa de vida sin final (una idea que vista de cerca no tiene nada de atractivo) Eno logra crear en un cuarto oscuro, auxiliado por el plasma de algunas pantallas, una suspensión del tiempo total que instaura un efecto que al cuerpo le remite al posible significado verdadero de una palabra tan poco consistente con la realidad.
Pinturas contagiadas del plasma de las pantallas que les dan vida evolucionan frente a los ojos, se aparean y dejan su rastro en la creación de las siguientes millones de posibilidades. El tiempo se suspende y el sonido que entra por los oídos obliga al cuerpo a renunciar a todo lo que esté fuera de ese cuarto controlado por un soberbio uso de la tecnología. Y aunque se sabe que una entrada por día no basta, y acaso una vida entera, al abandonar el recinto al menos se tiene la certeza de haberse topado con una exquisita réplica de la eternidad. ®