Que como espectadores podamos transitar esa misma autopista que Enrique Oroz señaliza es sin duda la gran aportación de este pintor al lenguaje visual contemporáneo. Luz negra, pero poderosa luz al fin y al cabo.
Enrique Oroz es un artista en constante convulsión existencial, en ebullición insumisa hacia la representación social generalizada de la realidad, que el artista considera adulterada y una gran farsa, y que hace de la pintura el campo de batalla dialéctico de sus obsesiones y el espacio desde donde ejercer una crítica corrosiva atentando contra todo tipo de valores (morales, estéticos e ideológicos) a través de la subversión semántica y visual.
Las visiones de Oroz sobre la condición humana no son precisamente idílicas. Que el hombre posea algunas virtudes y ocasionalmente excepcionales talentos es algo que se supone debe darse por hecho. Exaltar esas virtudes, visto el panorama de violencia y descomposición social en el que permanecemos inmersos, no parece tener mucho sentido. Estamos mucho más cerca de vender cervezas y refrescos en la Luna que de conseguir de una vez por todas una sociedad más justa y equitativa.
Ante este sombrío panorama, Enrique Oroz se interesa por retratar el lado oscuro de la personalidad humana, el que nos hace vulnerables, prisioneros de nuestros instintos y fetichismos íntimos y apunta su mira a los demonios internos que incitan a la autodestrucción, a la violencia, a la excesiva lascivia o a la perdición por el poder, todos ellos indicios de decadencia moral y celulitis ideológica.
El artista desnuda hábilmente los mecanismos de la representación simbólica de esta farsa social, que se desintegra a todas luces, en un proceso de deconstrucción y resemantización urdido mediante el uso de una aguda psicología descriptiva.
Estamos ante un tipo de pintura de esencia eminentemente catártica, provocadora y que pretende ante todo molestar al espectador, a quien, al ver las delirantes escenas y personajes que habitan los cuadros, sacude una reacción de sorpresa, cuando no de disgusto y abierto rechazo. Para Oroz esta realidad mutante es el resultado de un proceso intelectual de demolición de certezas y estructuras de significación, subvirtiendo el uso de lenguaje mediante narrativas no lineales, que se bifurcan y no mantienen una lógica comprobable, alejadas de la comunicación estándar y con una gran capacidad para generar nuevas asociaciones mentales de carácter poético.
Con un lenguaje pictórico agresivo y desconcertante, de gamas cromáticas amplias e intensos contrastes con predilección por los fondos oscuros, Oroz cuestiona el orden pulcro y aparente de la realidad social cotidiana y lo transmuta en una vacuna contra el virus de la normalidad agonizante que impone la sociedad de consumo, reflejo de las proyecciones baratas de las clases dominantes y sus herramientas de poder, la política y los medios de comunicación.
El estilo de Enrique Oroz, autodidacta tras entender su antagonismo irresoluble con la Academia, remite a la estética del neoexpresionismo por el desgarro de las temáticas, las pinceladas agresivas, la construcción de escenas y el tratamiento del cuerpo humano. Referencia, en todo caso, en su acepción más posmoderna por los tintes narrativos de la obra y por el eclecticismo de los recursos técnicos y descriptivos utilizados, desde el hiperrealismo fotográfico a lo gore y chorreado del punk.
Este surrealismo sucio es de carácter altamente experiencial y se inspira en lo cotidiano, polaroids de las distorsiones de la mente en sus asociaciones espontáneas y caóticas en los periodos de vigilia. Momentos en los que opera el subconsciente creando personajes híbridos, infectados por virus narrativos prehispánicos sincréticos y con los códigos alterados.
La arquitectura de este singular lenguaje se construye basada en una estética feísta, dislocada, con imágenes delirantes y elementos pop usados de manera grotesca, teñida toda la atmósfera de un onirismo pervertido, voluntariamente trashy, y con algunas partes del cuadro destruidas, víctimas la composición y los personajes de un proceso de borrado, de destrucción, en una metáfora acerca de la imperfección intrínseca de la realidad.
Por eso no hay interés en mostrar la expresividad convencional del rostro humano y en su lugar aparecen elementos extraños que revelan más datos que la propia anatomía. Más allá de las proporciones, esas infecciones virales dan cuenta de los intensos conflictos internos en los que está sumergido el personaje.
Oroz, a modo de un Archimboldo contemporáneo y postindustrial, construye los rostros a partir de un proceso de acumulación de objetos de consumo, botellas de refresco, cerveza, cloro común y logos de marcas famosas, omnipresentes en la cotidianidad de este presente devaluado, era del plástico y de drogas sintéticas para combatir la ansiedad y depresión, en definitiva para aplacar el deseo.
De esta manera, el artista viraliza el significado del signo común, del logo, de tal modo que lo libera de su significado original, hace que pierda su función pasiva, lo destruye en un nivel semántico y lo metamorfosea de manera parasitaria en la estructura psicológica de un personaje.
Este surrealismo sucio es de carácter altamente experiencial y se inspira en lo cotidiano, polaroids de las distorsiones de la mente en sus asociaciones espontáneas y caóticas en los periodos de vigilia. Momentos en los que opera el subconsciente creando personajes híbridos, infectados por virus narrativos prehispánicos sincréticos y con los códigos alterados, pertenecientes al inframundo de un Mictlán psicodélico y desquiciado.
Escenografías delirantes pobladas por personajes rocambolescos y mentalmente fundidos acompañados por extrañas máquinas arbitrarias que aparecen en paisajes entre rurales y lunares, tótems fallidos de una especie que traslada sus defectos morales a los artefactos que construye y a los que adora como dioses imperfectos, falibles y sobre todo, inútiles.
Enrique Oroz con su discurso y estética del esperpento muestra en sus cuadros el antiglamour del after party, el lado oscuro y mercantilizado del amor con personajes salidos de un universo Disney canalla, depravado, prostituido y corrupto, da cuenta del ocaso total de las religiones y del postcapitalismo, nos habla en definitiva de la desintegración de la identidad del individuo devorado por lo social–patológico, y de cómo a través de la pintura se construye un sólido camino de rebeldía por una autopista mental absolutamente libre de cuotas morales y prejuicios estéticos.
Que como espectadores podamos transitar esa misma autopista que Enrique Oroz señaliza es sin duda la gran aportación de este pintor al lenguaje visual contemporáneo. Luz negra, pero poderosa luz al fin y al cabo. Justamente la adecuada para narrar con extraña belleza estos tiempos de desintegración social y moral, un presente invadido por contenidos y personalidades viralizadas, por legiones de hombres que dedican su vida entera a enriquecer a un puñado de marcas.
Mientras tanto, el artista Oroz, impasible y flemático como los músicos de la orquesta del Titanic durante su hundimiento, se toma una copa, afina sus pinceles y se dedica a sacar terribles instántaneas de este oscuro panorama apocalíptico y disparatado. ®