House perseveró en su soledad, en su drogadicción, en su alcoholismo, en su “falta de fe” en la especie humana, en su ateísmo, en su cinismo, en su incapacidad de crear vínculos afectivos con los otros, en su capacidad de observar en los pacientes con todas las enfermedades más improbables no personas sino puzzles que habría que descifrar.
Durante una acalorada discusión entre el doctor Lucio Negri y el filósofo porteño-israelita Samuel Tesler, en la que se opone la visión positivista de la ciencia, representada por aquél, a la visión teológico-metafísica del mundo, representada por el filósofo-de-la-risa-homérica, el primero dice a este último:
—¡El alma! ¡Por favor! La he buscado con el bisturí, en la sala de disecciones.
—¿Y la encontró?
—¡No me haga reír!
—Es claro —le explicó Samuel Tesler—, el alma no es un tumor del hígado.
Más adelante, el-filósofo-de-la-nariz-polémica continúa su discurso edificante:
Pues bien, el Homo sapiens, al reflexionar en su antepasado gorila, oyó la voz de la sangre y empezó a hacerse el mono. […] Con todo, una infinidad de cosas raras persistían en el Homo sapiens: la iluminación de los místicos, el don de los profetas, un conjunto de hechos libres que no se dejaban operar en el sanatorio. Entonces la ciencia dio su golpe maestro: el enigma de la Trinidad opuso el enigma de las glándulas tiroides.
Pocas veces una serie tan larga puede sostenerse prácticamente por un solo personaje. La curiosidad de su equipo por saber más sobre su pasado —compartidas, desde luego, por los espectadores—, no se referían tanto a conocer el origen de su discapacidad —de la cual finalmente hará no sólo un rasgo característico de su personaje; caminar apoyado por un bastón, gran símbolo fálico de este soberbio megalómano.
Más de medio siglo después de la publicación de este memorable diálogo, otro doctor —que bien podría tener como antecedente a Negri, creado por Marechal, aunque el consenso lo coloca como descendiente directo no precisamente de un médico sino de un detective, Sherlock Holmes— también se dedicará no tanto a buscar el alma en la sala de disecciones, como a examinar el “corazón del hombre” con la cínica y fría mirada de un cirujano frente a un montón de músculos, nervios, ligamentos y órganos, guiado principalmente por el axioma “Todos mienten”. En la que ha sido la mejor y más exitosa interpretación de su vida, el actor, músico y —según las no siempre confiables referencias de Wikipedia, insondable fuente de la sabiduría contemporánea— también escritor, Hugh Laurie, dio vida durante ocho años a uno de los personajes más fascinantes de la narrativa estadounidense contemporánea: el doctor Gregory House, en la serie House M.D., que finalizó hace poco.
Representante de la “razón cínica” —sin afán de ofender (más) a un-hipotético-filósofo-desubicado-y-trasnochado que estuviera leyendo estas líneas, me permito el atrevimiento de añadir—:, hijo del iluminismo, House es también —ya para terminar de exasperar al-hipotético-filósofo, quien en este punto, además de abusar de las hipérboles y las aposiciones, podría acusarme de recaer en una pseudo nostalgia hegeliana— una suerte de encarnación (sic) del Espíritu-de-una-Época (los sustantivos con mayúsculas, para emular la Lengua del Maestro): ateo, positivista, pragmático, frío, calculador (dejo aquí la ya larga enumeración de adjetivos y lugares comunes que cualquier lector —y no sólo el-hipotético-filósofo— podrá continuar ad libitum o ad nauseam).
Pocas veces una serie tan larga puede sostenerse prácticamente por un solo personaje. La curiosidad de su equipo por saber más sobre su pasado —compartidas, desde luego, por los espectadores—, no se referían tanto a conocer el origen de su discapacidad —de la cual finalmente hará no sólo un rasgo característico de su personaje; caminar apoyado por un bastón, gran símbolo fálico de este soberbio megalómano (guiño a y jerga de un-hipotético-psicoanalista), no podrá ser lo mismo después de House— como a intentar explicar el origen de su amargura, su aparente desencanto y misantropía (¿nietzscheana, celiniana… woody-alleniana?: preguntar al-hipotético-filósofo).
En cualquier caso, a diferencia de la labor del equipo —resolver enigmas médicos—, la serie no era ni policiaca ni de misterio; al final todas las “explicaciones” son pobres y mediocres: se termina descartando a House como un probable niño con una infancia terrible; su amargura no se explica porque su esposa decidiera, contra su voluntad, que le arrancaran un pedazo de su muslo, lo que provocaría su cojera; después de ocho temporadas ni siquiera sabremos quién fue realmente su papá; en suma, los personajes y los espectadores, más temprano que tarde, tuvimos que aceptar la célebre proposición de Spinoza: en la medida de sus posibilidades, cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser.
Y House, en efecto, perseveró en su ser: en su soledad, en su drogadicción, en su alcoholismo, en su “falta de fe” en la especie humana, en su ateísmo, en su cinismo, en su incapacidad de crear vínculos afectivos con los otros, en su capacidad de observar en los pacientes con todas las enfermedades más improbables y raras que existen (ardua labor, me imagino, de los guionistas, no tanto para encontrarlas sino para hacer extraños combos entre éstas) no personas sino puzzles que habría que descifrar, que armar.
En este sentido, en cada temporada se fue estirando poco a poco cada uno de los rasgos del personaje hasta llevarlo a los límites, a los espacios de exclusión social: el manicomio, la cárcel. En ningún momento los guionistas cedieron ante la tentación de “normalizar” al personaje. Después de todo, la tan esperada y postergada relación con la doctora Cuddy (Lisa Eldestein) narrativamente era inevitable: en buena medida le dio tensiones dramáticas, muchas situaciones y diálogos hilarantes a varias temporadas, y animó la séptima mostrándonos a un House en el incómodo papel de novio de la jefa —por quien jamás mostró mayor respeto— y de padrastro espurio de una niña a la que más bien trataba como a una mascota…
Y House, en efecto, perseveró en su ser: en su soledad, en su drogadicción, en su alcoholismo, en su “falta de fe” en la especie humana, en su ateísmo, en su cinismo, en su incapacidad de crear vínculos afectivos con los otros, en su capacidad de observar en los pacientes con todas las enfermedades más improbables y raras que existen.
Sin embargo, con el final de esta relación se agotaron los caminos de exploración del personaje: la última temporada no pudo ser más que una repetición de viejos motivos ya abordados en capítulos anteriores, e incluso de personajes “tipo” que no terminaron de cuajar: la doctora Adams (Odette Annable) y la doctora Park (Charlyne Yi) fueron un pálido reflejo del papel y la función de contrapeso utilizada en la figura de Cameron (Jennifer Morrison) sin lograr tampoco una caracterización plena como se hizo en el caso de las primeras sustitutas de esta última: Amber (Anne Dudek) y Trece (Olivia Wilde). Lo mismo con el matrimonio espurio de House.
Los finales —en particular los de las series de televisión— son pocas veces satisfactorios, especialmente para nosotros, cristianos de clóset, amantes de las historias con inicio, nudo y final cerrado (Oh Hegel, Hegel! Where art thou, Hegel!), pero ante este escenario no había muchas más opciones que matar simbólica y narrativamente al personaje: al sacrificar a Wilson (Robert Sean Leonard) se estaba sacrificando el último vínculo de House con el mundo (y con la narrativa, ya de por sí mermada por la desaparición de la doctora Cuddy).
Los escritores y los productores decidieron dejarlo vivo y montado en una Harley Davidson, a lo Easy Rider. Pero éste no puede ser de ninguna manera un final abierto por más que House le haya jurado al fantasma de Cameron (¿les recuerda a Dickens?) que sí podía cambiar y que estando vivo tenía la oportunidad de redimirse. Al ser declarado muerto para el mundo se le quitó la posibilidad de volver a ejercer como doctor, o sea, la posibilidad de seguir perseverando en su ser, en el despliegue fenomenal de una inteligencia casi mecánica dedicada exclusivamente a resolver problemas médicos, pero por siempre incapaz de resolver —permítaseme ser cursi— el misterio del corazón del hombre.
A propósito de referencias cristianas y nostalgias hegelianas podríamos citar a Jeremías como un buen epílogo de esta serie: “El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?” ®