Las aventuras de dos jóvenes —entre otros miles— en la Expo Sexo de la Ciudad de México, y la tragedia de haber perdido el archivo fotográfico que atestiguaría que efectivamente estuvo ahí.
Por la cantidad de gente que iba en el metro y se bajó en la estación Velódromo se podría decir que la Expo de Sexo y Entretenimiento —la feria que exhibiría en 27,500 metros cuadrados las variantes más rentables de la lujuria— comenzó desde el subterráneo. Del vagón a la Puerta 7 mi mirada surcaba los alrededores no en busca de chicas sino de un OXXO donde comprar unas pilas para la cámara (el paquete de cuatro por 10 pesos que me había vendido aquel hombre de la calle resultó todo un fraude).
Es más fácil conseguir un empleo en plena crisis que una tienda en los alrededores del Palacio de los Deportes. Di una vuelta extenuante y lo único que encontré fue a más imbéciles como yo preguntando a todo mundo si no le vendían un par de pilas Energizer. Derrotado y pensando en la ola de reclamos que iba a recibir por parte de los lectores entré al domo tan sólo para descubrir que la primera tienda a la vista era una de artículos fotográficos (una decena de tipos se acercó y se fotografió con la señora que atendía, lo cual me hizo pensar que había gente que estaba buscando retratarse con cualquier mujer que se dejara).
Entré al denominado “table más grande del mundo” y, en efecto, la publicidad no mentía. Conducido por hombres que parecían del Estado Mayor Presidencial, Luis y yo caminamos por una alfombra roja que terminaba en ocho pistas custodiadas por miles de personas. Al fondo tres pantallas gigantes daban cuenta de lo que sucedía sobre la pasarela, porque a menos que padecieras gigantismo, era difícil tener un buen panorama.
Me dio la impresión de que el show fue armado en términos de espectacularidad. Para explicar cómo operaba este circo habría que recurrir a la fórmula que siguieron los organizadores: tomar lo peor de un table mexicano y multiplicarlo por ocho. El anfitrión era ocho veces más mamón que el de un table común de provincia y las muchachas ocho veces más lentas al momento de desnudarse. En una época en la que sólo es necesario irle al Monterrey para mostrar los pechos en un estadio resulta irónico que las bailarinas eróticas se tarden tanto en quitarse los zapatos.
Reúne en un solo espacio a tres mil tipos calientes y sabes que no tendrás nada bueno. En algún momento de la tarde había demasiada gente obstruyendo la salida de —¿cómo decirles? bailarinas es una imprecisión, pero desnudistas es un exceso—, de las chicas, pues. El sujeto del sonido estaba más preocupado en regañar a los asistentes que en animar a sus muchachas para que se arrancaran las medias de red. Unas rockeras subieron a escena sólo para gritar como si estuvieran en un concierto de Mastodont, recibir chiflidos y retirarse. Al minuto el asunto era poco menos que soporífero y a los diez salió un gordo trajeado a bajar a todo mundo.
Salimos del megatable para recorrer las otras atracciones. Nos dejamos llevar por la multitud y llegamos a un escenario donde un trío de hombres fornidos hacía lances acrobáticos a una tímida mujer sentada en una silla plegable. A decir verdad, el asunto estaba más entretenido aquí que con las teiboleras. Luis tiene una teoría: las —y los— strippers representan mejor que nada lo que sucede con las relaciones entre hombres y mujeres. Si atendemos a ambos espectáculos, una mujer sólo necesita estar medianamente guapa para tener a una jauría de machos aullando a su alrededor. Pero un hombre requiere no sólo un cuerpo con músculos hasta en los dedos y el carisma de un galán de antaño, sino aparte una capacidad indiscutible para bailar “como los malditos dioses”.
“Sí, como los malditos dioses”, repitió Luis mientras en el escenario un negro vestido de cadete giraba sobre su cabeza como personaje de Street Fighter.
El porno a ras de suelo
Cualquier espectáculo de la Expo ha estado custodiado por un ejército de cámaras. Ves la pantallita y comprendes la esencia del porno: los desnudos reales son efímeros. Lo importante es el archivo de video.
Luis y yo nos alejamos del show de los strippers tan solo para ver cómo es el mundo común y corriente. Cuando has dejado de ver hacia los escenarios te das cuenta de que no todos los cuerpos pueden ser importados de Las Vegas.
En una esquina, Pricasso hace una de sus demostraciones. En un lugar como la Expo hasta un viejo que parece Tom Wolfe puede tener un público numeroso. ¿Qué atractivo habrá en un hombre al que todo el tiempo le andas viendo su deteriorado trasero mientras trabaja? No lo sé, pero un grupo de fans lo observa extasiado. Lo único que sucede en el escenario es que este australiano de 56 años está pintando —usando, por supuesto, su pene— a un par de mujeres que posan como si ahí se estuviera gestando La Gioconda. El auditorio no deja de celebrar que los rostros del lienzo se parezcan en algo a los de verdad. Otra de las esencias del porno: que la chica de la imagen termine pareciéndose a alguien que conozcas.
El problema de los espectáculos sobre sexo es que no sabes qué esperar del público femenino que ahí asiste. Luis y yo nos topamos con un par de chicas verdaderamente guapas que nos preguntan por el lugar donde venden la lencería.
—¿Ustedes… —preguntamos—, son parte de este business, verdad?
Una de las mujeres me da un golpe con una bolsa.
—¡Hey, entiéndannos! —grita Luis mientras las vemos alejarse—, ¡no pueden estar tan buenas y no pertenecer a este negocio!
Sólo alcanzo a responder mientras me froto el brazo: “En esa bolsa había plástico más resistente que en un juguete para preescolar”.
Hay algo terriblemente liberador en que vayas entre pasillos atestados de gente y de repente puedas detenerte a ver una película XXX. Era tu sueño adolescente en el centro comercial. El local vende unos fármacos metidos en cajas mal impresas. Si nadie en esa compañía tuvo la molestia de verificar los registros de los colores no querrías averiguar si revisó la calidad de sus pastillas. Un rápido recorrido por locales que promueven milagros similares —sexuales y no sexuales— a lo largo de esta y otras expos te da una idea de los ideales humanos: tardar más, ser más flaco, lucir más joven, la piel más blanca, quitarse el acné. Finalmente, el total de esas ambiciones tiene que ver con querer llevarse a alguien a la cama.
Algo está mal cuando las chicas en látex y que están dispuestas a tomarse una foto contigo mientras te acarician el pecho son más feas que las novias de los asistentes a la Expo. Sí, un poco de piel expuesta hace que las voltees a ver, pero un segundo después uno se aleja de ellas, como si huyera de la mamá de Lucero. Ángeles, cuerpos pintados, disfraces de escolares. El que la fantasía se asentara a nivel de cancha tan sólo ha servido para darte cuenta de que no lucía igual a como la imaginabas.
Paso junto al supuesto casting porno. En la puerta sólo hay dos mujeres con la cara tapada como musulmanas que te invitan a ingresar. Una rápida revisión a esos cuerpos y uno comprende por qué una persona como Luis y yo se dedica a cosas como a estudiar Literatura y no al negocio de los videos XXX. A lo lejos otro show —éste llamado El Burdel Francés— muestra un escenario vacío, un letrero y un centenar de asistentes que no saben a ciencia cierta qué va a suceder en ese espacio. No me quedo a averiguarlo.
El Twitter de la Expo dice que la asistencia fue de 25 mil personas en los dos primeros días y no lo pongo en tela de juicio. Uno sabe que está en la llamada ciudad más poblada del mundo cuando intenta ir a contracorriente y sólo encuentras filas y filas de espera para fotografiarse con las estrellas porno. Entonces el dato tiene un fundamento empírico, como cuando tratas de tomar un taxi en el aeropuerto o cuando un señor de cuarenta años te toma de la mano mientras la marea de gente lo arrastra hacia la salida.
—Coño —se disculpa—. Pensé que era mi mujer.
Satisfacción garantizada
El mayor atractivo de la Expo Sexo es sin duda la presencia de estrellas porno. No importa quiénes o cuántas sean ni qué tantas entradas arrojen en el buscador del Google. San Fernando es tan generoso que nunca te decepciona.
—Ésa es Alexis Texas —le dije a Luis mientras una multitud acompañaba a una chica rubia que gritaba como porrista de americano. Había tanta gente alrededor que, en otro ámbito, saber quién estaba en medio podría pasar como prueba para el optometrista. Con Alexis es distinto. Digamos que podría reconocerla con más facilidad que a un pariente.
En el Palacio de los Deportes había algunos escenarios reconstruidos según las típicas fantasías del cine triple X: un cuarto de hotel, un consultorio, un camión de bomberos. Sobre ellos las estrellas porno provocaban a un público ávido de tener un testimonio de que ellos estuvieron en alguna ocasión del mismo lado de una cámara.
—Por este tipo de cosas nunca tenemos dinero —dijo Luis. Y era verdad. Habíamos viajado estafando la tarjeta de crédito de su papá, con una cámara prestada, pretextando una presentación en la Feria del Libro de Minería. Y en ningún momento sentimos que no valiera la pena.
Todas las filas eran largas, pero a los asistentes parecía no importarles. Las estrellas XXX distribuían su tiempo entre modelar para un grupo desordenado de gente que no dejaba de disparar sus flashes, firmar tickets de entrada y posar junto a sus admiradores. Nos formamos con la esperanza de terminar en brazos de Jennifer Dark, quien no perdía oportunidad para mostrar los pechos o el trasero.
—Está buena la gringuita —comentó un tipo que estaba delante de mí y cuyos movimientos nerviosos, me empezaban a desesperar.
—Es checa —corregí. Luis diría que son esos datos los que no me harían ganar en Maratón.
—¿Y cómo se llama?
Le dije su nombre.
—¿Será que lleguemos?
Lo terrible de la convivencia en eventos eróticos es que terminas intimando con personas que en otra circunstancia preferirías evitar.
—Sabes, soy circunciso.
Busqué con desesperación a Luis, pero había corrido a tomarle fotos a Kagney Lynn Carter.
—Lo hice por mi novia —añadió el tipo.
Eso demostraba que aún cuando estábamos rodeados de todas las manifestaciones posibles de la lujuria aún había espacio para hablar de cosas que uno hace por amor.
Un momento, pensé, esta fila es una cosa que estoy haciendo por amor.
Jennifer pareció entenderlo y me regaló una sonrisa que tuve que compartir con otras cincuenta personas.
Cuando faltaban diez sujetos para llegar a la checa que me había dado tantos momentos felices al inicio de mi relación con Internet (de hecho, era como ir a conocer a Winnie Cooper: un ajuste de cuentas con el pasado), un gordo asqueroso se subió para decir que ya no habrían más fotos. Todo mundo protestó más enérgicamente que si les hubieran quitado el seguro médico. Nadie sabía qué pasaba ahí, pero el gordo señaló la hoja de los horarios. El circunciso se alejó sin despedirse.
Estaba decidido a no tener una nueva decepción, así que me formé en una fila que parecía avanzar con rapidez. Un grupo de vallas rodeaba a un camión de bomberos y a un costado Alexis Texas y Tori Black regalaban felicidad a una multitud de pobres diablos. En efecto, ¿qué más se le podía pedir a la vida sino paciencia suficiente para ponerse en medio de esa pareja?
Fotografiar a Alexis Texas desde la valla satisface la misma necesidad de los videos amateur: pensar que se trató de algo real. ¿Por qué arriesgarse a golpes, mentadas, empujones por una foto que no será mínimamente mejor que la que puedas encontrar en Internet? ¿Qué encanto produce verlas fuera del plató? Cualesquiera que sean las respuestas, es indudable que Alexis y Tori saben lo que busca su público: no la cercanía, sino las evidencias de la cercanía.
Tori es la primera en llegar hasta nuestro lado. Con ademanes pregunta si queremos firmas. La mayoría de las personas ahí sacamos nuestros tickets de entrada para tener las letras de Tori y sus “OXOXOX” como un tesoro una vez que regresemos a nuestras casas. Ella hace lo suyo: escribe con un plumón sobre gorras, brazos y camisas, y momentos después pone la mano en su oreja para pedir los gritos de la audiencia.
—No mames, cabrón, le diste tu credencial para votar —dice alguien.
El otro alza los hombros como si no necesitara cobrar ningún cheque o hacer algún trámite en el IMSS en las próximas semanas.
Después de posar haciendo juntas todo ese tipo de cosas que haría lagrimar a cualquier ser humano con un mínimo de sentido común, Tori y Alexis entablan una justa competencia por los aullidos del público. Alexis —cuyo trasero está siendo visto por miles de personas aquí en Internet en el mismo momento en que usted lee esto— se acerca a nuestro lado. Un ejército de manos se extiende hacia ella pero un fortachón de seguridad cuida que ningún meñique llegue siquiera a la diosa. El público enardecido corea su nombre. Un adolescente de pelo largo me empuja contra la valla metálica. Alexis habrá creído que ese color rojo de mi cara era de haberla tenido tan próxima.
Hay una diferencia sustancial entre las teiboleras y las pornostars: la forma en que afrontan el trabajo. Las teiboleras ponen caras de burócratas de la SEP, las pornostars parecen estar disfrutándolo todo el tiempo. Las estrellas XXX saben por qué les pagan, saben que tendrán que fotografiarse con hombres feos y gordos, la mayoría salidos en alguno de esos reportajes de la CNN sobre Latinoamérica. Por eso no tienen problemas con sus admiradores. Les sonríen, los besan, dejan que las abracen, cumplen la fantasía de que aquel doble de Rigo Tovar parezca estar lamiéndoles el pecho. En fin, que no los padecen sino hasta parecen divertirse junto a ellos. Quizás por eso las estrellas porno despiertan más mi simpatía que las teiboleras.
Finalmente, no llego a Tori ni a Alexis. Si algo define a este país son sus filas, nuestra incapacidad para organizarnos y llegar a un sitio en común. Delante de mí alrededor de veinte connacionales se han establecido a fin de no perder el magnífico lugar que supone estar de frente a las estrellas porno. En nada les conmueven nuestros gritos y nuestra desesperación: permanecen impávidos disparando flashes cada que alguna de las actrices se inclina o lanza un beso. Mientras tanto que los demás nos jodamos.
Ese desencuentro con el país me enoja y salgo de la Expo echando espuma por la boca, no sin antes intentar atrapar en un último vistazo la mayor cantidad de pechos desnudos.
Epílogo: No habrá final feliz
Unos días después de la Expo, tras descargar un giga de fotos en la computadora, un virus atacó mi Windows Vista, provocando que el documento Word de mi tesis se transformara en una pantalla azul con letras. Llevé de inmediato la lap con un especialista.
—Como el sistema operativo ya está dañado —me explicó el informático— no queda otra más que formatear la computadora.
Vaya, me dije, si existiera en el cuerpo humano una opción como la de “formatear” se acabarían los centros médicos de especialidades.
Dejé mi máquina por un fin de semana. Con tanto tiempo libre no me quedó otra más que leer novelas. A los dos días volví por mi computadora y descubrí —con un sentimiento que según los síntomas de sudoración podría definir como pánico— que mis veinte iconos del escritorio se habían reducido a cinco accesos directos.
—Falta una carpeta llamada “Fotos”.
—No había nada.
—Cómo no. En realidad faltan muchas carpetas, la mayoría de información sobre mi tesis, pero particularmente sólo me interesa recuperar la que dice “Expo Sexo”.
—Salvé todo lo que había en la máquina. Sospecho que tú mismo la borraste por accidente.
—¡Borrar a Alexis Texas! ¡Por favor!, creo que no me entiendes.
—No sé quién sea Alexis Texas.
Eso me convenció de que no íbamos a llegar a ningún lado.
—Bueno, supongo que fue el virus. El caso es que necesito recuperar esos archivos, ¿podrás hacerlo?
—Mmm. Es un trabajo que se cobra y se cobra bien.
—Pago lo que sea.
Le di otro par de días.
—Quedó bien —me dijo cuando fui por mi computadora—. Recuperé las fotos de tu despedida, del cumpleaños, de varias presentaciones de libros y esa carpeta de tus amigas. Por cierto, ¿no te vendría mejor desnudarlas con Photoshop en lugar de Paint?
—¿Y las de la Expo? —pregunté mientras buceaba en una carpeta llamada Lost Files.
—¿Qué cosa?
—Las fotos de la Expo Sexo, ¿las recuperaste?, ¿dónde están?
—¿Estás seguro? Honestamente no recuerdo ninguna carpeta con ese nombre.
Recorrí cada rincón del disco duro tan sólo para encontrar imágenes que con justa razón había yo borrado de mi vida.
—Creo que se hizo todo lo posible —se disculpó y me extendió una nota de venta.
¿De qué se trataba esto? Por el precio cualquiera diría que había reparado a HAL 9000. Quise reclamarle hasta que me di cuenta de que aquel hombre podía reconstruir mi biografía en sus momentos más vergonzosos. En vivo podía masacrarme y en Internet ni se diga.
—Lo siento, pero no puedo pagar. No tengo tanto efectivo.
—No te preocupes, lo tomaremos como un favor.
No puedo negar que me sorprendió ese último gesto de cortesía.
Hasta el siguiente día en que recibí su llamada.
—Hola, qué tal. ¿Recuerdas que tenemos un favor pendiente?
—¿Quién habla?
—Soy el señor…
Y dijo todos mis passwords.
—Ya recordé lo del favor —contesté.
Entonces no me quedó otra más que entregarle mis recuerdos firmados por Alexis y Tori.
Y ésa es la historia de por qué no tengo evidencias de que estuve en la Expo Sexo. ®
rock-e
Coincido… bastante divertido, he escuchado opiniones encontradas sobre este evento, en la Universidad unos compañeros asistieron y dijeron que estaba horrible jaja, creo que lo confirmo, solo que ahora escrito de una forma divertida.
César Vargas
Hola Eduardo:
No se porqué me recordaste a Ibarguengöitia, pero creo más bien que a Fabrizio Mejía Madrid. Olvidate de las fotos, tu texto las ha rescatado. Gracias por esta dosis de humor.