A fin de año nada habrá cambiado demasiado: ni López Obrador se fue a su rancho La Chingada ni Peña Nieto tuvo un happy end antes de llegar a Los Pinos. A algunos, por desgracia o fortuna, se les acabará la vida y otros más abrirán lo ojos a ella ese día del fin del mundo, que también se desvanecerá cuando las manecillas del reloj marquen las cero horas del día siguiente.
Final uno: 12-21-12
La patraña de que el 21 de diciembre de 2012 se acabará el mundo me hace reflexionar en las películas de ficción apocalíptica, donde la “cosmofobia” es un “placer que le debe mucho a Hollywood, cuyos efectos especiales acaban con todo sin alterar la realidad”, escribe Juan Villoro [Reforma, 6 de diciembre de 2012], o en otras historias de ficción científica que recrean futuros inhóspitos, pero habitables —a pesar de la lluvia ácida— y transitorios como Blade Runner, de Ridley Scott (según sea el final del productor-esperanzador o el del realizador-intimista), o 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, sin efectos especiales monumentales pero inquietante.
Creo que hay dos finales de película, básicamente. Uno cerrado y el otro abierto. En el primero regularmente la vida eterna se logra, el tiempo se congela en un momento donde todo se pone en orden, los malos se mueren o reciben un castigo divino. Los espectadores respiran tranquilos pues, al final, los buenos son recompensados y los malos se van al infierno. En el segundo la historia intenta dejar al espectador con dudas, incómodo, reflexionando, abriendo líneas personales, algo más parecido a la vida real.
Quizá la humanidad desea ese final donde encontraremos “el paraíso perdido”, la utopía del final feliz. Momentos de paz, donde no haya problemas y todo sea armonía. En este mundo las cosas no son así, aunque tampoco el final terrible y oscuro. El mundo es tan ancho como uno quiera, como el final mismo de una película. Así, el fin del mundo puede ser el más simpático, ridículo o apoteósico que se haya pensado, pero con una gama de tonalidades que distan mucho de ser únicamente negro o blanco.
A fin de año nada habrá cambiado demasiado: ni López Obrador se fue a su rancho La Chingada ni Peña Nieto tuvo un happy end antes de llegar a Los Pinos. A algunos, por desgracia o fortuna, se les acabará la vida y otros más abrirán lo ojos a ella ese día del fin del mundo, que también se desvanecerá cuando las manecillas del reloj marquen las cero horas del día siguiente. Así como las películas, cuando aparece el The End o cuando los créditos corren en la pantalla.
Sospecho, sin embargo, que ese The End es para cintas que tienen un final feliz, como ése de las telenovelas mexicanas que utilizan cada vez que el drama se termina y por fin llega un “Lucero” resplandeciente. Hay, tal vez, una tercera ruta que es la del Continuará…, pero me inclino más a ver como un absoluto cada filme. No hace mucho se anunció que la sencilla y sensible película mexicana Año bisiesto (2010) tendría una segunda parte. Nada más absurdo para un filme de ficción que no requiere de complementos. Michael Rowe, su director, filma la vida de una mujer oaxaqueña, de treinta años, que viviendo sola en la Ciudad de México quiere sanar sus heridas provenientes de una infancia pesarosa, y para ello emprende la búsqueda de un hombre que la ayude a redimir su dolor, precisamente un 29 de febrero. Innecesario, en verdad, hacer una segunda parte, y más sobre una historia que ocurre en un año bisiesto. La película debe acabarse cuando se termina. Ni fin ni continuará: lo que sigue, otra historia.
Final dos: 11-11-11
Hablando del fin del mundo y su numerología, recuerdo que la noche del 10 de noviembre de 2011, en Oaxaca, una mujer me dijo durante la presentación del libro La Ciudad de Cine, de Hugo Lara, que la mañana siguiente —el 11 del 11 del 11— percibiríamos cambios radicales en el humor de las personas, ya que entraríamos, convencida me argumentaba, a una etapa de paz y de luz, donde se comenzaría a ordenar nuestro cotidiano caótico y la violencia del país se reduciría. Los narcotraficantes, seguro, se darían un abrazo como hermanos en una República Amorosa encabezada por Felipe Calderón.
Escéptico, la escuché hasta el final mientras continuaba aquella presentación con Hugo Lara acompañado de Paula Astorga, directora de la Cineteca Nacional, y del escritor J.M. Servín, que, por cierto, ofreció una de las más cómicas e incendiarias charlas que vi en la carpa instalada en la Alameda de León, donde se llevaron a cabo las actividades librescas y cinéfilas de la Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO) celebradas en aquel mes de noviembre. A Servín sólo le faltó una caja de cerillos para que incendiara el libro y hasta la plaza después de sus comentarios críticos, aunque mal explicados y mal entendidos por varios de los oaxaqueños ahí presentes. Algunos llegaron a gritar: “¡Por qué vienen a Oaxaca a presentar libros del Distrito Federal, si ésta es la tierra de Juárez!”
El mundo es tan ancho como uno quiera, como el final mismo de una película. Así, el fin del mundo puede ser el más simpático, ridículo o apoteósico que se haya pensado, pero con una gama de tonalidades que distan mucho de ser únicamente negro o blanco.
No he vuelto a ver a esa mujer que hablaba de paz y de luz, pero lo que pasó a las once de la mañana de esa fecha capicúa fue, paradójicamente, un momento que jamás olvidaré: la muerte de un secretario de Gobernación —el segundo, casi en la misma fecha, pero con tres años de diferencia, durante el sexenio del presidente Felipe Calderón. El último mensaje que José Francisco Blake escribió para su cuenta de twitter fue precisamente dedicado a Juan Camilo Mouriño, en su aniversario luctuoso: “Hoy [4 de noviembre de 2011] recordamos a Juan Camilo Mouriño a tres años de su partida, un ser humano que trabajó en la construcción de un México mejor”. A las once de la mañana de ese viernes el helicóptero donde iban Blake y varios de sus colaboradores se desplomó.
Ese fin de semana también cayeron un boxeador mexicano en la televisión y un escritor en una fiesta durante la FILO. Tal como lo consigna Donato M. Plata en su crónica “La noche avanza” en Replicante: “Acontecimientos hay muchos, pero pocos tan memorables durante un mismo fin de semana. Hagamos cuentas: la noche de una ciudad es violentada por un puñado de bárbaros, un gladiador boxea [Juan Márquez] a muerte en un cuadrilátero contra su némesis filipina [Manny Pacquiao], un secretario de Gobernación (uno más) pierde la vida al desplomarse la aeronave en la que viaja. Todos habrán de caer vencidos, los bárbaros, el boxeador, el secretario, la noche. […] Sólo quedan los bárbaros, que ya se levantan y bailan como posesos cuando se escucha ‘La llorona’. Daniel Guzmán (artista cinco estrellas de Kurimanzutto) se quita la playera y la agita como un rehilete, [Leonardo Da Jandra], el autor de la trilogía de Entrecruzamientos, salta y baila enérgicamente hasta dar de bruces en el suelo, un locutor de radio del IMER [Enrique Gil] y Sergio Raúl López (periodista cultural) —‘viva imagen de la derrota’, en palabras de Da Jandra— quedan desmayados e inconscientes sobre una mesa, y más tarde han de vomitar fuego desde una camioneta en pleno movimiento”.
Es 11 del 11 del 11. Llegó el cineasta Arturo Ripstein a Oaxaca para presentar su película Las razones del corazón (México-España, 2011). Le pregunto si tenía algún significado llegar a Oaxaca en fecha tan cabalística, a lo que respondió que no significa nada, nomás que su avión no se cayó —le siguió una risa oscura y entrecortada. Hubo una conversación entre Ripstein y escritor Guillermo Fadanelli, pero como me lo expresó el autor de Insolencia, literatura y mundo [Almadía, 2012], “El viejito no quiso responder nada”. En algún sentido tiene razón, sus respuestas fueron escuetas.
Meses después, ya entrados en Ripstein y en finales de películas, Paula Astorga, directora de la Cineteca Nacional, con el cineasta a su lado, dijo en la función de gala de Las razones del corazón, con la que se inició la 53 Muestra Internacional de Cine en la antigua Cineteca Nacional: “Les presentamos la última película de Arturo Ripstein”. ¡Aplausos! Y yo no sé si fue amenaza o afirmación. El asunto es que la Cineteca —aquella a la que hace un par de años el entonces secretario de Gobernación Santiago Creel le dijera “Cinequeta”— inició una serie de cambios arquitectónicos y con la Muestra Internacional de Cine, y también el cierre de un ciclo de penumbras a la Leonardo García Tsao con ese filme. Con Las razones del corazón, que es gris, sobreactuada y des-graciada se concluyó un ciclo de la ahora nueva Cineteca, que esperemos sea, por lo menos, funcional.
Así, “de la fregada”, como dice Arcelia Ramírez en su personaje, para no decir de la chingada, es la película de Ripstein, o como expresara Da Jandra durante la reunión de Ripstein y Fadanelli en Oaxaca: “A mí me fascina la caída, porque es en la caída donde vemos la verdadera dimensión del ser humano. Y si hay una disciplina que tiene esa capacidad de sublimar, no de imitar o de plagiar, sino de sublimar esa caída, es el cine”. Algunas veces, me parece.
Al fin el final
A muchos, cuando la muerte les llega, se les abre la puerta de la vida eterna en el cielo o en el infierno —según como se hayan portado, rezan las tías y las abuelas. Lo curioso es que se cuidan tanto para no llegar a ella que pareciera que en el fondo desean vivir eternamente pero en la tierra —¿y para qué esperar tanto si esto no es la vida verdadera? No me queda muy claro. Hay otras personas que dicen, con cierto tono irónico o tal vez para darle la vuelta al tema frente al temor que les representa siquiera pensar en el día que dejen de respirar, que para ellos la vida se acaba en el momento en que se muere. No hay más. Y si pensamos que la vida misma fuese una como una película, podríamos concluir que la vida se acaba cuando la película finaliza. Otra historia, una vez más, está en otra parte. ®